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Authors: Arthur Machen

Los tres impostores (20 page)

BOOK: Los tres impostores
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Por mi parte, elegí la gloriosa carrera de humanista en el antiguo sentido de la palabra; deseaba poseer conocimientos enciclopédicos, envejecer entre libros, destilando, día tras día y año tras año, la íntima dulzura de todas las obras de valor. No era lo bastante rico para formarme una biblioteca, y por ello tuve que recurrir a la sala de lectura del Museo Británico.

¡Oh sombría, elevada y poderosa cúpula, Meca de muchas inteligencias, mausoleo de muchas esperanzas, triste mansión donde todos los deseos desfallecen! Aquí acuden los hombres con corazones levantados y mentes soñadoras; para ellos tus nobles gradas son la escalera a la fama, tu pórtico solemne la puerta del conocimiento, y al entrar no encuentran sino vanidad de vanidades y todo es en vano. Aquí, mientras las calles profundas retumban, sólo hay silencio y un crepúsculo eterno y el olor de la gravedad. Aquí la sangre se vuelve más tenue y fría, el cerebro se reseca y consume; aquí es la caza de sombras, el asedio de fantasmas desplegados, la pugna con espectros, la guerra en que no hay victoria. ¡Oh cúpula, tumba de los ardientes! Por tus galerías, donde no se escucha ninguna voz resonante, corren suspiros susurrantes, murmullos de esperanzas muertas; las almas de los hombres ascienden como mariposas atraídas por la llama y caen quemadas y ennegrecidas a tu suelo, ¡oh sombría, elevada y poderosa cúpula!

Lamento amargamente el día en que me senté por primera vez a mi pupitre y di comienzo a mis estudios. No llevaba muchos meses de
habitué
del sitio cuando trabé relación con un caballero sereno y bondadoso, de edad algo más que madura, que ocupaba siempre el pupitre vecino al mío. Poca cosa hace falta para conocer a alguien en la sala de lectura, apenas si ofrecerle ayuda, una simple indicación al revisar el catálogo, la cortesía normal entre gentes que se sientan lado a lado; así fue como conocí al hombre que se llama a sí mismo el doctor Lipsius. Me acostumbré a buscar su presencia y a echarlo de menos cuando no venía, como ocurría a veces, y acabamos por hacernos amigos. Su inmensa erudición se hallaba, sin límite alguno, a mi servicio; muchas veces me asombró esbozando en unos minutos la bibliografía de un determinado tema y, por mi parte, no tardé en confiarle mis ambiciones.

—Ah, tendría que haber nacido usted alemán —me decía—. Yo también era así, de muchacho. ¡Qué vocación maravillosa, qué carrera infinita!
«Lo sabré todo»
: sí, es un proyecto extraordinario. Pero esto es lo que significa: una vida de trabajos sin fin y, para terminar, el deseo insatisfecho. El estudioso debe morir, y morir diciendo:
«¡Qué poco sé!»

Poco a poco, con palabras como éstas, Lipsius me fue seduciendo: elogiaba mi empresa y, al mismo tiempo, dejaba entender que era tan desesperada como la búsqueda de la piedra filosofal y así, valiéndose de arteras sugerencias insinuadas con la más extrema habilidad, fue minando paulatinamente todos mis principios. «A fin de cuentas, la mayor de las ciencias, la llave de todo conocimiento, es la ciencia y el arte del placer —solía decirme—. Rabelais fue quizá el más grande de los humanistas enciclopédicos y, como usted sabe, escribió el libro más notable que se haya escrito nunca. ¿Y qué nos enseña su libro? Sin duda alguna, la alegría de vivir. No es preciso que le recuerde las palabras suprimidas en la mayoría de las ediciones, la clave de toda la mitología rabelaisiana, de todos los enigmas de su gran filosofía:
Vivez joyeux
. Aquí tiene usted su entera sabiduría; su obra es la institución del placer como una de las bellas artes, la más bella de todas, el arte de las artes. Rabelais poseía toda la ciencia pero también la vida. Mucho hemos avanzado desde entonces. Es usted, creo, una persona ilustrada; poco le importan las mezquinas reglas y disposiciones que una sociedad corrompida dicta para defender sus propios intereses egoístas y nos presenta como decretos inmutables de lo eterno.»

Éstas eran las doctrinas que predicaba el doctor Lipsius y, con tan insidiosos argumentos —avanzando paso a paso, aquí un poco y otro más allá— acabó por hacer de mí un hombre en guerra con todo el sistema social. Anhelaba una oportunidad de romper mis cadenas, para vivir en adelante una vida de libertad en la que yo mismo fuese mi propia norma y medida. Miraba la existencia con ojos de pagano y Lipsius conocía a la perfección el arte de fomentar mis inclinaciones, naturales en un joven que hasta entonces viviera como un ermitaño. Al levantar la vista se me aparecía la gran cúpula iluminada por las llamas y colores de un mundo de tentación que me era desconocido; la imaginación me pintaba mil engaños licenciosos y lo prohibido me atraía tan seguramente como la piedra imán llama al hierro. Tomé al fin una decisión y tuve la audacia de pedirle a Lipsius que fuese mi guía.

Me dijo que saliera del Museo a la hora de siempre, las cuatro y media, que fuese caminando despacio por la acera norte de Great Russell Street y esperase en la esquina; alguien se acercaría a mí y me daría unas instrucciones que debía obedecer en todo. Hice como me lo ordenaba y, al detenerme en la esquina, mirando en torno mío ansiosamente, respiraba con dificultad y el corazón se me salía del pecho. Esperé un buen rato, y ya temía que me hubiesen gastado una broma, cuando me di cuenta de que, en la acera opuesta, un caballero tenía puestos en mí los ojos, con aire de divertirse muchísimo. Atravesó la calzada y, al llegar a mi lado, se levantó el sombrero y me pidió educadamente que lo siguiera; así lo hice sin decir palabra, preguntándome para mis adentros adónde íbamos y qué ocurriría. Me llevó ante una casa de aspecto tranquilo y respetable, en una calle al oeste de la calle de Oxford, y llamó a la puerta. Un servidor nos hizo pasar a una gran sala discretamente amueblada de la planta baja. Nos sentamos un rato en silencio y me di cuenta de que los muebles, aunque nada llamativos, eran de mucho valor. Vi unos armarios de roble, dos estanterías muy elegantes y, en una esquina, un arcón tallado que debía ser medieval. Por fin entró el doctor Lipsius. Me saludó como siempre y, tras cambiar con él unas frases sin importancia, mi guía dejó la habitación. Apareció entonces un señor entrado en años que se puso a charlar con Lipsius y, por lo que dijeron, entendí que mi amigo comerciaba en antigüedades; hablaron del sello hitita y de las perspectivas de nuevos descubrimientos. Luego se nos juntaron otras dos o tres personas y la conversación giró en torno a la posibilidad de explorar de manera sistemática los monumentos pre-célticos de Inglaterra. En suma, asistía a una recepción no oficial de arqueólogos y, a las nueve de la noche, una vez que se retiraron los anticuarios, Lipsius debió entender por mis miradas que me sentía desconcertado y aguardaba una explicación.

—Ahora —dijo— vamos a los altos.

Mientras subíamos las escaleras —Lipsius iba delante, alumbrando el camino con una lámpara— oí ruidos de cerraduras, trancas y cerrojos en la entrada principal. Mi guía abrió una puerta cubierta de bayeta, pasamos por un corredor y escuché unos ruidos raros, como de gente que se ríe; luego me empujó a través de una segunda puerta y comenzó mi iniciación. No soy capaz de escribir las cosas de que fui testigo esa noche; me resulta intolerable acordarme de lo ocurido en esas habitaciones secretas, en que las gruesas persianas y cortinas no dejaban escapar ni un rayo de luz a la calle silenciosa; me dieron a beber vino tinto y, mientras lo probaba, una mujer me dijo que era el vino del Jarro Rojo que hiciera Avellanus. Otra me preguntó si me gustaba el vino de los faunos, y escuché una docena de nombres fantásticos, mientras el licor me ardía en las venas y, creo yo, despertaba en mí algo que dormía desde el día en que nací. Me pareció que mi timidez me abandonaba; no era un ser pensante, sino, a un tiempo, sujeto y objeto; participé en horribles juegos y asistí al misterio de los bosques y fuentes de Grecia que se desenvolvía ante mis ojos; vi la danza tambaleante y escuché el llamado de la música junto a mi compañera y, sin embargo, todo lo veía desde fuera, observaba como un espectador ocioso la parte que me tocaba en la representación. Me dieron a beber el cáliz en medio de ritos extraños y a la mañana siguiente, al despertarme, era uno de ellos y había jurado serles fiel. En un comienzo me mostraron el lado halagador de las cosas, ordenándome que disfrutara y me dedicase tan sólo al placer; el propio Lipsius me dijo que el mayor de los goces era ver los terrores de los desdichados que, de cuando en cuando, eran atraídos a la casa del mal. Pasado un tiempo me hicieron saber que también a mí me tocaba una parte del trabajo y me vi obligado a actuar, a mi vez, de seductor: me pesa sobre la conciencia haber conducido a más de uno a lo profundo del abismo.

Un día Lipsius me mandó llamar a su estudio y me anunció que debía encargarme una tarea difícil. Abrió un cajón, sacó una hoja escrita a máquina y me pidió que la leyera.

Era una nota sin firma, y sin indicación de lugar o fecha, que decía lo siguiente:

El 12 del presente, Mr. James Headley, F.S.A., recibirá de su agente en Alemania una moneda única, el Tiberio de oro. La moneda lleva en el reverso un fauno y la leyenda VICTORIA. Se trata, al parecer, de una pieza de valor inestimable. Mr. Headley vendrá a la ciudad para mostrar la moneda a su amigo, el profesor Memys, de Cheyies Street, calle de Oxford, entre el 13 y el 18.

El doctor Lipsius rió entre dientes al ver mi cara de sorpresa cuando acabé de leer la singular comunicación.

—Tendrá usted ocasión de mostrar su buen criterio —me dijo—. No se trata de un caso corriente; exige mucha prudencia y un tacto infinito. Bien quisiera disponer ahora de un Panurgo, pero veremos lo que es usted capaz de hacer.

—¿No es una broma, entonces? —le pregunté—. ¿Cómo sabe usted, o mejor dicho, cómo puede saber este corresponsal suyo, que le han despachado de Alemania una moneda a Mr. Headley? ¿Y cómo es posible prever con exactitud el momento en que se le ocurrirá a Mr. Headley venir a la ciudad? Mucho suponer me parece.

—Mi querido Mr. Walters —me contestó—, aquí no nos dedicamos a suponer. Lo aburriría si entrase en detalles y le mostrara, por así decirlo, las ruedecillas que mueven la máquina. ¿No le parece más entretenido estar sentado en el patio de butacas y admirarse, que no pasar detrás de la escena y descubrir el mecanismo? Más vale que lo hagan temblar los truenos, créame usted, y no ver al tramoyista que hace rodar una bala de cañón. En fin, no tiene usted que preocuparse del cómo y el porqué: más le vale encargarse de la propia tarea. Naturalmente, le daré instrucciones detalladas, pero mucho depende del tino con que se lleven las cosas. A menudo oigo a gente muy joven sostener que el estilo lo es todo en literatura, y puedo asegurarle que en nuestra profesión, actividad mucho más delicada, se aplica la misma máxima. Para nosotros el estilo lo es absolutamente todo y por eso tenemos amigos como usted.

Salí de allí más bien inquieto: Lipsius dejaba las cosas rodeadas de misterio, sin duda a propósito, y yo ignoraba el papel que me había asignado. Aunque había asistido a escenas de odioso esparcimiento, no era todavía insensible a un sentimiento de humanidad y temblaba pensando que tal vez recibiera la orden de convertirme en el verdugo de Mr. Headley.

Una semana más tarde, el 16 del mes, Mr. Lipsius me pidió que fuese a verlo.

—Es para esta noche —comenzó diciendo—. Por favor, Mr. Walters, atienda usted con mucho cuidado a lo que voy a decirle porque le va la vida en ello. Es un asunto peligroso, le repito que se juega usted la vida y que debe seguir al pie de la letra mis instrucciones. ¿Me entiende usted? Pues bien, esta noche a eso de las siete y media, vaya usted a pie tranquilamente por Hampstead Road hasta llegar a Vincent Street. Aquí doble la esquina y siga hasta la tercera calle a la derecha, que será Lambert Terrace. Siga usted por ella, cruce la avenida y tome Herford Street hasta la plaza Lillington. La segunda esquina que encontrará en la plaza se llama Sheen Street, pero es en realidad menos una calle que un pasaje entre dos muros. Pase lo que pasare, tenga usted la seguridad de hallarse en esa esquina a las ocho en punto. Entre usted a la calle y en el recodo, cuando pierda de vista la
plaza
, encontrará usted a un caballero de barba y bigote blancos. Es probable que esté protestando porque el coche de plaza lo ha traído a Sheen Street en vez de llevarlo a Chenies Street. Acerqúese a él cortésmente y póngase a su disposición; él le dirá adónde quiere ir y usted se ofrecerá a indicarle el camino. Debo añadir que el profesor Memys se mudó a Chenies Street hace un mes; Mr. Headley todavía no lo ha visitado en su nueva casa y, por lo demás, es muy corto de vista y conoce muy mal la topografía de Londres. Más aún, ha llevado siempre una vida solitaria y estudiosa en Audley Hall. ¿Hace falta que le diga algo más a una persona de su inteligencia? —prosiguió Lipsius—. Lo traerá usted a esta casa, él llamará a la puerta y vendrá a abrirle un mayordomo de librea. Su labor habrá terminado en ese momento, estoy seguro de que con éxito. Deje a Mr. Headley en la puerta, siga usted su camino y espero verlo mañana. Creo que no hay nada más que pueda decirle.

Cumplí las minuciosas instrucciones hasta el último detalle. Confieso que no caminé hasta Tottenham Court Road ciegamente, sino con la inquietud de quien llega a un punto decisivo de su vida. Los ruidos y rumores de las calles llenas de gente no eran para mí sino un espectáculo mudo; le daba vueltas una y otra vez a la misión que me había sido encomendada y me interrogaba sobre sus posibles resultados. Acercándome ya al sitio donde debía doblar, pensé que acaso corría peligro; me vino a la cabeza la idea de que se sospechaba de mí y se me vigilaba, y en cada transeúnte que ponía en mí los ojos veía un oficial de policía. Se me acababa el tiempo, el cielo se había oscurecido y dudé, casi decidido a no seguir adelante y a abandonar a Lipsius y a los suyos para siempre. Estaba por hacerlo cuando, de pronto, sentí la convicción de que todo no pasaba de ser una broma gigantesca, una invención completamente disparatada. ¿Quién puede haber comunicado la información sobre el agente armenio?, me pregunté. ¿Por qué medios se ha enterado Lipsius del día y hasta del tren en que viajaría Mr. Headley? ¿Cómo lograr que tome un determinado coche de plaza cuando hay varias docenas que esperan clientes en Paddington? Concluí que todo no era sino una patraña y seguí la ruta que con tanto detalle me había trazado Lipsius. Muchas de las calles eran silenciosas y de una pobreza vergonzante; estaba oscuro y me sentí solo en las viejas plazas por las que no pasa nadie. Las sombras se hacían más negras cuando entré a Sheen Street que, como Lipsius me había dicho, era más un pasaje que una calle; de un lado se veía un muro bajo, jardines descuidados y la parte trasera de una hilera de casas; del otro, un almacén de maderas. Di vuelta a la esquina, perdí de vista la plaza y me encontré, para mi asombro, con la escena anunciada. Había un simón detenido junto a la acera y un anciano, que llevaba un maletín en la mano, insultaba con violencia al cochero quien, sentado en el pescante, era la imagen misma del desconcierto.

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