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Authors: Arthur Machen

Los tres impostores (12 page)

BOOK: Los tres impostores
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Pasaron varios años antes de que añadiese un nuevo elemento a la colección y el segundo hallazgo, más que valioso en sí mismo, fue una simple repetición del primero; la única diferencia consistía en que la noticia provenía de otro lugar, igualmente remoto. Algo salí ganando, a pesar de todo, pues en el segundo caso, como en el primero, la tragedia sobrevino en una región agreste y desolada, lo cual confirmaba mi teoría. En cambio la tercera pieza resultó de un interés mucho más considerable. Sucedió que encontraron en unos montes perdidos, otra vez en un lugar desierto, lejos hasta de la carretera principal, el cadáver de un viejo y, a su lado, el instrumento con que le dieran muerte. Se echaron a correr rumores y conjeturas, pues el arma del crimen era un hacha de piedra muy primitiva, atada con cuerda de tripa a un mango de madera, lo cual suscitó las suposiciones más extravagantes e improbables. Comprobé, sin embargo, no sin cierto regocijo, que aun las teorías más disparatadas se hallaban lejos de la verdad. Por mi parte, me di el trabajo de entrar en correspondencia con el médico rural que participó en la investigación, hombre de cierta agudeza que se sentía completamente desconcertado. «No hablo por aquí de esas cosas —me escribió—, pero se lo digo a usted con franqueza, profesor Gregg: hay en este asunto un pavoroso misterio. El hacha de piedra ha quedado en mi poder y se me ocurrió la idea de probarla. Un domingo por la tarde, aprovechando que mi familia y los sirvientes habían salido, fui con ella al huerto detrás de casa y, oculto entre los álamos, llevé a cabo mis experiencias. Me fue absolutamente imposible manejar el hacha. No sé si su uso entraña un equilibrio particular, algún delicado ajuste de pesos que supone una larga práctica, o si sólo es posible dar el golpe recurriendo a un juego de músculos de que no soy capaz, pero le aseguro que volví a casa con una triste opinión de mi capacidad atlética. Me sentía como alguien sin experiencia que ensaya el juego del martillo en una feria: mi propia fuerza se volvía contra mí y me arrojaba hacia atrás con violencia mientras que el hacha caía inerte a mis pies. En otra ocasión hice la prueba con un hábil leñador del pueblo, pero —aunque lleva cuarenta años ganándose la vida con su hacha— nada pudo hacer tampoco con el instrumento de piedra y falló todos los golpes del modo más lamentable. En suma, si no fuera un supremo absurdo, me atrevería a afirmar que desde hace cuatro mil años no existe en la tierra nadie capaz de dar un buen golpe con el arma que sirvió para asesinar al viejo.» Ya se comprende que estas noticias fueron para mí preciosas; poco después logré averiguar otros detalles, y cuando me enteré de que el pobre hombre contaba historias inverosímiles de que había sido testigo por las noches en una colina de los alrededores, dando a entender que callaba maravillas nunca vistas, y también de que apareció muerto en esa misma colina, mi exaltación fue grande, pues me di cuenta de que había dejado atrás el terreno de la mera conjetura. El paso siguiente fue de importancia aún mayor. Hace muchos años que poseo un Sello extraordinario, un pedazo de piedra negra y opaca, de unas dos pulgadas de largo entre el mango y el timbre; el extremo que sirve de cuño es un tosco hexágono de una pulgada y cuarto de diámetro. El objeto recuerda uno de esos atacadores que se fabrican antes para apretar el tabaco en la pipa. Me lo hizo llegar de Oriente un agente, diciéndome que fue hallado en el lugar que ocupaba la antigua Babilonia. Los caracteres grabados en el Sello eran para mí un enigma insoluble. Parecía tratarse de una escritura cuneiforme, aunque con claras diferencias que advertí a primera vista, y todos mis esfuerzos por descifrar la inscripción, aplicando las más diversas hipótesis, resultaron infructuosos. El fracaso lastimó mi orgullo, y de tiempo en tiempo sacaba el Sello Negro para examinar detenidamente los signos, con tan vana perseverancia que llegué a conocer cada uno de ellos y hubiera sido capaz de trazar de memoria la inscripción sin cometer el más ligero error. Cuál no sería entonces mi sorpresa cuando un buen día recibí, de un corresponsal del oeste de Inglaterra, una carta y un documento que me dejaron atónito: sobre una gran hoja de papel estaban cuidadosamente dibujados los mismos caracteres del Sello Negro, sin modificación de ninguna clase, y arriba mi amigo había anotado:
Inscripción hallada sobre una piedra caliza en Grey Hills, Monmouthshire. Escrita con tierra roja, de factura muy reciente
. En la carta decía mi amigo: «Le envío la inscripción adjunta con todas las reservas del caso. Un pastor que pasó junto a la piedra hace una semana jura que no había entonces inscripción alguna. Los signos, como lo he señalado, han sido escritos con tierra roja sobre la piedra y son, por término medio, de una pulgada de altura. A mi juicio parecen de una escritura cuneiforme muy alterada, aunque por supuesto esto es imposible. Tal vez se trate de una broma o, lo que es más probable, de garabatos de gitanos, que abundan por estas partes. Como usted sabe, los gitanos usan jeroglíficos para comunicarse entre ellos. Visité casualmente el lugar donde se encuentra la piedra hace un par de días, en relación con un incidente más bien doloroso ocurrido aquí.»

Como es de suponer, respondí de inmediato a mi amigo, agradeciéndole la copia de la inscripción y preguntándole, como quien no quiere la cosa, por el incidente a que aludía. Para ser breve, diré que una mujer, llamada Cradock, cuyo marido había muerto la víspera, salió de su pueblo para dar la mala noticia a un primo que vivía a unas cinco millas de distancia, y tomó un atajo que atraviesa los Grey Hills. Mrs. Cradock, en ese entonces una mujer joven, no llegó nunca a casa de su pariente. Avanzada la noche, un granjero que había salido con su perro en busca de un par de ovejas extraviadas pasó por Grey Hills llevando a la mano una linterna. Le llamó la atención algo que describió como un gemido muy lastimero, que movía a compasión y lo condujo hasta donde se hallaba la desdichada Mrs. Cradock. La encontró agazapada junto a la piedra caliza, meciendo de un lado a otro la parte superior del cuerpo, y quejándose y llorando tan tristemente que el hombre no tuvo más remedio que taparse los oídos para no salir corriendo. Al cabo consiguió llevar a la mujer a su casa y una vecina vino a ocuparse de ella. La pobre no paró de llorar en toda la noche, mezclando sus quejas con palabras de una jerga incomprensible, y el médico que la atendía la declaró loca. Guardó cama una semana, gimiendo como alma en pena, según decía la gente, o hundiéndose en la inconsciencia. Se pensaba que la muerte del marido la había hecho perder el juicio y, en un primer momento, el médico no tenía esperanzas de salvarla. No hace falta que diga lo mucho que me interesó la historia. Rogué a mi amigo que me mantuviera al corriente de los detalles del caso; supe que en las seis semanas siguientes la mujer fue recobrando gradualmente el uso de sus facultades y que unos meses más tarde dio a luz a un hijo, que por desgracia resultó retrasado mental, y a quien bautizó con el nombre de Jervase. Estos eran los hechos conocidos en el pueblo; por mi parte, aunque palidecía con sólo imaginar las iniquidades que sin duda se habían perpetrado, consideraba que el episodio no dejaba lugar a dudas, y cometí la imprudencia de insinuar la verdad ante unos hombres de ciencias amigos míos. En el mismo instante en que pronunciaba las palabras me arrepentí amargamente de ellas, que revelaban el gran secreto de mi vida, pero descubrí en el acto, con alivio y también con indignación, que mis temores eran enteramente infundados, pues mis amigos se burlaron de mí en mi propia cara y me miraron como a un loco; a un tiempo sentí cólera y me reí para mis adentros, ya que entre esos necios me hallaba tan seguro como si hubiese confiado lo que sabía a las arenas del desierto. Entonces, habiendo llegado a saber tanto, resolví que lo sabría todo y centré mis esfuerzos en la tarea de descifrar la inscripción del Sello Negro. Este problema fue, durante muchos años, el único entretenimiento de mis ratos de ocio, puesto que, como es natural, otros deberes ocupaban la mayor parte de mi tiempo y sólo de cuando en cuando lograba reservar una semana a mis estudios. Si contara toda la historia de mis indagaciones esta reseña sería insoportable, pues no contendría sino la crónica de un largo y tedioso fracaso. Mis conocimientos de las escrituras de la Antigüedad eran, sin embargo, buenas armas para la caza, como llamé siempre a mis trabajos. Disponía de corresponsales entre los hombres de ciencia de Europa, y hasta de todo el mundo, y no podía creer que en nuestra época cualquier escritura, por ardua y antigua que fuera, resistiese mucho tiempo al proyector que fijaría sobre ella. Me equivocaba: hube de esperar catorce años antes de tener éxito. De año en año aumentaban mis obligaciones profesionales y disminuía mi tiempo libre. Sin duda esto me retrasó mucho y no obstante, cuando recuerdo esa época, me asombra el alcance tan vasto de mis investigaciones sobre el Sello Negro. Convertí mi estudio en un centro al cual llegaban transcripciones de escrituras de todo el mundo y todos los tiempos. Nada debía pasarme inadvertido: aceptaba y seguía hasta el final el más vago de los indicios. Tantas pistas recorrí y abandoné en el curso de los años que estuve a punto de desesperar. Bien podía el Sello Negro ser la única reliquia de una raza que desapareció sin dejar sobre la tierra ninguna otra huella de su existencia, extinguida, como se dice de la Atlántida, en algún gran cataclismo, y cuyos secretos se guardan ahogados en los mares o sepultados en el corazón de las montañas. La idea enfrió un poco mi entusiasmo y, aunque seguí adelante, fue con una fe menos firme. El azar vino en mi ayuda. Hallándome de visita en una importante ciudad del Norte, aproveché la oportunidad para conocer el excelente museo establecido tiempo antes en ese lugar, bajo la dirección de uno de mis corresponsales. Al examinar la vitrina de minerales me llamó la atención una de las piezas, un trozo de piedra negra de unas cuatro pulgadas cuadradas, cuyo aspecto me recordó en algo el Sello Negro. Lo levanté, casi sin reparar en lo que hacía, y al darlo vuelta descubrí, para mi sorpresa, una inscripción en la parte inferior. Cuidando de que la voz no me traicionara, le dije a mi amigo el director que el ejemplar me interesaba y le rogué que me permitiese llevármelo al hotel un par de días. No tuvo, por supuesto, ningún inconveniente; me retiré cuanto antes y comprobé que la primera impresión no me había engañado. Encontré dos inscripciones, una en caracteres cuneiformes ordinarios y la otra escrita con los mismos caracteres del Sello Negro. Comprendí en el acto que mi tarea estaba cumplida. Hice copias exactas de ambos textos y al llegar a mi estudio en Londres, con el Sello ante mí, pude plantearme seriamente el gran problema. La inscripción que figuraba en la pieza del museo era de por sí interesante, aunque sin relación con mi búsqueda, pero fue la transliteración lo que me permitió adueñarme del secreto del Sello Negro. En mis cálculos tuve que recurrir a una parte de conjetura; aquí y allá titubeaba ante un determinado ideograma, y un signo que se repetía una y otra vez en el Sello me desconcertó varias noches seguidas. Al final, sin embargo, tuve ante mí el secreto, escrito en buen inglés, y leí la clave de la aciaga transmutación ocurrida en las montañas. Apenas había escrito la última palabra y con dedos temblorosos rompí la hoja en los más diminutos fragmentos, los vi arder y ennegrecerse en el fuego y trituré lo que quedaba hasta dejarlo hecho un polvo finísimo. No he vuelto a escribir esas palabras; no escribiré nunca las frases que convierten a un hombre en el limo del cual proviene y lo obligan a revestir las carnes del reptil y la serpiente. Sólo quedaba por hacer una cosa. Ahora sabía la verdad, pero quería ver con mis propios ojos y, al cabo de un tiempo, logré alquilar una casa en las inmediaciones de Grey Hills, a poca distancia de donde vivían Mrs. Cradock y su hijo Jervase. No es preciso que haga una relación detallada de los hechos aparentemente inexplicables ocurridos aquí, donde escribo estas páginas. Estaba persuadido de antemano de que Jervase Cradock tendría en las venas la sangre de la «gente menuda», y supe más tarde que se había encontrado varias veces con sus parientes en lugares solitarios de esta tierra solitaria. Mucho me temo que sentí más alegría que compasión el día que me llamaron del jardín y hallé al pobre muchacho en pleno ataque, barboteando y silbando la horrible jerga del Sello Negro: sus labios dejaban escapar los secretos del infierno y la palabra ominosa,
Ishakshar
, cuyo sentido no debo revelar. Pero hay un incidente que no puedo pasar en silencio. Una noche me despertaron los sonidos sibilantes que conocía tan bien; al llegar al cuarto de Jervase le encontré en medio de convulsiones y echando espuma por la boca; se agitaba en la cama como para librarse de demonios que lo tuvieran asido. Lo llevé a mi estudio y encendí la lámpara mientras se retorcía por el suelo, implorando al poder metido en su carne que lo dejara. Vi el cuerpo hincharse y distenderse como una vejiga, vi la cara volverse negra ante mis ojos; al llegar la crisis hice lo necesario según las instrucciones del Sello y, apartando todo escrúpulo, me transformé en un hombre de ciencia que observaba lo que ocurría. Fui testigo de una escena horrible, que rebasaba toda concepción humana y la fantasía más delirante. Algo salió del cuerpo que se arrastraba por el suelo, un tentáculo viscoso que atravesó oscilante toda la habitación, levantó el busto de encima del armario y lo puso junto a mi escritorio.

Más tarde, cuando todo hubo terminado, pasé el resto de la noche caminando de un lado a otro, demudado y temblando, el cuerpo empapado de sudor. Traté, en vano, de recobrar la serenidad. Me dije, y es cierto, que no había asistido a nada sobrenatural, que un caracol que alarga y esconde los cuernos es, en menor escala, ejemplo de lo que había visto, y, sin embargo, el terror vencía mis razonamientos y me dejaba desfalleciente y odiándome a mí mismo por la parte que me tocara en lo sucedido esa noche.

Poco tengo que añadir. Ahora voy a la prueba y el encuentro final. He decidido que nada debe faltar y que veré a la «gente menuda» cara a cara. Para ayudarme dispongo del Sello Negro y de mi conocimiento de los secretos. Si por desgracia no regreso, no hace falta conjurar aquí una imagen de lo que será mi destino.

Tras detenerse un momento al terminar la exposición del profesor Gregg, Miss Lally siguió contando su historia con las siguientes palabras:

«Este fue el relato casi increíble que el profesor dejó tras de sí. Acabé de leerlo muy entrada la noche y a la mañana siguiente pedí a Morgan que viniese conmigo y recorrimos los Grey Hills tratando de encontrar alguna huella del profesor. No lo cansaré a usted describiéndole esa región agreste, enteramente deshabitada, ni los montes yermos de peñascos enormes a los que los estragos del tiempo han dado un aspecto fantástico de hombres y animales. Por último, tras muchas horas de búsqueda agotadora, dimos con las cosas que le he dicho —el reloj y la cadena, la cartera y el anillo— envueltas en un pedazo del tosco pergamino. Cuando Morgan cortó la cuerda y vi el contenido del paquete no pude contener las lágrimas, pero de pronto distinguí en el pergamino los signos nefastos del Sello Negro y me quedé sin habla, sobrecogida de espanto; creo que en ese momento comprendí por primera vez la espantosa suerte que había corrido el que fuera mi benefactor.

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