Los tres impostores (5 page)

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Authors: Arthur Machen

BOOK: Los tres impostores
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Otro día escuché una conversación que me dejó consternado. Me había sentado a descansar tras una roca cuando dos hombres que venían por el camino se detuvieron a unos pasos, donde no podían verme. Uno de ellos se enredó los pies en unas plantas salvajes y echó unas cuantas maldiciones, pero el otro le respondió riendo que a veces esas plantas eran muy útiles.

—¿Qué demonios quieres decir?

—Nada, nada. Pero estas hojas son muy resistentes y la soga está muy cara y escasa.

El hombre de las maldiciones rió también y los oí sentarse y encender las pipas.

—¿Lo has visto últimamente? —preguntó el humorista.

—Me lo encontré el otro día pero la maldita bala me salió alta. Tiene la suerte de su amo, supongo, pero no puede durarle mucho. Ya sabes que se presentó en Jinks, con el mayor desparpajo, pero el joven inglés le bajó los humos y de qué manera.

—¿Y qué diablos significa todo eso?

—No lo sé, pero creo que hay que acabar, y como en los viejos tiempos. ¿Sabes cómo se les arregla cuentas a los negros?

—Sí, hombre, algo de eso he visto. Un par de galones de queroseno cuestan un dólar en la tienda de Brown, pero en este caso, digo yo, salen a buen precio.

Dicho esto se alejaron y yo me quedé quieto detrás de la roca, con el sudor corriéndome por la cara. Me sentía tan mal que a duras penas logré ponerme de pie y fui hasta la casa como un viejo, inclinado sobre mi bastón. Demasiado bien entendí que los hombres hablaban de mí y me prometían una muerte horrenda. Esa noche no conseguí dormirme; me daba vueltas en la cama, atormentándome por hallarle un sentido a lo que sucedía. Por último, a media noche, me vestí y salí de la casa. No me importaba por dónde iba, sentí que debía caminar hasta agotarme. Era una noche de luna, muy clara, y al cabo de dos horas me di cuenta de que me acercaba a un lugar de triste fama en la sierra, un profundo barranco llamado el Cañón Negro. Hace de esto muchos años, varios hombres y mujeres venidos de Inglaterra acamparon en ese lugar y cayeron en manos de los indios quienes, después de ultrajarlos, les dieron muerte en medio de torturas casi inconcebibles; los más rudos cazadores y leñadores preferían dar un gran rodeo para evitar el Cañón, aun en pleno día. Esa noche, mientras me abría paso entre los densos matorrales que crecen encima del barranco, escuché voces y, curioso de saber quién se encontraba en ese sitio y a esa hora, seguí adelante, andando más despacio y haciendo el menor ruido posible. Un gran árbol crecía al borde mismo de las rocas y me escondí tras él para mirar sin ser visto. A mis pies se abría el Cañón Negro, iluminado hasta lo más profundo por la luz de la luna que, al dar contra las peñas, proyectaba sombras negras como la muerte, mientras del otro lado la empinada pendiente se perdía en la oscuridad. De rato en rato un ligero velo oscurecía la noche, cuando una nube pasaba ante la luna, como he dicho, y vi a veinte hombres de pie, formando un semicírculo en torno a una roca. Los conté uno a uno y conocía a casi todos. Eran lo peor de lo peor, gente más vil de la que puede encontrarse en el más infecto tugurio de Londres, y sobre la cabeza de muchos pesaban asesinatos y hasta crímenes peores que el asesinato. De cara a ellos y a mí estaba Mr. Smith, con la roca delante, y sobre la roca había una gran balanza, de esas que se ven en las tiendas. Escondido detrás del árbol escuché su voz que resonaba en el Cañón y al oírla se me heló la sangre en las venas.

—Vidas por oro —gritaba—. Una vida a cambio de oro. La sangre y la vida de un enemigo por cada libra de oro.

Uno de los hombres dio un paso adelante, levantó una mano y con la otra arrojó algo reluciente en el platillo de la balanza, que se hundió con un gran estruendo, mientras Smith le murmuraba algo al oído. Luego gritó otra vez:

—Sangre por oro, por una libra de oro la vida de un enemigo. Por cada libra de oro en la balanza, una vida.

Uno a uno se acercaron los hombres, cada uno de ellos con la mano derecha en alto; ponían el oro en el platillo de la balanza para pesarlo, y Smith, inclinándose, le hablaba al oído a cada uno. Volvió a gritar:

—El deseo y el placer a cambio del oro en la balanza. Por cada libra de oro, el goce de un deseo.

Vi lo mismo de antes: la mano levantada, el oro pesado en el platillo, la boca susurrante, la oscura pasión en todas las caras.

Luego los hombres se acercaron uno a uno para hablar con Smith. Se entendían en murmullos. Veía que Smith explicaba y daba órdenes, gesticulando como quien señala el camino, y una o dos veces agitó las manos rápidamente, indicando que el camino estaba abierto y bastaba con seguirlo. Yo le tenía puestos los ojos en la cara con tal intensidad que no reparaba en otra cosa y, de pronto, cuál no sería mi sorpresa al darme cuenta de que el Cañón estaba vacío. Un momento antes creía estar viendo el grupo de rostros siniestros y, un poco apartados, a los dos hombres que hablaban junto a la roca; miré a otro lado un instante y cuando volví la vista al barranco no había nadie. Regresé a casa sobrecogido de terror y al llegar estaba tan exhausto que con sólo echarme a la cama me dormí profundamente. Sin duda hubiera dormido muchas horas, pero cuando desperté el sol se estaba levantando y la luz me daba en la cara. Abrí los ojos sobresaltado, con la sensación de una sacudida violenta; miré en torno mío, confundido, y vi para mi sorpresa que había tres hombres en el cuarto. Uno de ellos me puso la mano sobre el hombro y dijo:

—Vamos, despiértese. Creo que le ha llegado la hora. Los muchachos están esperando afuera y tienen prisa. Vamos hombre, vístase usted, que hace un poco de frío esta mañana.

Los otros dos sonreían con sarcasmo pero yo no entendía nada. Me puse las ropas y dije que estaba listo.

—Bueno, pues andando. Pasa tú primero, Nichols, que Jim y yo le daremos el brazo al caballero.

Me sacaron a la luz y me di cuenta de lo que era el sordo rumor que me intrigara mientras me estaba vistiendo. Afuera aguardaban unos doscientos hombres —había también unas cuantas mujeres— que dejaron escapar al verme un gruñido inarticulado. Yo ignoraba lo que había hecho, pero al oír ese ruido el corazón me latió más de prisa y la frente se me llenó de sudor. Veía confusamente, como a través de un velo, el tumulto y la agitación de la multitud, de la que se elevaban notas discordantes, y no hallé una sola mirada de piedad en las caras deformadas por un furor insano y para mí inexplicable. Poco después me encontré en una procesión que subía por la ladera del valle, rodeado de hombres revólver en mano. Por momentos llegaban a mis oídos unas voces y escuchaba unas palabras o frases sin entender gran cosa. Comprendía, sin embargo, que todas eran de execración; distinguía trozos de historias extrañas e inverosímiles. Alguien hablaba de hombres atraídos con engaños fuera de sus casas para ser asesinados en medio de horribles martirios, que luego fueron hallados en lugares oscuros y solitarios, retorciéndose de dolor como víboras heridas y pidiendo a gritos que les atravesaran el corazón y pusieran fin a sus tormentos; otro contaba de muchachas inocentes que desaparecieron de sus hogares uno o dos días y volvieron para morir, rojas de vergüenza aún en la última agonía. Seguía sin saber lo que todo eso significaba o lo que estaba por suceder; me sentía tan agotado que avanzaba como en sueños y lo único que quería era dormir. Por fin nos detuvimos. Habíamos llegado a la cima de una montaña sobre el valle de Blue Rock, junto a un bosquecillo donde viniera muchas veces a sentarme. Me encontraba en medio de una partida de hombres armados, de los que dos o tres amontonaban leños mientras otros se ocupaban en desatar una cuerda. De pronto la multitud se estremeció y abrió paso para que trajeran a rastras a un hombre atado de pies y manos. Su rostro era de una maldad indecible, pero el sufrimiento que le agitaba las facciones y le torcía la boca me hizo compadecerlo: era uno de los que estaban reunidos alrededor de Smith en el Cañón Negro. En un abrir y cerrar de ojos lo desataron y desnudaron y, llevándolo bajo el árbol, le echaron al cuello un lazo corredizo que habían sujetado al tronco. Una voz gritó roncamente una orden; hubo un ruido de pies que se arrastraban por el suelo y la soga se puso tirante; entonces, ante mis propios ojos, vi la cara amoratada, los miembros distorsionados, la vergonzosa agonía de la muerte. Estrangularon uno tras otro a media docena de hombres que había visto en el Cañón la noche anterior y arrojaron los cadáveres por tierra. Luego hubo una pausa y el hombre que me despertara poco antes vino hasta mí y dijo:

—Ahora te toca a ti. Tienes cinco minutos para ajustar tus cuentas y, en cuanto pasen, por Dios santo que te vamos a quemar vivo en ese árbol.

Sólo entonces me desperté del todo y comprendí lo que estaba sucediendo.

—¿Por qué, qué he hecho yo? ¿Por qué quieren matarme? No soy un criminal, no les he hecho nunca ningún daño —me cubrí la cara con las manos. Todo me parecía lastimoso, era una muerte tan horrible.

—¿Qué he hecho? —dije otra vez, a gritos—. Ustedes no me conocen, me confunden con otra persona.

—Te conocemos muy bien, demonio —dijo el hombre que estaba a mi lado—. Cuando estés ardiendo en el infierno no habrá nadie en treinta millas a la redonda que no maldiga a Jack Smith.

—Pero yo no soy Smith —respondí, con la poca esperanza que me quedaba—. Yo me llamo Wilkins. Soy el secretario de Mr. Smith pero no sé nada de él.

—¡Oigan al mentiroso! —contestó el hombre—. ¡Vaya un secretario! Tuviste la astucia de salir sólo de noche y de esconder la cara, pero al fin te echamos mano. Te ha llegado la hora. Vamos allá.

Me arrastraron hasta el árbol y me sujetaron a él con cadenas. Vi que amontonaban en torno mío atados de leña y cerré los ojos. Sentí que me rociaban con un líquido y volví a abrir los ojos: una mujer que me sonreía aviesamente acababa de vaciar sobre mí y sobre la leña una gran lata de gasolina. Una voz gritó: «¡Métanle fuego!» y en ese momento me desmayé y ya no supe nada más.

Al recobrarme me encontré acostado sobre un camastro en un cuarto estrecho y desnudo. Un médico me hacía respirar un frasco de sales y, de pie junto a la cama, un señor —después supe que era el
sheriff
— me dijo:

—Se ha librado usted por un pelo. Los muchachos encendían la hoguera cuando llegué con la partida y a duras penas logré sacarlo vivo, se lo aseguro. La verdad es que no los culpo; estaban convencidos de acabar con el jefe de la banda del Cañón Negro y no querían creer que no era usted Jack Smith. Por suerte hay uno de por aquí, Evans, que venía con nosotros y juró que lo había visto a usted junto con Smith. De modo que lo trajimos de vuelta y lo metimos en la cárcel, pero puede usted irse cuando quiera, si se le ha pasado el desmayo.

Tomé el tren al día siguiente y tres semanas más tarde estaba en Londres, otra vez sin un penique. A partir de ese momento empezó a cambiar mi fortuna. Me hice de varios amigos influyentes, los banqueros buscaban mi compañía, los directores de periódicos me abrían los brazos. Sólo me quedaba elegir carrera y no tardé en persuadirme de que la naturaleza me había destinado a una vida de relativo ocio. Con una facilidad que parece ridícula conseguí un puesto bien pagado en un próspero club político. Tengo un apartamento magnífico en el centro, cerca de los parques, el cocinero del club se esmera cada vez que voy a comer, los mejores vinos de la bodega están a mi disposición. Sin embargo, desde que regresé a Londres no he tenido un solo día de paz y tranquilidad. Cuando me despierto tiemblo de encontrar a Smith a mi cabecera y me parece que a cada paso que doy me acerco al borde del abismo. Me enteré de que Smith logró escapar a sus perseguidores y, a partir de entonces, desfallezco con sólo pensar que está de vuelta en Londres y que un día, de improviso, me veré frente a él cara a cara. Cada mañana, al dejar mi casa, me asombraba al mirar a todos lados, creyendo ver la siniestra figura al acecho; a veces me quedaba paralizado en una esquina, con el corazón en la boca, aterrado de que unos pasos más pudiesen reunirnos; no me atrevía a frecuentar los teatros por miedo de que un remoto azar lo sentase junto a mí. A veces, contra mi voluntad, he debido salir de noche y una sombra me ha hecho temblar en las plazas silenciosas. En medio de la multitud que llena las calles me he repetido: «Tiene que suceder, tarde o temprano; sin duda volverá a la ciudad y me tropezaré con él cuando me sienta más seguro.» Recorría atentamente los periódicos en busca de un indicio o una simple sugerencia del peligro que se acercaba, sin saltarme ni siquiera las noticias más triviales impresas en el tipo más pequeño. Sobre todo leía las columnas de anuncios, pero sin resultado alguno. Pasaron los meses sin que Smith diese señales de vida y, aunque estaba lejos de sentirme tranquilo, dejé de sufrir a todas horas la opresión intolerable del terror. Esta tarde, mientras me paseaba por la calle de Oxford, levanté los ojos, miré al otro lado de la calle y, por fin, vi al hombre que durante tanto tiempo ha sido mi obsesión.

Mr. Wilkins terminó su vaso de vino y, echándose atrás en la silla, miró tristemente a Dyson; luego, como si se le acabara de ocurrir, sacó del bolsillo interior del chaleco una cartera de cuero, de la que retiró un recorte de periódico que puso sobre la mesa.

Dyson agarró el recorte, tomado de las páginas de un diario de la tarde, que decía lo siguiente:

LINCHAMIENTO EN MASA

TRÁGICOS SUCESOS

 

«Un telegrama de la agencia Dalziel procedente de Reading (Colorado) anuncia que, según informaciones recibidas de Blue Rock Park, ha ocurrido en esa localidad un terrible caso de venganza popular. Durante cierto tiempo la población había estado aterrada por una banda de malhechores quienes, valiéndose de su eficaz organización, perpetraban las más infames crueldades en hombres y mujeres. Se formó un Comité de Vigilancia y se descubrió que el jefe de la banda era un residente de Blue Rock Park llamado Smith. El Comité pasó a la acción y seis de los forajidos fueron sumariamente ajusticiados en presencia de doscientas o trescientas personas. Se afirma que Smith consiguió escapar.»

—Terrible historia —dijo Dyson—. Entiendo muy bien que lo asalten día y noche recuerdos de las escenas tan espantosas que me ha contado. Pero, bien mirado, ¿qué razón tiene para temer a Smith? Es él quien debe sentir miedo de usted. Piénselo bien: basta que haga usted una declaración ante la policía y de inmediato se dictará contra él una orden de detención. Por lo demás, estoy seguro de que me disculpará usted por lo que voy a decirle.

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