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Authors: Arthur Machen

Los tres impostores (8 page)

BOOK: Los tres impostores
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Sólo alcancé a balbucear mi agradecimiento y, deslizándome en la mano una tarjeta con sus señas, y un billete a modo de arras, Mr. Gregg se despidió de mí, pidiéndome que fuese a verlo pasados uno o dos días.

Así fue como conocí al profesor Gregg, y no es de extrañar que el recuerdo de la desesperación y del viento glacial que sopló sobre mí desde las puertas de la muerte me hiciera ver en él a un segundo padre. No había terminado la semana y ya estaba instalada en mis nuevas funciones. El profesor tenía alquilado un antiguo caserón de ladrillo en uno de los suburbios al oeste de Londres y aquí empecé un nuevo capítulo de mi vida, rodeada de agradables jardines y huertos, apaciguada por el murmullo de los viejos olmos que agitaban sus ramas sobre el tejado. Usted que conoce las ocupaciones del profesor no se sorprenderá si le digo que la casa se hallaba repleta de libros y que, en los grandes salones de la planta baja, hasta el último rincón estaba ocupado por vitrinas de objetos exóticos y a veces horrendos. Gregg, hombre enteramente dedicado al estudio, no tardó en comunicarme algo de su entusiasmo e hice lo posible por compartir su pasión por la investigación científica. En unos cuantos meses llegué a ser no tanto la institutriz de sus hijos cuanto su secretaria; muchas noches he pasado sentada a la mesa del escritorio, a la luz de la lámpara, mientras él, caminando de un lado a otro frente a la chimenea encendida, me dictaba las páginas de su
Manual de Etnología
. Sin embargo, en medio de todos estos trabajos tan serios y exactos, creí notar siempre algo oculto, la aspiración y el deseo de otra cosa a la que no hacía alusión; una y otra vez se interrumpía en lo que iba diciendo para sumirse en un trance, en el ensueño de alguna lejana aventura de descubrimiento. Terminado al fin el manual comenzamos a recibir pruebas de imprenta, cuya primera lectura me encomendó el profesor antes de encargarse de la revisión final. Durante este tiempo parecía cada vez menos interesado por lo que tenía entre manos, y al cabo me entregó un ejemplar del libro recién impreso con la carcajada alegre de un colegial que termina el curso:

—He cumplido mi palabra —me dijo—. Prometí escribirlo y está hecho. Ahora tendré libertad para cosas más raras. Le confieso, Miss Lally, que aspiro a la fama de un Colón; espero que me verá usted en el papel de explorador.

—Muy poco queda por explorar —le contesté—. Para eso ha nacido usted unos cuantos siglos demasiado tarde.

—A mi juicio, se equivoca —dijo el profesor— Aún quedan por descubrir, no lo dude, países muy curiosos y continentes de la más vasta extensión. Créame, Miss Lally, vivimos rodeados de sacramentos y misterios que no nos atrevemos a desentrañar; todavía no sabemos lo que seremos. Le aseguro que la vida no es nada muy sencillo, sino algo más que la masa de materia gris o el montón de venas y músculos que el bisturí del cirujano pone al desnudo. El hombre es el secreto que me dispongo a explorar y antes de descubrirlo tendré que atravesar mares agitados, océanos, nieblas de miles de años. Recuerde el mito de la Atlántida. ¿Y si acaso es verdad y soy yo el llamado a descubrir esa tierra maravillosa?

Mientras hablaba advertí la excitación que hervía bajo sus palabras. Sus facciones reflejaban la pasión del cazador; veía ante mí un hombre que se creía convocado a un torneo con lo desconocido. De pronto sentí alegría al pensar que, de alguna manera, lo acompañaba en la aventura, y me ganó también la vehemencia de la caza, sin que se me ocurriera preguntarme cuál debía ser nuestra presa.

A la mañana siguiente el profesor Gregg me llevó a su estudio y me enseñó un gran casillero arrimado contra la pared. Cada compartimiento estaba designado con una etiqueta y de esta manera los resultados de años de labor quedaban clasificados en muy poco espacio.

—Aquí está mi vida entera —dijo—. Aquí están todos los datos que he reunido con tanto trabajo y, sin embargo, todo esto no es nada. No, no es nada comparado a lo que voy a intentar ahora. Mire usted esto —y fuimos hasta un antiguo escritorio, un mueble desmedrado y fantástico en una esquina de la habitación. El profesor abrió uno de los cajones, que estaba cerrado con llave.

—Unos pedazos de papel —siguió diciendo, mientras señalaba el interior—, y una piedra negra con unas cuantas toscas marcas y arañazos: eso es todo lo que guardo aquí. Vea usted este viejo sobre, con un sello rojo oscuro de hace veinte años; pero en el dorso he escrito, a lápiz, unas pocas líneas; aquí tengo una hoja manuscrita y aquí varios recortes de pequeños periódicos de provincias. Si me pregunta usted los hechos que son tema de la colección, no le parecerán nada extraordinario: la sirvienta de una granja que desapareció y de la que no volvió a saberse nada, un niño a quien se cree perdido en la montaña, unos garabatos en una piedra caliza, un hombre asesinado con el golpe de un arma misteriosa: ésta es la pista que debo seguir. Me dirá usted que para tales cosas hay una explicación: la muchacha puede haber huido a Londres, Liverpool o Nueva York; el niño puede estar en el fondo de un pozo de mina abandonado; las letras aparecidas en la roca pueden ser el capricho de un vagabundo. De acuerdo, todo lo admito, pero yo sé que tengo la verdadera clave. ¡Mire! —y me tendió un pedazo de papel amarillento.

Leí:
Caracteres inscritos en una piedra caliza, hallada en Grey Hills
y luego una palabra borrada, seguramente el nombre de un condado, y una fecha de hará unos quince años. Debajo se veían una serie de signos ilegibles, que recordaban un poco la forma de cuñas o dagas, tan raros y disparatados como los del alfabeto hebreo.

—Ahora el Sello —dijo el profesor Gregg, dándome la piedra negra que, aunque mucho mayor, era de unas dos pulgadas de largo, se parecía a esos instrumentos con que los fumadores atacan el tabaco de la pipa.

La levanté ante mí a la luz y advertí con sorpresa que los caracteres del papel se repetían en el Sello.

—Sí, son los mismos —confirmó el profesor— Las marcas se hicieron en la piedra caliza hace unos quince años, con una sustancia de color rojo. Los caracteres del Sello tienen, por lo menos, cuatro mil años. Tal vez mucho más.

—¿Es una broma? —le pregunté.

—No, ya he pensado en eso. No dedicaría mi vida a los juegos de un bromista. Todo lo he comprobado minuciosamente. Sólo hay otra persona que conoce la existencia misma del Sello Negro. Hay más razones, que no puedo explicarle ahora.

—¿Pero qué significa todo esto? No comprendo a qué conclusión llevan estas cosas.

—Mi querida Miss Lally, ésa es una pregunta que prefiero dejar sin respuesta durante cierto tiempo. Quizá nunca llegue a saber los secretos que aquí se encierran: una serie de vagos indicios, algunas tragedias de pueblo, unas cuantas marcas de tierra roja sobre una peña y un Sello antiquísimo. ¿Los datos son insuficientes? En total, media docena de hechos y hace veinte años ni siquiera hubiera podido reunirlos. ¿Quién sabe qué espejismo, qué
térra incógnita
puede haber más allá? Estoy mirando por encima de aguas muy profundas, Miss Lally, y la tierra que diviso al otro lado bien puede ser, a fin de cuentas, un espejismo. Pero no creo que así sea y dentro de unos meses sabremos si tenía o no razón.

Una vez a solas traté de escudriñar el misterio, preguntándome a qué meta era posible llegar partiendo de datos tan dispares e insólitos. No creo estar enteramente desprovista de imaginación ni me faltaban buenas razones para respetar el rigor intelectual del profesor; no obstante, el cajón me parecía contener tan sólo materiales para una fantasía y en vano intenté representarme la teoría que podía construirse a partir de los fragmentos que tenía ante mí. En todo lo que había visto y oído no distinguía sino el primer capítulo de una novela extravagante, pero en el fondo del corazón ardía de curiosidad y, desde entonces, cada vez que veía al profesor Gregg, buscaba ansiosamente en su expresión un indicio de lo que iba a suceder.

La señal vino una noche después de la cena.

—Espero que los preparativos no sean para usted mucha molestia —me dijo de improviso—. Dejaremos esta casa dentro de una semana.

—¡No me diga! —exclamé, asombrada—. ¿Y adónde vamos?

—He alquilado una casa de campo en el oeste de Inglaterra, cerca de Caermon, un pueblecito que en otro tiempo fue una ciudad y sede de una legión romana. Es un sitio aburrido, pero el campo es precioso y el aire muy sano.

Le brillaban los ojos y adiviné que esta súbita mudanza guardaba relación con nuestra conversación de unos días antes.

—Llevaré conmigo unos pocos libros y nada más. Las demás cosas quedarán aquí hasta nuestro regreso. Voy a tomarme vacaciones —añadió el profesor, sonriéndome—, y no me pesará abandonar durante un tiempo mis viejas piedras y huesos y demás adefesios. Hace treinta años que me ocupo de hechos, sabe usted, y ha llegado la hora de la imaginación.

Los días pasaron volando. Me daba cuenta de que el profesor no podía más de excitación contenida y apenas pude dar crédito a mis ojos al ver su gesto de impaciencia cuando dejamos el viejo caserón para emprender el viaje. Partimos al mediodía y al atardecer llegamos a una pequeña estación rural. Me sentía cansada y ansiosa, el resto del trayecto me parece un sueño. Primero atravesamos las calles desiertas de una aldea olvidada, mientras la voz del profesor Gregg hablaba de la Legión Augusta, el fragor de las armas y la pompa impresionante que seguía por todas partes a las águilas romanas. Luego vimos un ancho río, que venía muy crecido, con las últimas luces de la tarde centelleando suavemente sobre las aguas amarillas y, más adelante, varios grandes prados y sembrados de trigo, mientras el estrecho camino serpenteaba entre el agua y la ladera. Por fin comenzamos a subir y el aire se hizo enrarecido. Mirando hacia abajo divisé la neblina blanca e impalpable que marcaba el curso del río como una mortaja, y toda la región vaga y sombría: imágenes y ensueños de colinas onduladas y bosques colgantes, el perfil impreciso de las montañas y, a lo lejos, sobre la sierra, un fulgor intolerable que se convertía en una columna de llamas para apagarse un instante más tarde en un rojo oscuro y profundo. El coche subía despacio y me pareció sentir el aliento fresco y el secreto del gran bosque que estaba sobre nosotros; tenía la impresión de vagar por su más honda espesura, sentía el rumor del agua que gotea, el perfume de las hojas verdes y el soplo de la noche de verano. Al cabo nos detuvimos y a duras penas distinguí la forma de la casa mientras aguardaba un momento entre las columnas de la entrada. El resto de la tarde fue un sueño de cosas extrañas, rodeadas por el gran silencio del bosque, el valle y el río.

Al día siguiente, cuando me desperté en mi dormitorio grande y anticuado y me asomé a la ventana, descubrí que, bajo el cielo gris de la mañana, la región seguía llena de misterio. Todo parecía cosa de encantamiento: el hermoso valle alargado, el río de curso sinuoso, atravesado por un puente medieval de arcos de piedra, la clara presencia de las tierras altas, a lo lejos, y los bosques que sólo divisara entre sombras la noche anterior. El aire suave que entraba por la ventana abierta no era como ninguna otra brisa. Miré por encima del valle las colinas, que se levantaban una tras otra como las olas del mar mientras, más cerca, una columna de humo azulado se elevaba de una antigua granja, al pie de una abrupta pendiente coronada de un oscuro bosque de abetos; más allá trepaba la cinta blanca del camino antes de perderse en una región inimaginable. Todo el paisaje estaba circundado por la gran muralla de la sierra, que crecía hacia el oeste y terminaba como una fortaleza en una brusca ascensión y un túmulo abovedado que se recortaba contra el cielo.

Bajo mis ventanas, el profesor Gregg iba y venía por las terrazas, saboreando con toda evidencia una sensación de felicidad tan sólo de pensar que se había despedido por un tiempo de sus obligaciones. Cuando llegué a su lado me dijo, con acento de exaltación, señalando el valle y la curva del río bajo las amenas colinas:

—Sí, es una región extrañamente hermosa y, al menos para mí, llena de misterio. ¿No ha olvidado usted, Miss Lally, lo que le mostré en el cajón del escritorio? No, y sin duda adivina que no hemos venido aquí sólo por la salud de los niños y el aire puro.

—Creo que eso lo sospechaba —le respondí—, pero recuerde usted que no sé una palabra de sus investigaciones; lo que soy incapaz de adivinar es la relación entre ellas y este valle maravilloso.

—No crea usted que hago un misterio por gusto —se disculpó el profesor con una sonrisa—. Si no hablo es porque hasta ahora no hay nada que decir, nada definido que pueda ponerse negro sobre blanco, de manera tan segura, irreprochable y aburrida como en cualquier informe científico. Tengo, además, otra razón. Hace varios años me llamó la atención una noticia, leída por azar en un periódico, que de pronto me hizo concretar en una sola hipótesis las vagas ideas y especulaciones de muchas horas de ocio. Naturalmente, comprendí en el acto que avanzaba sobre un suelo quebradizo: mi teoría era fantástica y hasta disparatada, y por nada en el mundo la hubiese escrito para publicarla. Creí, en cambio, que ante algunos de mis colegas, hombres de ciencia que saben cómo se han hecho los descubrimientos y no ignoran que el gas que ahora nos alumbra fue también una hipótesis descabellada, podría contar mi sueño (la Atlántida o la piedra filosofal o lo que usted quiera) sin exponerme al ridículo. Comprobé que me equivocaba de medio a medio; mis amigos parecieron desconcertados, se miraron entre sí y advertí en sus ojos un poco de compasión y un poco de desprecio insolente. Uno de ellos me visitó al día siguiente para insinuarme que debía estar sufriendo de un agotamiento cerebral debido al exceso de trabajo. Hablando claro, piensa usted que me estoy volviendo loco, le dije; yo no lo creo. Lo acompañé hasta la puerta sin disimular mi mal humor y, a partir de ese día, juré no decirle a nadie más una sola palabra de mi teoría: usted es la única persona a quien he mostrado lo que contiene el cajón. Después de todo, bien puedo estar completamente engañado; tal vez me haya dejado impresionar por una simple coincidencia; pero aquí, en medio del silencio misterioso, en la soledad de estos bosques y colinas, me siento más seguro que nunca de que estoy siguiendo el buen rastro. Vamos, es hora de entrar.

Todo esto me sorprendía e interesaba vivamente. Sabía muy bien que en sus investigaciones el profesor Gregg se adelantaba paso a paso, reconociendo a cada instante el terreno que pisaba y sin aventurar nunca una afirmación, a menos que dispusiera de una prueba irrefutable. No obstante, ahora me daba cuenta, más por la vehemencia del tono y la mirada que por sus palabras, de que se hallaba poseído por una visión casi increíble; y yo, que aun con algo de imaginación era muy escéptica, me sobresaltaba ante el menor anuncio de lo maravilloso y no podía dejar de preguntarme si acaso el profesor no era víctima de una monomanía, si no excluía de este único tema el método científico que aplicara en todos sus demás trabajos.

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