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Authors: Arthur Machen

Los tres impostores (16 page)

BOOK: Los tres impostores
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Dyson no era hombre de titubear en esas circunstancias. En un abrir y cerrar de ojos se precipitó a la aventura, diciendo para sus adentros que nunca un Dyson desoyó el llamado de una dama. Hubiera entrado a la habitación en silencio y con los cuidados que exigía el honor de la señora, pero oyó que le decían, en voz baja aunque con toda claridad:

—Vaya hasta abajo, abra la puerta de calle y vuélvala a cerrar, para que lo oigan en la casa. Luego suba a verme y, por amor de Dios, no haga ruido.

Dyson obedeció las órdenes, no sin dudar un poco, pues temía encontrarse a su regreso con la dueña de casa o la criada. Bajó y volvió a subir caminando como un gato, y aunque hizo ruido en cada uno de los escalones, prefirió creer que nadie lo había oído. Al llegar otra vez al primer piso vio abrirse de par en par la puerta y se encontró en medio de un salón, haciendo una reverencia algo desmañada.

—Tome usted asiento, señor. Tal vez esta silla sea la mejor: era la que prefería el difunto esposo de la dueña. Le pediría que fumase, pero el olor puede denunciarme. Mi manera de actuar debe parecerle poco convencional, pero lo vi llegar esta tarde y creo que no negará usted su ayuda a una mujer tan desgraciada como yo.

Mr. Dyson miró tímidamente a la joven que tenía ante sí. Vestía de luto, pero el encanto de los ojos castaños y la expresión de sonriente picardía no se acordaban muy bien con las ropas negras ni con el gastado crespón.

—Señora —contestó con galantería—, su intuición no la ha engañado. No nos preocuparemos, si le parece bien, de la cuestión de las convenciones sociales: un hombre caballeroso no repara en esas cosas. Espero tener el privilegio de servirla.

—Es usted muy amable conmigo, y estaba segura de que así sería —dijo la joven—. Ah, señor, tengo experiencia de la vida y rara vez me equivoco. Sin embargo los hombres suelen ser tan viles y ciegos que temblé antes de dar este paso, que puede resultar tan fatal como desesperado.

—Conmigo nada tiene usted que temer —respondió Dyson—. He sido criado en la fe del caballero y trato de no olvidar nunca la orgullosa tradición de mi familia. Confíe usted en mí, cuente con mi discreción y, de ser posible, con mi ayuda.

—Señor, no le haré perder su tiempo, sin duda muy valioso, con charlas inútiles. Sepa usted, entonces, que soy una fugitiva, escondida en esta casa; me pongo en su poder; no tiene más que describirme y caigo en manos de un enemigo implacable.

Mr. Dyson se preguntó durante un segundo cómo podía ser posible esto, pero no hizo sino renovar su promesa de discreción y repitió que sería el espíritu encarnado del silencio.

—Muy bien —dijo la señora—. El fervor oriental de su estilo es delicioso. Para comenzar debo corregir la impresión equivocada de que soy viuda. Me he visto obligada a vestir estas ropas tan tristes por una serie de extrañas circunstancias; en otras palabras, me ha parecido conveniente disfrazarme. Creo que tiene usted un amigo en la casa, Mr. Russell. Parece hombre de carácter tímido y reservado.

—Perdone usted, señora —dijo Dyson—: no es tímido, sino realista; tal vez sepa usted que no hay cartujo que compita con el encierro claustral al que se retira el novelista realista. Es su manera de observar la naturaleza humana.

—Bueno, bueno —dijo la señora—. Todo esto es de lo más interesante, pero no tiene relación con nuestro asunto. Debo contarle a usted mi historia.

Y con estas palabras la joven empezó a contar la

Novela del polvo blanco

Me llamo Leicester. Mi padre, el general de división Wyn Leicester, distinguido oficial de artillería, sucumbió hace cinco años a una complicada enfermedad al hígado contraída en el clima mortal de la India. Un año más tarde, mi único hermano, Francis, volvió a casa tras terminar estudios excepcionalmente brillantes en la Universidad y se dedicó, con la resolución de un ermitaño, a dominar lo que alguien ha llamado con acierto la gran leyenda de la ley. Era un hombre que parecía vivir en completa indiferencia a todo lo que se llama placer, y aunque mejor plantado que la mayoría de los jóvenes, y capaz de hablar con el ingenio y la vivacidad de un simple vagabundo, se retiró de la sociedad y se recluyó en una gran habitación que hay en los altos de la casa, decidido a convertirse en un jurista. Al comienzo se fijó como tarea diaria diez horas de intensa lectura; desde que aparecía la primera luz en el horizonte hasta que caía la tarde estaba encerrado con sus libros, almorzaba conmigo en media hora y con muchas prisas, como si escatimase esos momentos, y por las tardes salía a dar un breve paseo cuando empezaba a oscurecer. Estos estudios incesantes tienen que ser malos para la salud, me decía yo, y trataba de atraerlo para que dejase un poco sus arduas lecturas, pero su fervor aumentó en vez de disminuir y dedicó al trabajo más y no menos horas. Hablé con él seriamente, proponiéndole que se tomase de cuando en cuando un descanso y, por lo menos, consintiese en pasarse una tarde de ocio con una novela entretenida, pero me respondió echándose a reír, que para distraerse repasaba títulos feudales y se burló de mi idea de salir al teatro o de irnos un mes al campo. Tuve que admitir que su aspecto era bueno, y que el mucho trabajo no parecía afectarlo, pero estaba segura de que sus esfuerzos tan poco naturales acabarían por hacerle daño y no me equivocaba. Primero fue una expresión de ansiedad en la mirada, luego pareció que languidecía y, por último, me confesó que su salud ya no era perfecta; lo aquejaba, dijo, una sensación de mareo y solía tener pesadillas horribles que lo despertaban a mitad de la noche, despavorido y empapado en sudores fríos.

—Me estoy cuidando —añadió—, de modo que no te preocupes. Ayer me pasé toda la tarde sin hacer nada, descansando en esa butaca tan cómoda que me diste y escribiendo tonterías en un papel. No, no trabajaré demasiado. Puedes estar convencida de que en una o dos semanas estaré bueno y sano.

Sin embargo, por más que intentase tranquilizarme, yo veía que no mejoraba, sino que se ponía peor; entraba al salón con cara de estar alicaído y frunciendo el ceño, aunque trataba de adoptar un aire alegre cuando yo le ponía los ojos encima. Los síntomas me parecían de mal agüero y a veces me asustaban la irritación nerviosa de sus movimientos y unas miradas que no lograba descifrar. Muy en contra de su voluntad lo obligué a consultar a un doctor y, por fin, fue a ver, de mala gana, al viejo médico de la familia.

El doctor Haberden calmó mis temores después de examinar a su paciente.

—La verdad es que no hay nada serio —me dijo—. Lee demasiado, come muy rápido y vuelve de inmediato a sus libros. Esto provoca, como es natural, trastornos digestivos y una pequeña irritación del sistema nervioso. Creo, sin embargo, no lo digo por tranquilizarla, Miss Leicester, que podemos curarlo del todo. Le he recetado una medicina que le sentará de maravilla. No tiene usted ninguna razón para inquietarse.

Mi hermano insistió en hacer preparar la receta en la botica del barrio; era una tienda pintoresca y pasada de moda, sin los oropeles ni la estudiada coquetería que adornan con tanto brillo los mostradores y anaqueles de las farmacias modernas, pero Francis sentía simpatía por el viejo boticario y tenía confianza en la escrupulosa pureza de sus materiales. El remedio llegó a su tiempo y vi que mi hermano lo tomaba regularmente después de las comidas. Era un polvo blanco, de aspecto inocente; había que disolver un poco en un vaso de agua fría y desaparecía por completo al revolver el agua, que quedaba clara y sin color alguno. Al comienzo, Francis mejoró mucho; se le borró el cansancio de la cara y recobró el buen humor que había perdido desde que dejara la Universidad; hablaba alegremente de reformarse y me confesó que había perdido el tiempo.

—Le he dedicado demasiadas horas al Derecho —me dijo riéndose—. Creo que me has salvado justo a tiempo. Todavía llegaré a Presidente de la Cámara de los Lores, pero no debo olvidarme de la vida. Dentro de poco, tú y yo nos tomaremos unas vacaciones; iremos a París, a divertirnos, y ni siquiera pasaremos cerca de la
Bibliothéque Nationale
.

Le contesté que me encantaba la idea.

—¿Cuándo vamos? —pregunté—. Puedo salir mañana, si quieres.

—Ah, eso es quizá demasiado pronto. Después de todo, aún no conozco Londres y supongo que hay que probar primero los placeres de la propia tierra. Pero saldremos dentro de una o dos semanas, de modo que puedes ir puliendo tu francés. Yo sólo conozco el francés jurídico y me temo que no baste.

Estábamos acabando de cenar y bebió el remedio con un gesto festivo, saboreándolo como si fuese un vino escogido.

—¿Tiene algún gusto especial? —quise saber.

—No; no sabría que no es agua lo que bebo —contestó y, levantándose de la silla, se puso a caminar de un lado a otro por el comedor, como si no hubiera decidido lo que iba a hacer.

—¿Quieres que tomemos café en el salón? —le pregunté—. ¿O prefieres fumar?

—No. Creo que saldré a dar una vuelta; parece que tendremos una noche agradable. Mira el cielo del atardecer: es como una gran ciudad que se incendia mientras abajo, entre las casas oscuras, cae reciamente una espesa lluvia de sangre. Sí, voy a salir; es posible que vuelva pronto pero, en todo caso, tengo mi llave; buenas noches, querida mía, por si no te veo otra vez.

La puerta se cerró tras de sí y lo vi alejarse por la calle, caminando a buen paso y agitando el bastón. Me sentí agradecida al doctor Haberden por una mejoría tan notable.

Creo que esa noche mi hermano volvió muy tarde de la calle, pero a la mañana siguiente se levantó de excelente humor.

—Anoche salí a dar una vuelta sin pensar adonde iba —me dijo—. Caminaba disfrutando del fresco, contento de mezclarme a la multitud al llegar a los barrios más frecuentados. En medio de la gente me encontré con Orford, un viejo compañero de la Universidad, y luego... bueno, pues nos divertimos. He sentido lo que es ser joven y ser hombre. Tengo sangre en las venas, como los demás. Esta noche me he citado con Orford; nos reuniremos unos cuantos amigos en el restaurante. Sí, me voy a divertir una o dos semanas, pienso echar mi cana al aire y luego nos iremos juntos de viaje.

El carácter de mi hermano se transformó de tal manera que, en unos pocos días quedó convertido en un hombre amante del placer, un bohemio alegre y despreocupado de los barrios del Oeste, cazador de restaurantes de lujo, crítico enterado de los bailes más fantásticos; engordaba a ojos vista y no volvió a hablar de París, pues era claro que había hallado su paraíso en Londres. Todo me parecía muy bien aunque, a decir verdad, empecé a preocuparme, porque en su alegría creía distinguir algo que, por alguna razón, me disgustaba, si bien no hubiese sido capaz de precisar mi sentimiento. Pero luego, poco a poco, se produjo un cambio. Mi hermano seguía regresando a la madrugada, pero no volví a oír hablar de sus placeres, y una mañana, mientras tomábamos el desayuno, lo miré de pronto a los ojos y vi ante mí a un extraño.

—¡Oh, Francis! —exclamé—. ¡Francis, Francis! ¿Qué has hecho? —y no pude seguir porque me ahogaban mis propios sollozos.

Salí llorando del comedor, y aunque no sabía nada, todo lo sabía; en ese momento, por una curiosa asociación de ideas, me acordé de la tarde en que mi hermano salió por primera vez a probar su hombría, y resplandeció ante mí la imagen de la puesta de sol, las nubes ardiendo como una ciudad en llamas y la lluvia de sangre. Sin embargo luché contra estas ideas y me dije que no sería mucho el daño; esa noche, terminada la cena, decidí insistir para que Francis fijase la fecha de nuestras vacaciones en París. Habíamos estado conversando tranquilamente y mi hermano acababa de tomar la medicina como todos los días; estaba a punto de hablarle cuando las palabras que formaba mentalmente desaparecieron, y durante un segundo sentí un peso helado e intolerable que me oprimía el corazón y me sofocaba con el terror indecible de quien, estando vivo, siente cerrarse sobre él la tapa del ataúd.

Habíamos cenado sin encender las velas. El comedor pasó de la luz dudosa del atardecer a la penumbra y las paredes y rincones se perdían en la sombra. Desde mi asiento divisaba la calle y pensaba en lo que le diría a Francis, cuando el cielo comenzó a brillar y a enrojecerse, como en otra tarde memorable, y en el espacio entre dos bloques oscuros de casas surgió un tremendo escenario de llamas: torbellinos incandescentes de nubes retorcidas, profundidades ardiendo, masas grises exhaladas por una ciudad humeante, mientras aparecía una gloria perversa y deslumbrante, atravesada en lo alto por lenguas de un fuego aún más ardiente y hundiéndose por debajo en un profundo lago de sangre. Bajé la vista para mirar a mi hermano, que estaba sentado frente a mí, y cuando iba a hablarle vi la mano que tenía puesta sobre la mesa. Entre el pulgar y el índice de la mano cerrada había una marca, una pequeña mancha del tamaño de una moneda de seis peniques y del color que deja un mal golpe. No podía decir por qué, advertida seguramente por un instinto que no alcanzo a definir, supe en el acto que no estaba viendo un simple cardenal. ¡Ay!, si la carne humana ardiera como la llama, y la llama fuese negra como el alquitrán, quedaría la marca que vi entonces con estos ojos. Sin pensamiento, sin palabras, creció en mí un oscuro horror ante lo que veía, que una célula reconoció en mi interior como un estigma. Durante un instante el cielo iluminado se volvió negro como el de medianoche y cuando la luz volvió a mí me encontré sola en el comedor silencioso. Poco después oí a mi hermano que salía de casa.

Aunque era tarde me puse el sombrero y fui a ver al doctor Haberden. En la gran sala de su consultorio, mal alumbrada por una vela que el doctor trajo consigo, le conté con labios temblorosos y una voz que se me quebraba a pesar de mi resolución, todo lo ocurrido desde el día en que mi hermano empezó a tomar la medicina hasta la mancha aterradora vista sólo media hora antes.

Cuando terminé el doctor quedó mirándome un minuto con expresión de piedad.

—Mi querida Miss Leicester —dijo—, veo muy bien que está usted inquieta por su hermano. Estoy seguro de que se preocupa usted por él. Dígame la verdad, ¿no es así, acaso?

—Sí que estoy inquieta —le contesté—. Hace una o dos semanas que no me siento tranquila.

—Precisamente. ¿Sabe usted, por supuesto, qué cosa tan rara es el cerebro?

—Comprendo lo que quiere usted decir, pero no me he engañado. He visto lo que le conté con mis propios ojos.

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