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Authors: Arthur Machen

Los tres impostores (3 page)

BOOK: Los tres impostores
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—Guárdesela en el bolsillo, Dyson —añadió, tras una pausa—. Si estuviera en su lugar no se la mostraría a nadie. Ni siquiera hablaría de ella. ¿Está usted seguro de que ninguno de los dos hombres alcanzó a verlo?

—Creo que no. Me parece que el primero, el que salió como alma que lleva el diablo del pasaje oscuro, no veía absolutamente nada, y estoy seguro de que el segundo no puede haberme visto.

—Y en realidad usted tampoco les vio. ¿Podría usted reconocer a cualquiera de ellos si mañana se tropezara con él en la calle?

—No, no lo creo. Ya le digo que la calle estaba muy mal alumbrada y los dos corrían como locos.

Los dos amigos quedaron un buen rato sin decir palabra, tejiendo sus propias fantasías con la historia, pero el apetito de lo maravilloso iba ganando lentamente las ideas más serenas de Dyson.

—Todo esto es más extraño de lo que imaginaba —dijo, rompiendo el silencio—. Lo que vi era ya bastante raro. Un hombre va de paseo por una calle tranquila y ordinaria en el Londres de todos los días, una calle de casas grises y paredes desnudas, cuando, de pronto, durante un instante, se descorre un velo, los adoquines de la calzada dejan escapar exhalaciones del abismo, el suelo le hierve al rojo vivo bajo los pies y le parece que oye crepitar las calderas del infierno. Pasa, enloquecido de terror, un hombre que huye para salvar la vida y detrás pisándole los talones, viene el odio rabioso, cuchillo en mano. Esto es horrible, qué duda cabe, pero todo ello poca cosa al lado de lo que usted acaba de contarme. Phillips, se lo aseguro a usted: todo empieza a cobrar sentido, a partir de ahora nuestros pasos estarán rodeados de misterio, los hechos más comunes han de encerrar una significación oculta. Oponga usted la resistencia que quiera y cierre los ojos: se los abrirán por la fuerza. Recuerde lo que le estoy diciendo, tendrá usted que rendirse ante lo inevitable. Hemos llegado, por azar, ante una pista y no tenemos más remedio que seguirla. El culpable o los culpables de este extraño caso no pueden escapársenos, nuestras redes están tendidas a lo largo y lo ancho de la gran ciudad y en cualquier momento, en medio de calles y plazas llenas de gente, sabremos de alguna manera que estamos en contacto con el criminal desconocido. Más aún, me imagino que lo veo venir paso a paso a esta plaza tan callada donde usted vive; se demora en las esquinas, vaga sin dirección aparente por las profundas avenidas, pero a cada instante está más y más cerca, atraído por un magnetismo irresistible, como los barcos atraídos por la Piedra Imán de las
Mil y una noches
.

—Lo que sí creo —respondió Phillips— es que si sigue usted sacando la moneda y metiéndosela a todo el mundo por las narices, como en este preciso momento, es muy probable que acabe por encontrarse con el criminal o, en todo caso, con un criminal cualquiera. No hay duda de que acabarán por robársela, y de manera violenta. Aparte de esto, no advierto ninguna razón de que lo ocurrido sea una molestia para usted o para mí. Nadie lo vio recoger la moneda, nadie sabe que se encuentra en su poder. Por mi parte, me echaré a dormir en paz y seguiré ocupándome de mis asuntos, con una sensación de seguridad y una confianza inquebrantable en el orden natural de las cosas. Lo que sucedió esta tarde, la aventura en la calle, fue algo sorprendente, no seré yo quien lo niegue, pero estoy enteramente decidido a no ocuparme más del caso y, de ser necesario, recurriré a la Policía. No me convertiré en el esclavo del Tiberio de oro, por más que haya trabado conocimiento con él de modo algo melodramático.

—Y yo, por mi parte —dijo Dyson—, salgo, como el caballero andante, en busca de aventura. Aunque no tendré necesidad de buscar; más bien, la aventura me buscará a mí. Seré como la araña en el centro de su tela, sensible al menor movimiento, siempre alerta.

Poco después Dyson se despidió y Mr. Phillips pasó el resto de la noche examinando unas puntas de flecha hechas de pedernal que había comprado. Tenía buenas razones para suponerlas obra de un contemporáneo y no de un hombre paleolítico, pero se llevó un disgusto cuando un estudio más detenido le permitió comprobar que sus sospechas eran fundadas. Que haya infames capaces de engañar a un etnólogo provocó en él tal cólera que no pensó más en Dyson ni en el Tiberio de oro y al llegar la hora de acostarse, con las primeras luces del alba, toda la historia se le había ido de la memoria.

C
APÍTULO
II

E
L ENCUENTRO EN LA CALLE

Mr. Dyson, paseando despacio por la calle de Oxford y parándose a contemplar con apacible curiosidad cualquier cosa que le llamase la atención, paladeaba en sus más raros sabores la sensación de estar trabajando muy duramente. La observación de la humanidad, el tráfico y los escaparates de las tiendas halagaban sus facultades con un aroma exquisito. Iba muy serio, como quien está encargado de graves e importantes problemas; miraba con atención a la derecha y a la izquierda, por temor de que se le escapase algún hecho de la más vasta trascendencia. Había estado a punto de ser atropellado por un coche de mudanzas, pues detestaba apurar el paso, sobre todo en una tarde calurosa como ésta; se acababa de detener ante un puesto de bebidas cuando, de pronto, quedó clavado en el sitio, la boca abierta como un pescado, al reparar en un hombre bien trajeado que hacía gestos asombrosos al otro lado de la calle. Una triple fila de coches, carros, simones y omnibuses se precipitaba al este y al oeste, y ni el más audaz aventurero de las calzadas se hubiese atrevido a probar suerte cruzando la calle; a pesar de ello, la persona que había llamado la atención de Dyson parecía enloquecer de impaciencia al borde mismo de la acera, se lanzaba una y otra vez en medio del tráfico, con peligro de muerte inminente, y al ser rechazada volvía a su puesto bailando de excitación, entre las risas de los transeúntes. Por fin, al presentarse en la apretada fila de vehículos un resquicio que hubiera puesto a prueba el valor de un muchacho, el hombre echó a correr como un poseído, casi muere aplastado, y se abalanzó sobre Dyson como un tigre que salta sobre su presa.

—Lo he visto mirando en torno suyo —balbuceó atropelladamente—. Dígame, el hombre que salió de esa panadería y subió a un cabriolé hace tres minutos: ¿era un joven de bigotes oscuros y anteojos? ¿No sabe usted hablar, hombre de Dios? Por amor del cielo, ¿no sabe usted hablar? Contésteme, que es cosa de vida o muerte.

En la furia de la emoción las palabras le bullían en la boca y se le escapaban a borbotones, la cara pasaba de la congestión a la palidez y gruesas gotas de sudor le brillaban en la frente; golpeaba el pie contra el suelo mientras hablaba y se tiraba de la chaqueta, como si algo se fuese hinchando en él y le impidiese respirar hasta ahogarlo.

—Mi querido señor —respondió Dyson—, me gusta ser preciso siempre. Su observación es perfectamente exacta. Como usted dice, un joven, un hombre de aspecto más bien tímido diría yo, salió corriendo de esa tienda, subió de un salto a un cabriolé, que debía estarlo esperando, y partió de inmediato hacia el este. Su amigo, como usted señala, llevaba anteojos. ¿Quiere que le llame un simón para que vaya usted tras él?

—No, gracias, sería perder el tiempo —el hombre pareció tragar algo que le subía en la garganta. Dyson, no sin cierta alarma, lo vio agitarse con una risa histérica: vacilaba, aferrado a un farol, bamboleándose como un barco agitado por el temporal.

—¿Y con qué cara me presento ahora ante el doctor? —murmuraba, hablando consigo mismo—. Es demasiado, fracasar en el último momento —luego pareció volver a sus cabales e, irguiéndose, miró con más calma a Dyson—. Tengo que pedirle disculpas por mi violencia —dijo—. Muchos no hubieran sido tan pacientes conmigo. ¿Sería usted todavía tan amable como para acompañarme un poco? No me siento muy bien; debe ser el sol.

Dyson asintió y, mientras avanzaban juntos, examinó de reojo al extraño personaje. Era un hombre vestido con gusto discreto y el más escrupuloso de los críticos nada hubiese encontrado que objetar al corte o la factura de sus ropas y, sin embargo, del sombrero a los botines, todo parecía fuera de lugar. Ese sombrero de copa, pensó Dyson, debería ser más bien un sombrero hongo de forma detestable, usado con una chaqueta llena de bolsas; por lo demás, se lo advertía el instinto, este hombre no estaba acostumbrado a llevar un pañuelo limpio en el bolsillo. La cara no era de las más agradables, y en nada la mejoraban un par de bulbosas patillas de color jengibre, que se unían imperceptiblemente a unos bigotes del mismo color. No obstante, a pesar de estos avisos de la naturaleza, Dyson sentía que el individuo que caminaba a su lado era algo más que un epítome de vulgaridad. Lo veía luchar consigo mismo, haciendo lo posible por dominar sus sentimientos, aunque una y otra vez la pasión le oscurecía las facciones y era evidente que sólo a costa de un supremo esfuerzo lograba contenerse para no desvariar como un loco. Para Dyson resultaba curioso, y también un poco terrible, el espectáculo de una emoción oculta que pugnaba por manifestarse y a cada instante amenazaba con irrumpir violentamente. Recorrieron juntos cierta distancia antes de que el desconocido que había encontrado por un azar tan singular fuese capaz de hablar con sosiego.

—Es usted verdaderamente muy amable —dijo—. Vuelvo a presentarle mis excusas: mi descortesía fue del todo injustificable. Comprendo que mi conducta exige una explicación y tendré mucho gusto en dársela. ¿Conoce usted por aquí cerca un lugar donde podamos sentarnos? Realmente tendría mucho gusto.

—Mi querido señor —respondió Dyson solemnemente—, el único café de Londres está a un paso. Le ruego que no se considere obligado a darme una explicación, aunque yo escucharé de buena gana lo que usted quiera decirme. Vamos por aquí.

Doblaron la esquina de una calle cualquiera y a mitad de ella, tras abrir una reja de hierro, pasaron por un estrecho pasaje de baldosas, con macetas de arbustos a ambos lados. La sombra de los muros creaba un fresco muy agradable después del cálido aliento de la calle soleada y poco más allá del pasaje se ensanchaba en una diminuta plazuela, un sitio encantador, un pedazo de Francia transportado al corazón de Londres. La plaza estaba rodeada de muros muy altos cubiertos de enredaderas, a cuyos pies crecían varios macizos de capuchinas, geranios y maravillas en torno a una fuente, escondida en medio de la verdura, que lanzaba su chorro frío en el aire perfumado de teseda. Al caer en el agua de la taza, el chorro sonaba gratamente al oído. A un lado había sillas y mesas dispuestas ante una sala larga y oscura, ocupada por dos únicos clientes que escribían y bebían acodados a sus mesas. A este lugar retirado el tráfico llegaba sólo como un rumor lejano.

—Ya lo ve usted, aquí estaremos tranquilos —dijo Dyson—. Siéntese usted, por favor, Mr. ...

—Wilkins. Henry Wilkins, para servirlo.

—Siéntese aquí, Mr. Wilkins. Creo que el asiento es cómodo. ¿Supongo que no conocía usted el sitio? Ésta es la hora de calma. A las seis de la tarde, en cambio, será una verdadera colmena y las mesas llegarán hasta ese callejón que ve usted allá.

Dyson llamó al camarero agitando una campanilla y, tras interesarse cortésmente por la salud del dueño, M. Annibault, pidió una botella de vino de Champigny.

—El Champigny es un vino de Turena, de mucho mérito —le explicó a Mr. Wilkins, quien parecía serenado por la quietud del lugar—. Aquí está: permítame llenarle el vaso y dígame qué le parece.

—Muy bueno, en efecto —respondió Mr. Wilkins, después de probarlo—. Lo hubiera creído un borgoña, y de los mejores. El aroma es exquisito. Tengo la suerte de haber tropezado con un buen samaritano como usted. Me extraña que no me tomara por loco. Estoy seguro, sin embargo, que si supiera usted los terrores que me rodean, ya no lo sorprendería mi conducta que, esto no se discute, no tiene justificación alguna.

Bebió un trago y se echó atrás en el asiento, disfrutando del murmullo de la fuente y de la fresca vegetación que rodeaba el pequeño puerto en que se habían refugiado.

—Sí —dijo por fin—, no hay lugar a dudas, es un vino admirable. Muchas gracias. ¿Me permite usted que lo invite a otra botella?

Llamaron nuevamente al camarero quien, tras desaparecer por una trampa abierta en el suelo de la sala oscura, volvió con más vino. Mr. Wilkins encendió un cigarrillo y Dyson sacó la pipa.

—Le prometí una explicación de mi extraño comportamiento —dijo Mr. Wilkins—. Es una historia más bien larga, pero ya he comprendido, señor, que no es usted un frío observador de la vida, sino que se preocupa, de manera cordial e inteligente, por lo que le sucede al prójimo. Lo que voy a contarle, estoy convencido, no le parecerá a usted sin interés.

Mr. Dyson asintió a todas estas afirmaciones y, aunque el modo de hablar de Mr. Wilkins le parecía algo pomposo, se dispuso a escuchar la historia. El otro, que enloqueciera de pasión media hora antes, se hallaba ahora perfectamente tranquilo y, acabado de fumar su cigarrillo, se puso a contar, con voz pausada, la

Novela del valle oscuro

Soy hijo de un clérigo pobre pero estudioso del Oeste de Inglaterra... aunque olvido que estos detalles no tienen especial interés. Baste decir que mi padre, hombre de estudio como he dicho, ignoró siempre las turbias artes de adular a los poderosos y no se rebajó nunca a la despreciable actividad de cultivar el propio renombre. Si bien su afición por las ceremonias antiguas y las costumbres pintorescas, junto con una bondad sin igual y una piedad primitiva y ferviente, le habían ganado el cariño de sus feligreses de los páramos, éstas no son las vías por las que se hace carrera en la Iglesia y, a los sesenta años, mi padre seguía dependiendo del humilde beneficio que aceptara al cumplir los treinta. Las rentas alcanzaban apenas para vivir con la decencia que se espera de un pastor anglicano y a la muerte de mi padre, hace unos cuantos años, yo, su único hijo, fui arrojado al mundo con un magro capital que no llegaba a cien libras y con todo el problema de la existencia ante mí. Pensé que nada podía hacer en la provincia y, como suele ocurrir en estos casos, Londres me atrajo con la fuerza de un imán. Una mañana de agosto a primera hora, mientras el rocío brillaba aún en la hierba y en los setos del camino, un vecino me condujo a la estación y me despedí de la tierra de anchos páramos y rudos peñascos. A las seis de la tarde mi tren se acercaba a Londres; el humo gris y malsano de las ladrilleras de Acton entraba a bocanadas por la ventanilla y la bruma cubría el suelo. Las calles desabridas y uniformes que divisé desde mi asiento me infundieron una sensación de monotonía; el aire se volvía cada vez más caliente y, cuando pasamos cerca de Paddington, frente a las casas tristes y miserables que muestran al tren sus patios sucios y descuidados, me pareció que el ambiente enfermizo de Londres acabaría por ahogarme. En la estación tomé un coche de punto y las calles del centro no hicieron sino aumentar mi desánimo. Todo lo que veía me estrujaba el corazón: casas grises con las persianas corridas, avenidas casi enteramente desiertas, unos cuantos transeúntes que más que caminar parecían tembalearse de cansancio. Esa noche me alojé en un hotelito cerca del Strand donde paraba mi padre en sus raras y breves visitas a Londres. Después de cenar salí a dar una vuelta, pero el bullicio y la animación del Strand y Fleet Street no me valieron, porque no había en la gran ciudad un solo ser humano que tuviese la menor relación conmigo. No abusaré de su paciencia contándole la historia del año que siguió a esa noche, pues las aventuras de un hombre que se va hundiendo son demasiado vulgares para que valga la pena recordarlas. El dinero no me duró mucho tiempo. Comprobé que debía vestirme correctamente, o las personas a quienes me dirigía no me harían caso, y residir en una calle decente si quería ser tratado con buena educación. Solicité varios puestos para los cuales, ahora me doy cuenta, carecía de las calificaciones necesarias; traté, sin ninguna experiencia, de entrar a una casa de comercio; descubrí, a mi costa, que un conocimiento general de la literatura y una caligrafía abominable no son dotes que se miren a favor en los medios mercantiles. Había leído uno de los mejores libros de un famoso novelista contemporáneo y empecé a frecuentar las tabernas de Fleet Street, con la esperanza de ganar amigos en el ambiente literario y conseguir así las presentaciones que, a mi juicio, eran indispensables para una carrera en las letras. Fue una decepción; en una o dos ocasiones me atreví a presentarme a los señores sentados en las mesas vecinas y me respondieron cortésmente, pero dándome a entender que mis gestiones resultaban insólitas. Mis escasos recursos fueron menguando libra a libra; ya no podía pensar en las apariencias; emigré a un barrio más modesto y mis comidas se convirtieron en simples ceremonias: dejaba mi cuarto a la una de la tarde para volver a las dos y, entretanto, sólo había probado un pastelito de leche. En suma, conocí el infortunio, y sentado en un banco de Hyde Park, con los pies en el lodo y el hielo, mientras roía un pedazo de pan, comprendí lo amarga que es la pobreza y lo que siente un caballero reducido a una condición peor a la de un vagabundo. Sin embargo, a pesar del desaliento, no cejé en mis esfuerzos por ganarme la vida. Consultaba las ofertas de empleo, leía los anuncios pegados en los escaparates y mantenía los ojos abiertos al acecho de una oportunidad, pero todo en vano. Una tarde, sentado en la biblioteca, leí un anuncio en el periódico. Decía, más o menos: «Caballero busca persona de gusto y capacidad literaria como secretario y amanuense. Debe estar dispuesto a viajar.» Naturalmente, sabía que un anuncio de esta clase recibe centenares de respuestas y abrigaba pocas esperanzas de conseguir el puesto, pero acudí a la dirección indicada y escribí a Mr. Smith, quien residía en un gran hotel del West End. Debo confesar que el corazón me dio un vuelco cuando, un par de días más tarde, recibí una nota pidiéndome que me presentara lo antes posible en el Cosmopole. No sé, señor, qué experiencias ha tenido usted en la vida y no sabría decir si ha conocido tales momentos. Mientras caminaba hacia el Cosmopole sentía un ligero mareo, el corazón que me latía más rápido que de costumbre y, una vez allá, un bulto en la garganta casi no me dejaba hablar: tuve que repetir mi nombre para que el portero me entendiese y al subir tenía las manos húmedas. El aspecto de Mr. Smith me sorprendió mucho: parecía menor que yo y había en su expresión algo de manso y titubeante. Cuando entré estaba leyendo y levantó la vista al oír mi nombre.

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