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Authors: Arthur Machen

Los tres impostores (9 page)

BOOK: Los tres impostores
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Sin embargo, aun con esta imagen de misterio siempre presente en mi espíritu, me rendí enteramente al encanto del sitio. Sobre la vieja casa de la ladera comenzaba el gran bosque, una línea larga y oscura vista desde las colinas del otro lado, que se extendía varias millas de norte a sur encima del río, y que al norte terminaba en parajes todavía más inhóspitos, montes crudos y yermos, páramos y quebradas, región extraña que nadie visita, más desconocida para los ingleses que el corazón mismo del África. La casa sólo estaba separada del bosque por un par de campos en aguda pendiente, y los niños me seguían de buena gana por los estrechos senderos que, pasando entre matorrales y muros de hayas relucientes, iban a dar al punto más elevado. Desde ese lugar mirábamos, de un lado, a través del río, los campos que se hundían y levantaban hasta llegar a la gran muralla de la sierra, al oeste; del otro, las ondas de los árboles innumerables del bosque, los prados y terrenos llanos y, al fondo, el delgado perfil de la costa y el mar amarillo y esplendoroso. Aquí solía sentarme, en la hierba calentada por el sol que marcaba el trazado de la Calzada Romana, mientras los dos niños corrían en torno recogiendo bayas. Aquí, bajo el hondo cielo azul y las grandes nubes, viejos galeones de velas hinchadas que navegaban del mar a las montañas, vivía sólo para mi deleite, escuchando el susurro mágico del bosque antiquísimo; más tarde creía recordar extrañas cosas cuando, al volver a casa, encontraba al profesor Gregg encerrado en la pequeña habitación que le servía de estudio o paseando por la terraza, con la mirada paciente y entusiasta de quien está absorbido en su búsqueda.

Una mañana, a los ocho o nueve días de llegar, me asomé a la ventana para descubrir que el paisaje se había transformado. Las nubes, muy bajas, ocultaban las montañas del oeste; un viento del sur arrastraba gruesas columnas de lluvia valle arriba, y el arroyo que pasaba bajo la casa, al pie de la colina, era un rojo torrente enfurecido que se arrojaba al río. Por fuerza tuvimos que quedarnos en casa, y cuando hube terminado con los niños fui a sentarme a un salón en cuyas viejas estanterías se amontonaban aún los restos de una biblioteca. Una o dos veces había echado un vistazo a los libros pero ninguno me llamó la atención; eran colecciones de sermones del siglo dieciocho, un viejo tratado de albeitería, una antología de poemas escritos por «persona de calidad», la
Connection
de Prideaux y algún tomo suelto de Pope: parecía indudable que todo lo que tuviera valor o interés había sido retirado. Ese día volví a examinar con verdadera desesperación las mohosas encuadernaciones de becerro o pergamino y, para mi grata sorpresa, encontré un magnífico volumen en cuarto, impreso por los Stephani, que contenía los tres libros de Pomponio Mela,
De Situ Orbis
, junto con otros geógrafos de la Antigüedad. Sé bastante latín como para orientarme en un texto no muy complicado y pronto quedé absorta en la curiosa mezcla de fantasía y realidad, la luz que resplandece en un espacio reducido del mundo mientras que alrededor sólo hay niebla, sombras y formas atroces. Recorriendo las páginas de nítidos caracteres puse los ojos en el título de un capítulo de Solino y leí las palabras:

Mira de intimis gentibus Libyae, de lapide Hexecontalitho.

«Prodigios de las gentes que habitan el interior de Libia y de la piedra llamada Sesenta.»

Me atrajo lo curioso del título y seguí leyendo:

Gens ista avía et secreta habitat, in montibus horrendis foeda mysteria celebrat. De hominibus nihil aliud illi praeferunt quam figuram, ab humano ritu prorsus exulant, oderunt deum lucís. Stridunt potius quam loquuntur; vox absona nec sine horrare auditur. Lapide quodam gloriantur, quem Hexecontalithon vocant; dicunt enim hunc lapidem sexaginta notas ostendere. Cujus lapidis nomen secretum ineffabile colunt: quod Ixaxar.

«Estas gentes —traduje para mí— habitan lugares remotos y ocultos, y en los montes horrendos celebran inmundos misterios. Nada tienen en común con los hombres, salvo el rostro, y las costumbres humanas les son enteramente ajenas; aborrecen el sol. Chillan más que hablan; sus voces son desapacibles y no pueden oírse sin horror. Se jactan de una piedra que llaman Sesenta, porque dicen que en ella se leen sesenta caracteres. Esta piedra tiene un nombre secreto e inefable, que es Ixaxar.»

Me reí de la rara incoherencia de esta página, que juzgué digna de Simbad el Marino o de cualquier suplemento de las
Mil y una noches
. Ese día, al encontrarme con el profesor Gregg, le hablé de mi descubrimiento en la biblioteca y de los fantásticos disparates que había estado leyendo. Cuál no sería mi sorpresa al ver que me escuchaba con el más vivo interés.

—Muy curioso, por cierto —dijo—. No creía que valiese la pena leer a los geógrafos antiguos y veo que he perdido mucho. ¡Ah!, éste es el pasaje. Es una vergüenza robarle su entretenimiento, pero creo que debo llevarme el libro.

Al día siguiente el profesor me mandó llamar al estudio. Lo encontré sentado a la mesa, sobre la cual daba la luz de la ventana, mirando algo muy atentamente a través de una lupa.

—Miss Lally. quisiera valerme de sus ojos —comenzó diciendo—. Esta lupa es bastante buena, pero no se puede comparar con la que dejé en la ciudad. ¿Le importaría mirar usted misma y decirme cuántos caracteres hay inscritos?

Me entregó el objeto que tenía en la mano. Era el Sello Negro que me había mostrado en Londres, y el corazón me latió más de prisa al pensar que estaba a punto de saber algo. Tomé el Sello y, llevándolo bajo la luz, conté una a una las grotescas inscripciones en forma de dagas.

—Yo cuento sesenta y dos —dije al terminar.

—¿Sesenta y dos? ¡Qué dice usted! Es imposible. ¡Ah!, veo lo que ha pasado. Cuenta usted ésta y esta otra —y señaló dos marcas, que a mis ojos pasaban por letras iguales a las demás.

—Sí, sí —añadió el profesor Gregg—, pero es claro que se trata de dos rasguños, hechos por azar, me di cuenta en el acto. Está muy bien, entonces; muchas gracias, Miss Lally.

Ya me iba, más bien decepcionada de que me hubiese llamado sólo para contar las marcas del Sello Negro, cuando de pronto recordé lo que leyera el día anterior.

—¡Profesor Gregg! —exclamé, casi sin aliento—. ¡El Sello, el Sello! Es la piedra
Hexecontalithos
de la que habla Solino; es Ixaxar.

—Sí, supongo que sí —contestó—. O podría ser una simple coincidencia. En estas cosas, ya lo sabe usted, no se está nunca demasiado seguro. La coincidencia mató al profesor.

Salí del estudio intrigada por lo que había escuchado y sin hallar el hilo que me guiara en el laberinto de hechos tan extraños. El mal tiempo duró tres días y pasó de una lluvia torrencial a una espesa neblina, húmeda y fría; teníamos la impresión de vivir en el centro de una nube blanca que nos aislaba como un velo del resto del mundo. El profesor Gregg, encerrado en su despacho, no parecía dispuesto a hacer confidencias ni a sostener conversaciones de ninguna clase; lo oía caminar de un lado a otro, con paso rápido e impaciente, como si estuviese harto de tanta inacción. Al cuarto día amaneció el cielo despejado y mientras desayunábamos el profesor me dijo:

—Necesitamos más gente para el servicio de la casa, ¿no le parece? Un chico de quince o dieciséis años. Hay muchos trabajos menudos que quitan tiempo a las criadas y un chico los haría mucho mejor.

—Las criadas no se han quejado —le respondí—. Es más, Anne me decía que tiene mucho menos trabajo que en Londres, porque aquí casi no hay polvo.

—¡Ah, sí, excelentes muchachas! Pero creo que nos irá mucho mejor con un chico. Hace dos días que eso me tiene preocupado.

—¿Preocupado? —repetí, verdaderamente sorprendida, porque el profesor no se había interesado nunca en lo más mínimo por los asuntos de la casa.

—Sí —me dijo—, la culpa es del clima, ¿sabe usted? La verdad es que no podía salir con esa niebla escocesa; no conozco la región y me hubiera perdido. Pero esta misma mañana salgo en busca del chico.

—¿Y cómo sabe usted que encontrará justamente lo que busca por estos alrededores?

—Ah, eso no lo dudo. Tendré que andar a lo sumo una o dos millas, pero estoy seguro de encontrar al chico que necesito.

Pensé que se trataba de una broma, pero aunque el tono fuese de buen humor, había en las facciones del profesor algo de grave y decidido que me dejó perpleja. Echó mano del bastón, se detuvo en la puerta con aire de reflexionar, y me habló otra vez cuando yo pasaba por la sala.

—A propósito, Miss Lally, hay algo que quería decirle. Habrá oído usted que algunos chicos campesinos no son nada despiertos. Sería demasiado duro usar la palabra «idiotas»; creo que en la región los llaman «naturales» o algo así. Espero que no le importe si el muchacho que busco no resulta muy listo. Por supuesto, será enteramente inofensivo y para lustrar zapatos no se requieren grandes facultades mentales.

Dicho esto salió de la casa y lo vi alejarse por el camino que lleva al bosque. Me quedé estupefacta. Por primera vez se añadía
a
mi asombro una súbita nota de terror: no sé en qué momento surgió, y yo misma no logré explicármelo, pero sentí en el corazón un frío mortal y ese miedo de lo desconocido que carece de forma y es peor que la propia muerte. Traté de hallar valor en la brisa suave que soplaba del mar y en la luz del sol después de la lluvia, pero los bosques misteriosos parecían oscurecerse a mi alrededor, y la imagen del río demorándose entre los cañaverales, y el gris plateado del antiguo puente, infundieron en mi espíritu símbolos de un vago temor, tal como la imaginación de los niños les hace sentir miedo de las cosas más sencillas y familiares.

El profesor Gregg regresó dos horas más tarde. Lo encontré mientras venía por la carretera y le pregunté si había dado con el chico.

—Sí, por cierto —me contestó—. Encontré uno muy fácilmente. Se llama Jervase Cradock y creo que puede sernos muy útil. Su padre murió hace varios años y la madre, con quien hablé, parece muy contenta de disponer los sábados por la noche de unos cuantos chelines que no se esperaba. Como me lo suponía, no es muy despierto, y la madre dice que a veces tiene convulsiones, pero como no se encargará de la vajilla eso no tiene importancia, ¿no le parece? No es peligroso, en absoluto, sólo un poco retrasado.

—¿Cuándo viene?

—Mañana a las ocho de la mañana. Anne le dirá lo que debe hacer y cómo hacerlo. Al comienzo se irá todas las noches, pero luego tal vez le convenga más dormir aquí y volver a su casa sólo los domingos.

Nada podía yo contestar. El profesor Gregg hablaba tranquilamente, como si se tratase de algo muy natural y, en efecto, lo era, pero a pesar de ello no salía yo de mi asombro. Sabía muy bien que las sirvientas no necesitaban ayuda de nadie y lo más inquietante de todo me parecía el haberse cumplido al pie de la letra la predicción de que el muchacho resultaría un poco «simple». A la mañana siguiente la criada me dijo que estaba tratando de enseñarle al chico Cradock, que había llegado a las ocho, algo que fuese de alguna utilidad. «El pobre no ha inventado la pólvora, señorita», añadió por único comentario. Lo vi yo misma unas horas más tarde, mientras ayudaba al viejo encargado del jardín. Era un chico de unos catorce años, de ojos negros, pelo negro y piel aceitunada, y en cuanto reparé en la extraña expresión vacía de los ojos comprendí que se trataba de un retrasado mental. Se tocó torpemente la frente al verme y lo oí que respondía al jardinero con una voz áspera y desagradable que me llamó la atención; se hubiera dicho alguien que hablara desde el fondo de la tierra, con ruidos sibilantes como los chirridos del fonógrafo cuando la punta raspa el cilindro. Luego me dijeron que estaba ansioso de hacer lo que podía, que era dócil, obediente y —me lo aseguró Morgan, el jardinero, que conocía a la madre— completamente inofensivo.

—Siempre ha sido un poquito tocado —me dijo—, y no es de extrañar, con lo que sufrió la madre antes de que naciera. Yo conocía bien al padre, Thomas Cradock, que por cierto fue un artesano de primera. Le dio no sé qué al pulmón de tanto trabajar la madera húmeda, no se repuso nunca y un buen día se murió, de repente. Dicen que Mrs. Cradock perdió la cabeza; la encontró Mr. Hyller, Ty Coch, perdida por allá, en los Grey Hills, llora que te llora como alma en pena. Jervase nació ocho meses después y, como le iba diciendo, fue siempre un poco tocado. Dicen que apenas sabía caminar y ya les pegaba unos sustos tremendos a los demás chicos con los ruidos que hacía.

Algo de lo que dijo el jardinero me sonaba a conocido y despertó mi curiosidad; sin saber muy bien por qué, le pregunté dónde se hallaban los Grey Hills.

—Allá arriba —respondió, señalando a lo lejos—. Pasa usted ante la taberna del Zorro y los Perros y atraviesa el bosque por las viejas ruinas. Es a unas cinco millas, un lugar de lo más raro. Dicen que no hay tierras más pobres de aquí a Monmouth, aunque se encuentran buenos pastos para ovejas. Sí, triste cosa lo de la pobre Mrs. Cradock.

El viejo volvió a sus tareas y yo seguí paseando por el sendero entre los espaldares secos y retorcidos por los años, dándole vueltas a la historia y tratando de precisar el detalle que me recordaba algo. De pronto comprendí: había visto el nombre de los Grey Hills en el recorte amarillento que el profesor Gregg sacó del cajón de su escritorio. Una vez más temblé a un tiempo de curiosidad y de miedo; recordé los extraños caracteres copiados de la roca caliza; iguales a los inscritos en el antiguo Sello, y las fábulas fantásticas del geógrafo latino. Supe más allá de toda duda que, a menos que la coincidencia hubiese montado la escena y dispuesto estos improbables acontecimientos con el arte más refinado, no tardaría en ser espectadora de hechos muy ajenos al tráfago habitual de la vida. A partir de entonces no dejé pasar un solo día sin observar al profesor Gregg. Me di cuenta de que seguía la pista con ansiedad, hasta tal punto que adelgazaba a simple vista. Al atardecer, cuando caía el sol en el horizonte de la sierra, el profesor caminaba de un lado a otro por la terraza sin levantar la vista del suelo, mientras la niebla se extendía por el valle, la quietud del crepúsculo acercaba las voces distantes y una columna de humo azul surgía de la chimenea que se levantaba en forma de rombo sobre la granja gris, al igual que la mañana de mi llegada. He dicho que era de inclinación escéptica pero, aunque entendía poco o nada, empecé a sentir miedo y de nada me valía repetirme los dogmas científicos, según los cuales la vida es sólo un fenómeno material y en el sistema del universo no quedan tierras por descubrir, ni siquiera en las más remotas estrellas donde lo sobrenatural tiene su asiento. En medio de estas reflexiones me asaltaba la idea de que, en realidad, la materia es tan terrible y desconocida como el espíritu, y de que la propia ciencia sólo llega hasta el umbral y apenas si logra atisbar los prodigios del interior.

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