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Authors: Arthur Machen

Los tres impostores (11 page)

BOOK: Los tres impostores
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La locuacidad bien intencionada de la muchacha me impresionó profundamente; fui a echarme a mi habitación, mordiéndome los labios para no gritar de terror y desconcierto. Me sentía enloquecer de angustia. Creo que de haber sido de día hubiese huido en ese momento de la casa, olvidando todo valor y toda deuda de gratitud con el profesor Gregg, sin importarme que mi destino fuese una muerte lenta por hambre, con tal de librarme de la red de terror ciego y pánico que cada vez se apretaba con mayor fuerza en torno mío. Si supiera, pensaba, si sólo supiera lo que hay que temer, podría defenderme; pero en esta casa solitaria, rodeada por todas partes de negros bosques y altas montañas, el miedo surge a cada paso y la carne tiembla ante horribles sugerencias apenas susurradas. Era inútil que tratase de mostrarme escéptica o que recurriese al sentido común para sustentar mi fe en el orden natural, porque el aire mismo que entraba por la ventana abierta era un aliento misterioso, y en la oscuridad el silencio se hacía pesado y doliente como una misa de réquiem, mientras yo conjuraba imágenes de formas indecibles, que acudían a reunirse entre los juncos, a la orilla del río.

A la mañana siguiente, desde el momento en que me senté a la mesa del desayuno, sentí que la trama incomprensible llegaba a una crisis. El profesor, con expresión grave y decidida, apenas parecía oír nuestras voces cuando le hablábamos.

—Salgo a dar un paseo más bien largo —dijo acabando de comer—. No me esperen ustedes, ni piensen que me ha ocurido algo si no vengo a cenar. En estos últimos días me siento un poco embotado y creo que una buena caminata me hará bien. Tal vez hasta pase la noche en alguna hostería, si encuentro una que me parezca, cómoda y limpia.

Escuchándolo comprendí, por la experiencia que tenía de su manera de ser, que no se trataba de una salida ordinaria de ocupación o de placer. Lo que ignoraba, y ni siquiera alcanzaba a imaginarme, era dónde se dirigía, pues nada sabía de sus propósitos, pero el miedo de la noche anterior volvió a apoderarse de mí, y cuando lo vi en la terraza, sonriente y listo para partir, le imploré que no saliera, que se olvidara de todos sus sueños de un continente aún no descubierto.

—No, no, Miss Lally —me respondió, sin dejar de sonreír—, ahora es demasiado tarde.
Vestigia nulla retrorsum
, como usted sabe, es el lema de los verdaderos exploradores, aunque espero que en mi caso no se aplicará al pie de la letra. Le aseguro que no tiene usted razón para alarmarse; mi pequeña expedición es cosa muy corriente, sin más emociones que un día pasado con mis martillos de geólogo. Hay un cierto riesgo, pero lo mismo ocurre en toda excursión. Parto con entera confianza; cualquier hijo de vecino corre aventuras cien veces más peligrosas cada vez que sale de vacaciones. De modo que levante usted el ánimo, y hasta mañana, a más tardar.

Echó a andar a buen paso, lo vi abrir la puerta a la entrada del bosque y luego alejarse a la sombra de los árboles.

El día pasó lentamente, con una extraña oscuridad en el aire, y volví a sentirme prisionera en medio de los antiguos bosques, encerrada en una vieja región de misterio y pavor, olvidada por el mundo exterior y viviente, en la que todo parecía haber sucedido en un pasado lejano. Sentía a un tiempo temor y esperanza; a la hora de cenar creía oír de un momento a otro el paso del profesor en la sala y su voz celebrando no sé qué triunfo. Me dispuse a recibirlo con expresión alegre, pero cayó la noche y él no regresó.

A la mañana siguiente, cuando la criada vino a tocarme la puerta, le pregunté si había vuelto el señor. Me respondió que su dormitorio estaba abierto y vacío, y sentí al oírla la mano helada del desaliento. Pensé, sin embargo, que se había encontrado con buena compañía y que volvería a la hora del almuerzo, o por la tarde, y me llevé a los niños a pasear al bosque, haciendo lo posible por jugar y reírme con ellos y olvidarme de mis ideas de misterio y velado terror. Esperé hora tras hora, cada vez más preocupada. Volvió a caer la noche y nuevamente me encontró aguardando. Al cabo, mientras me forzaba a terminar la cena, oí pasos afuera y una voz de hombre.

Entró la criada y me miró con aire inquieto.

—Perdón, señorita —dijo—, Mr. Morgan, el jardinero, quiere hablar con usted un minuto, si no tiene inconveniente.

—Que pase, por favor —le respondí, y apreté los labios.

El viejo entró despacio y la criada cerró la puerta tras él.

—Tome asiento, Mr. Morgan —le dije—. ¿Qué quiere usted decirme?

—Bueno, señorita, Mr. Gregg me dio algo para usted ayer por la mañana, justo antes de irse; insistió mucho en que no se lo entregara hasta las ocho de la noche de hoy, las ocho en punto, si él no había vuelto a casa, y si volvía me dijo que se lo devolviera en propias manos. Como usted ve, señorita, Mr. Gregg todavía no ha llegado, de modo que más vale que le dé a usted el paquete.

Levantándose a medias del asiento se sacó algo del bolsillo y me lo entregó. Lo tomé en silencio y, viendo que Morgan no sabía qué hacer, le di las gracias y las buenas noches. Quedé sola en el comedor, con el paquete en la mano: estaba envuelto en papel, sellado y dirigido a mí, y llevaba escritas en la cubierta, con la letra amplia y suelta del profesor, las instrucciones que Morgan había repetido. Sentí un peso en el corazón al romper los sellos y dentro encontré un sobre, también con mi nombre pero abierto, y, sacando la carta, me puse a leer.

«Mi querida Miss Lally —comenzaba—. Para citar el viejo manual de lógica, el hecho de que lea usted esta nota entraña por necesidad que he cometido un grave error, y me temo que mi error convierte estas líneas en una despedida. Es prácticamente seguro que ni usted ni nadie volverá a verme. Habida cuenta de esta eventualidad he redactado mi testamento y espero que aceptará usted el pequeño recuerdo que le dejo, así como mi sincero agradecimiento por la manera en que unió su destino al mío. La suerte que he corrido es más desesperada y terrible de lo que nadie pueda imaginarse en sus sueños más absurdos, pero tiene usted derecho a conocerla, si así lo quiere. La llave del escritorio —con una etiqueta— se encuentra en el cajón izquierdo de la mesa de mi habitación. En el escritorio hallará un sobre grande, sellado y dirigido a usted. Le aconsejo que lo arroje al fuego en el acto; si así lo hace dormirá más tranquila por las noches. Pero si debe conocer la historia de lo ocurido, allí está escrita y puede usted leerla.»

El profesor Gregg había firmado con letra clara y firme. Volví al comienzo de la página y leí otra vez las palabras una a una, desencajada de pavor, las manos frías como el hielo y faltándome la respiración. El silencio absoluto en torno mío, la idea de los bosques y montes tenebrosos rodeándome por todas partes, me pesaban sobre el pecho: me sentía indefensa, sin fuerza, sin nadie a quien recurrir. Por último decidí que, así la verdad me persiguiera cada uno de los días de mi vida, tenía que saber el sentido de los extraños terrores que durante tanto tiempo me atormentaran, los terrores que me habían asediado, vagos, oscuros y atroces como las sombras del bosque al caer la noche. Seguí minuciosamente las instrucciones del profesor y, venciendo una última resistencia, rompí el sello del sobre y puse ante mí el manuscrito. Llevo siempre conmigo esas páginas y no puedo negarme a su muda petición de leérselas. Esto es lo que leí esa noche, junto a la lámpara.

La joven que se llamaba a sí misma Miss Lally dio lectura a la

Relación de William Gregg, F. R. S.
[1]
,
etcétera

Hace muchos años que tuve el primer atisbo de la teoría que hoy está casi, aunque no enteramente, confirmada por los hechos. Prepararon el terreno, en cierta medida, mis frecuentes lecturas de libros antiguos y olvidados, y años después, al dedicarme a los estudios de etnología en los que llegué a ser un especialista, me llamaron más de una vez la atención algunos datos que no se ajustaban a la opinión científica ortodoxa y que, al parecer, apuntaban a algo que se mantenía oculto a pesar de nuestras investigaciones. En particular llegué a convencerme de que, en gran parte, el folklore del mundo no es sino una relación exagerada de acontecimientos realmente ocurridos, y, sobre todo, me interesaron los cuentos de hadas que aún conservan las razas célticas. Aquí me parecía advertir lo que había de adorno y de hipérbole, la versión fantástica, el pueblo menudo vestido de verde y oro que juega entre las flores, y observaba una clara analogía entre el nombre de los personajes (supuestamente imaginarios) y la descripción de su aspecto y costumbres. En efecto, creo que nuestros lejanos antepasados llamaron a esos seres terribles «hadas buenas» justamente porque les tenían miedo, y les dieron formas encantadoras a sabiendas de que la verdad era todo lo contrario. También la literatura influyó decisivamente desde temprano en la transformación, de modo que los duendes juguetones de Shakespeare se hallan muy lejos del original y el horror se disimula con burlas y travesuras. No obstante, en los cuentos más viejos, esos que los hombres no escuchaban junto al fuego sin persignarse, la escena es muy distinta; un espíritu del todo opuesto se manifiesta en ciertos relatos de hombres, mujeres y niños desaparecidos, sin que se pueda saber cómo, de la faz de la tierra. Un campesino los veía pasar por el campo, dirigiéndose a una colina verde y redonda y luego no se les volvía a ver más; y se cuentan historias de madres que dejaron a su hijo durmiendo tranquilamente, con la puerta de la cabaña bien trancada por un leño, y al regresar no encontraron en la cuna al pequeño sajón sonrosado, sino a un niño flaco y consumido, de piel cetrina y ojos negros y relucientes, la criatura de otra raza. Existen mitos todavía más siniestros: el temor a la bruja y al hechicero, la perversidad funesta del aquelarre, la sospecha de que los demonios se han juntado con las hijas de los hombres. Y así como hemos convertido a la familia aciaga de las hadas en duendes traviesos pero benignos, nos ocultamos la inmunda malignidad de las brujas y sus compañeros con imágenes populares de una diablura de viejas, con escobas que vuelan y un cómico gato de pelos erizados. Los griegos daban a las furias horrendas el nombre de señoras benévolas y los pueblos del Norte hemos seguido su ejemplo. Continué mis investigaciones, robándole horas a otros trabajos de mayor obligación, y me hice esta pregunta: suponiendo que las tradiciones sean ciertas, ¿quiénes eran los demonios que asistían a los aquelarres? No hace falta decir que descarté lo que llamaría las hipótesis sobrenaturales de la Edad Media, y llegué a la conclusión de que las hadas y los diablos eran de una misma raza y origen, invenciones que, sin duda, exageró y deformó mucho la imaginación gótica de esos tiempos, aunque por mi parte estuviese persuadido de que, detrás de esas imágenes, subsistía un fondo negro de verdad. Algunas de las supuestas maravillas me hicieron titubear. Me resisto a admitir un solo caso concreto en que el espiritismo moderno tenga un mínimo de autenticidad, pero no me sentía enteramente dispuesto a negar que en alguna ocasión (digamos, un caso entre diez millones), la carne humana no sea el velo de poderes que nos parecen mágicos, poderes que, lejos de venir de las alturas y conducirnos a ellas, son en realidad supervivencias de las profundidades del ser. La ameba y el caracol poseen facultades que nos son ajenas, y yo creía poder explicar por la teoría de la reversión muchos fenómenos que se consideran por completo inexplicables. Mi posición era la siguiente: tenía buenas razones para creer que parte de la tradición más antigua e incólume de lo que llamamos las hadas se asienta en la realidad, y que el elemento estrictamente sobrenatural de estas tradiciones puede explicarse con la hipótesis de que una raza, que se quedó atrás en la gran marcha de la evolución, retuvo ciertos poderes que para nosotros resultan milagrosos. Esta es la teoría que elaboré para mis adentros; empecé a trabajar en función de ella y a encontrar confirmaciones en todo lo que estudiaba, los restos de un túmulo, la crónica de un periódico provinciano sobre las antigüedades locales, la literatura de toda clase. Entre muchos ejemplos, citaré la expresión «hombres de lenguaje articulado» que usa Homero, como si el poeta supiera o hubiese oído de pueblos cuyo idioma era tan tosco que apenas podía llamarse articulado; conforme a mi supuesto de una raza que se apartó de las demás, es fácil imaginar que esas gentes hablarían una jerga muy cercana a los ruidos inarticulados de los animales.

En ésas estaba, convencido de que, en todo caso, mi conjetura no se alejaba mucho de la verdad, cuando un día me llamó la atención algo leído por azar en una pequeña publicación de provincias. A primera vista parecía tratarse de una de esas sórdidas tragedias que suelen ocurrir en las aldeas: una joven desaparece y se difunden vulgares rumores sobre la suerte que ha corrido. Sin embargo, leyendo esas líneas, comprendí que el escándalo era una mera suposición, probablemente inventada para dar cuenta de unos hechos que, de otro modo, resultarían incomprensibles. Los vecinos de la pobre muchacha no proponían más teorías que una fuga a Londres o Liverpool, cuando no un cadáver en el fondo cenagoso de un estanque, con un peso atado al cuello, o quizá un asesinato. Pero mientras miraba distraídamente la noticia, una idea me pasó por la cabeza con la violencia de una descarga eléctrica: ¿y si acaso la raza oculta y feroz de los montes sobrevivía aún en lugares solitarios, en sierras desiertas, inalterada e inalterable como los sheltas turanios o los vascos españoles, repitiendo de vez en cuando los actos de crueldad de la leyenda gótica? He dicho que la idea me asaltó con violencia y, a decir verdad, perdí el aliento y me sostuve con ambas manos en los brazos de mi butaca, poseído de una confusión extraña de espanto y satisfacción. Fue como si uno de mis colegas de ciencias físicas, paseando por uno de los plácidos bosques de Inglaterra, se tropezara con un ictiosaurio, horror viscoso y abominable, el original de los cuentos en que un caballero da muerte a un enorme gusano, o viera al pterodáctilo, el dragón de las tradiciones, oscureciendo el sol. No obstante, en tanto que explorador resuelto del saber, la idea de este descubrimiento me llenaba de alegría; recorté la información del periódico, la guardé en un cajón de mi viejo escritorio y me prometí que sería tan sólo la primera pieza de una colección de la más excepcional importancia. Esa noche me quedé largo rato en el estudio soñando con las conclusiones que lograría demostrar y ni siquiera una reflexión más mesurada me hizo perder confianza. Sólo más tarde, volviendo sobre mi tesis con mayor serenidad, comprendí que tal vez me apresuraba al construir sobre bases poco estables, empecé a ver las cosas con prudencia y a repetirme que bien podían haber ocurrido los hechos como suponía la gente del lugar. En todo caso, me mantendría al acecho; me consolaba pensando que nadie más que yo se hallaba despierto y alerta, pues la gran multitud de pensadores e investigadores permanecía descuidada e indiferente, y quizá los hechos más notables sucedían, sin que se dieran cuenta, ante sus propios ojos.

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