Read Los tres impostores Online
Authors: Arthur Machen
Mr. Phillips, que había escuchado la historia con paciencia ejemplar, titubeó un momento antes de responder.
—Mi querida señora —dijo por fin—, ha sabido usted ganarme a su servicio no sólo como hombre, sino también como estudioso de las ciencias. En tanto que semejante suyo, la compadezco profundamente; debe usted haber sufrido mucho con lo que vio o, mejor dicho, con lo que creyó ver. En efecto, en tanto que observador científico, mi deber es decirle llanamente la verdad que, además de ser la verdad, servirá para consolarla. Permítame rogarle que describa a su hermano.
—Por supuesto —dijo ansiosamente la joven—. Puedo describirlo con todo detalle. Mi hermano es un hombre de aspecto juvenil, pálido, de finos bigotes negros. Usa anteojos. Mira siempre nerviosamente de un lado a otro con expresión más bien tímida, casi asustada. ¡Piénselo bien! Seguramente lo ha visto. Tal vez acostumbra usted pasear por este barrio; muy bien puede habérselo encontrado algún sábado. Acaso me equivoco cuando digo que entró por esa calle; quizá siguió de largo y se cruzó con usted. ¡Por favor, señor, dígame si lo ha visto!
—Me temo que no voy muy atento mientras paseo —contestó Phillips, quien hubiera pasado al lado de su madre sin darse cuenta—, pero su descripción es admirable. Ahora, ¿puede usted describirme a la persona que, según dice, llevaba a su hermano del brazo?
—No, no puedo. Ya le he dicho que era una cara sin ningún rasgo ni expresión particular.
—Exactamente: no puede describir lo que no ha visto nunca. Apenas si es preciso que le señale la conclusión ineludible: ha sido usted víctima de una alucinación. Esperaba ver a su hermano, se sentía alarmada por su tardanza y —sin duda, inconscientemente— su cerebro empezó a trabajar y, por último, vio usted una simple proyección de sus propias ideas morbosas, una visión de su hermano ausente y una confusión aterradora encarnada en una figura que no es capaz de describir. Naturalmente, lo único que sucede es que, cualquiera que sea la razón, su hermano no ha podido venir a verla como de costumbre. Supongo que tendrá usted noticias suyas dentro de uno o dos días.
La señora miró gravemente a Mr. Phillips. Durante un instante pareció brillarle en los ojos una chispa de regocijo, pero luego se le fue ensombreciendo la cara ante las conclusiones dogmáticas a que llegaba el hombre de ciencia de modo tan irresistible.
—¡Ah! No sabe usted —dijo—. No puedo dudar de mis propios sentidos. Tal vez he tenido experiencias aún más terribles. Reconozco la fuerza de su razonamiento, pero una mujer tiene intuiciones que no engañan. Créame usted, no soy una histérica; tómeme el pulso, es completamente normal.
Extendió la mano con un gesto de coquetería y una mirada que, a pesar suyo, sedujeron a Phillips. La mano era suave, blanca y tibia, y cuando, un poco turbado, puso los dedos sobre la vena azul del pulso, se sintió hondamente conmovido por el espectáculo de amor y pesadumbre que tenía ante los ojos.
—No —dijo, soltando la muñeca de la joven—, es evidente que, como usted dice, está en sus cabales. Piense, sin embargo, que las personas con vida no tienen manos de cadáver. Son cosas que no suceden. Es posible, por supuesto, que viera usted a su hermano con otro caballero y que algún asunto urgente le impidiera detenerse. En cuanto a esa mano tan extraordinaria, bien puede haber tenido una deformidad, un dedo perdido en un accidente o algo por el estilo.
La dama negó tristemente con la cabeza.
—Veo que es usted un racionalista decidido —observó—. ¿No me ha oído usted decir que he tenido experiencias aún más terribles? Yo también fui una vez escéptica, pero después de lo que he sabido no puedo fingir que dudo.
—Señora —respondió Mr. Phillips—, nadie podrá hacerme renegar de mi fe. No creeré nunca, ni afectaré que creo, que dos y dos son cinco, y por nada en el mundo admitiré que existen triángulos de dos lados.
—Es usted algo apresurado. ¿Me permite preguntarle si ha oído el nombre del profesor Gregg, la eminencia en etnología y otros campos afines?
—¿Que si he oído su nombre? Mucho más que eso. Siempre lo he considerado como uno de los más agudos y serenos observadores; su último libro, el
Manual de Etnología
, me parece admirable en su género. Más aún, el libro acababa de llegar a mis manos cuando me enteré del terrible accidente que interrumpió la carrera de Gregg. Entiendo que alquiló durante el verano una casa de campo al oeste de Inglaterra y que, según parece, se ahogó en el río. Si mal no recuerdo, el cuerpo no fue hallado.
—Señor, me doy cuenta de que es usted un hombre discreto —dijo la joven—. Así lo veo por su conversación, y hasta el título del libro que ha citado me convence de que no estoy ante una persona frívola y superficial. En una palabra, creo que puedo confiar en usted. Parece suponer que el profesor Gregg ha muerto. No tengo ninguna razón para pensar que así sea.
—¡Cómo! —exclamó Phillips, asombrado e inquieto—. ¿Quiere usted darme a entender que ha ocurrido algo vergonzoso? No lo puedo creer. Gregg era hombre de honradez intachable, de gran generosidad en su vida privada y, aunque yo mismo no tenga ilusiones en ese sentido, creo que fue un cristiano sincero y ferviente. ¿No insinuará usted que tuvo que huir del país a causa de una historia deshonrosa?
—Otra vez se apresura usted —dijo la dama—. Nada de eso he dicho. En pocas palabras, el profesor Gregg salió de su casa una mañana en perfecta salud física y mental. No volvió nunca, pero tres días más tarde, en una ladera desierta y enmarañada, a varias millas del río, se encontraron su reloj y su cadena, un portamonedas con tres soberanos de oro, unas cuantas monedas de plata y el anillo que solía llevar en la mano. Las cosas se hallaron al lado de una piedra caliza de forma fantástica, envueltas en un tosco pergamino sujeto con cuerda de tripa. Al abrir el paquete se vio que la parte interior del pergamino contenía una inscripción, trazada con una sustancia roja; los caracteres eran indescifrables y parecían de una rudimentaria escritura cuneiforme.
—Me interesa usted muchísimo —dijo Phillips—. ¿Le importaría contarme toda la historia? Las circunstancias que ha mencionado son, a primera vista, del todo incomprensibles y me hacen desear una explicación.
La joven pareció meditar un instante y luego empezó a contar la
Ahora debo darle más detalles de mi propia historia. Soy hija de un ingeniero civil, de nombre Steven Lally, quien tuvo la desgracia de morir súbitamente al comienzo de su carrera, antes de haber reunido medios suficientes para mantener a su esposa y a sus dos hijos. Mi madre logró sacar adelante nuestro pequeño hogar con recursos que deben haber sido increíblemente escasos; vivíamos en una remota aldea de provincias, donde todo lo indispensable cuesta menos que en la ciudad, pero aun así mi hermano y yo fuimos criados en la más estricta economía. Mi padre, hombre inteligente y cultivado, nos dejó una biblioteca, pequeña pero seleccionada, en la que figuraban los mejores clásicos griegos, latinos e ingleses, y esos libros fueron nuestro único entretenimiento. Recuerdo que mi hermano aprendió latín en las
Meditationes
de Descartes, y a mi vez, en lugar de los cuentos que leen las niñas, no tuve a la mano nada más encantador que una traducción de la
Gesta Romanorum
. Así crecimos, callados y estudiosos, y con el tiempo mi hermano llegó a ganarse la vida, como le he dicho. Yo seguí viviendo en casa; mi pobre madre había quedado inválida y necesitaba mis cuidados; murió hace unos dos años, tras varios meses de dolorosa enfermedad. Me encontré en una situación terrible; los muebles apenas bastaron para pagar las deudas que me había visto obligada a contraer y envié los libros a mi hermano, pensando en el valor que les daría. Estaba absolutamente sola; sabía muy bien lo poco que ganaba mi hermano y, aunque él pagó mis gastos cuando vine a Londres con la esperanza de hallar un empleo, me juré que esto sólo duraría un mes y que si pasado ese plazo no conseguía trabajo, preferiría morirme de hambre antes que privarlo de las pocas libras que había ahorrado para un caso de necesidad. Alquilé una pequeña habitación en un suburbio lejano, la más barata que encontré; me alimentaba de té y pan y pasaba el tiempo contestando en vano a los anuncios y, aún más en vano, yendo a pie hasta las direcciones de que tomaba nota. Pasaron uno y otro día, una y otra semana sin que tuviera éxito, hasta que llegó el último día del plazo que me había fijado y vi abrirse ante mí la sombría perspectiva de una muerte lenta por inanición. La propietaria era, a su modo, mujer de buenos sentimientos, me sabía sin recursos y estoy segura de que no me hubiera echado a la calle: sólo me quedaba entonces irme sin decirle nada, para morir en un lugar tranquilo. Era invierno y al comenzar la tarde cubría la ciudad una espesa niebla blanca que se iba adensando a medida que pasaban las horas; recuerdo que, como era domingo, las gentes de casa habían ido al templo. A eso de las tres de la tarde salí a hurtadillas y me alejé lo más aprisa que pude, aunque me sentía débil del poco comer. Un vapor blanco envolvía las calles en silencio. Las ramas desnudas de los árboles estaban cubiertas de escarcha y, en las vallas de madera y bajo mis pies, en el suelo frío y cruel, relucían los cristales de la helada. Seguí andando, doblando las esquinas a la derecha y a la izquierda, sin mirar el nombre de las calles por donde pasaba; los recuerdos de mi larga caminata ese domingo por la tarde parecen los fragmentos despedazados de un mal sueño. Avanzaba vacilante, sumida en una visión confusa, a través de caminos que eran a medias de la ciudad y a medias del campo, viendo a un lado tierras grises que se perdían en un oscuro mundo de neblina y al otro cómodas villas con las paredes iluminadas por el resplandor de las chimeneas; todo era irreal, los rojos muros de ladrillo y las ventanas encendidas, los árboles imprecisos y los prados de luz dudosa, los mecheros de gas que relucían como estrellas en las sombras blancas, las perspectivas en fuga de las vías del tren bajo los altos parapetos, el rojo y el verde de las señales luminosas: imágenes fugaces que destellaban en mi cerebro cansado y en mis sentidos embotados por el hambre. De cuando en cuando resonaban en el pavimento unos pasos y junto a mí pasaba un transeúnte muy abrigado, caminando rápidamente para no perder el calor, y sin duda anticipando con impaciencia el placer del hogar encendido, las cortinas corridas sobre las ventanas heladas y la bienvenida de sus amigos; pero el aire no tardó en oscurecerse, empezó a caer la noche, encontré cada vez menos gente y seguí recorriendo las calles desiertas. Me tambaleaba en medio del blanco silencio, inconsolable como si pisara las calles de una ciudad sepultada; a cada paso me sentía más débil y fatigada, y algo del horror de la muerte me apretaba el corazón. De pronto, al dar vuelta a una esquina, alguien se acercó a mí junto a un farol y una voz me preguntó cortésmente cómo llegar a la calle Avon. Escuchar una voz humana fue una sorpresa abrumadora que me robó las pocas fuerzas que me quedaban; caí por tierra hecha un ovillo y rompí a sollozar, a llorar, a reír, presa de un violento ataque de histeria. Había salido dispuesta a morir y en el momento de cruzar el umbral de la casa donde hallara albergue me despedí conscientemente de todas las esperanzas y todos los recuerdos; la puerta se cerró detrás mío con un ruido atronador y sentí que una cortina de hierro había caído sobre los breves episodios de mi vida, que muy poco me restaba en un mundo de sombra y tristeza: entraba en escena en el primer acto de la muerte. Luego fue mi vagar por la niebla, mientras la blancura envolvía todas las cosas, a través de calles solitarias y en el silencio amortecido, hasta que la voz se dirigió a mí como si hubiese muerto y ahora volviese a la vida. Tardé unos minutos en dominarme y al ponerme de pie me vi frente a un caballero de edad madura y aspecto respetable, vestido con discreta elegancia. Me miró con expresión de piedad y, antes que atinara a decirle que no conocía el barrio, pues lo cierto es que no tenía la más mínima idea de dónde me hallaba, fue él quien habló:
—Mi querida señora, parece usted en graves apuros. No se imagina cuánto me alarma. ¿Me permite preguntarle qué le sucede? Le aseguro que puede confiar en mí.
—Es usted muy amable, pero me temo que no hay nada que hacer —le respondí—. No me queda ninguna esperanza.
—¡Qué tontería! Es usted demasiado joven para hablar así. Venga conmigo, caminemos juntos un poco y explíqueme sus dificultades. Tal vez pueda yo ayudarla.
Había algo de tranquilizador y persuasivo en sus modales y, caminando a su lado, tras contarle en pocas palabras mi historia, le confesé la desesperación que me abrumara casi hasta la muerte.
—Hizo usted mal en darse por vencida tan completamente —me dijo cuando terminé de hablar—. Un mes es demasiado poco tiempo para abrirse camino en Londres. Londres, permítame que se lo diga, Miss Lally, no es una ciudad abierta y sin defensas, sino una plaza fuerte, rodeada de un doble foso de lo más intrincado. Como ocurre siempre en las grandes ciudades, las condiciones de vida se han vuelto en extremo artificiales; el hombre o la mujer que pretenda conquistar la plaza se encontrará, no con una simple estacada, sino con varías líneas apretadas de trampas, minas y otros mecanismos, que sólo pueden superar los atacantes de rara habilidad. Usted, en su inocencia, creyó que bastaba gritar ante las murallas para verlas desplomarse, pero ya ha pasado la época de victorias tan sorprendentes. Ánimo, señorita; no pasará mucho tiempo sin que aprenda usted el secreto del éxito.
—¡Ah, señor! —le respondí—. No dudo de que sus conclusiones sean exactas, pero en este momento estoy a punto de morirme de hambre. Habla usted de un secreto: dígamelo, por amor de Dios, si tiene usted alguna compasión de mis sufrimientos.
Se rió de buena gana:
—Eso es lo más curioso. Quienes conocen el secreto no pueden decirlo, aunque quieran; es tan inefable como la doctrina central de la masonería. Pero le diré una cosa: que por lo menos ha entrado usted en la corteza del misterio —y volvió a reírse.
—No se burle de mí, se lo ruego —le dije—. ¿Qué he hecho yo,
que sais-je
? Soy tan ignorante que no tengo la menor noción de cómo ganarme la próxima comida.
—Perdóneme. ¿Me pregunta usted qué ha hecho? Se ha encontrado usted conmigo. No discutamos más. Veo que se ha educado usted misma, la única manera de educarse que no es infinitamente perniciosa y, por mi parte, yo ando en busca de una institutriz para mis hijos. Me llamo Gregg; soy viudo desde hace unos años. Le ofrezco a usted el puesto que he dicho y un sueldo de, digamos, cien libras al año.