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Authors: Arthur Machen

Los tres impostores (21 page)

BOOK: Los tres impostores
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—Sí, señor, pero estoy seguro de que dijo usted Sheen Street y aquí lo he traído —decía cuando me acerqué, mientras el caballero de barba blanca ardía de cólera y lo amenazaba con llamar a la policía y llevarlo ante los tribunales.

Ver esto fue para mí una gran sorpresa y decidí, en un abrir y cerrar de ojos, hacer lo que me habían mandado. Di unos pasos y, sin hacer caso del cochero, me quité el sombrero para saludar educadamente al anciano Mr. Headley.

—Perdone usted, señor —le dije—, ¿hay algún problema? Veo que está usted de viaje; tal vez el cochero se ha equivocado. ¿Puedo serle útil en algo?

El viejo se volvió hacia mí y noté que gruñía al hablar, mostrando los dientes como un perro furioso.

—Este idiota, este borracho, me ha traído aquí —me contestó—. Le dije que me llevara a Chenies Street y me trae a este rincón infernal. Pensaba pagarle espléndidamente, pero ahora no verá ni un cuarto de penique. Voy a buscar un policía, haré que lo metan preso.

La amenaza pareció asustar al cochero, quien miró en torno suyo como para asegurarse de que no había ningún policía en las inmediaciones, y acabó por marcharse, protestando airadamente, mientras Mr. Headley, con una feroz sonrisa de satisfacción por haberse ahorrado la carrera, se echaba al bolsillo un chelín y seis peniques, la espléndida suma que el cochero había perdido.

—Mi querido señor —le dije—, temo que esta tontería haya sido para usted una verdadera molestia. Estamos lejos de Chenies Street, y tendrá cierta dificultad en dar con ella a menos que conozca muy bien Londres.

—Casi no lo conozco —respondió—. No vengo nunca, como no sea por asuntos muy importantes, y en mi vida he estado en Chenies Street.

—¿De veras? Le enseñaré yo el camino, con mucho gusto. He salido a dar una vuelta y para mí no será ninguna molestia acompañarlo.

—Quiero ir acasa del profesor Memys, que vive en el número quince. Me resulta muy molesto, pues soy corto de vista y ni siquiera alcanzo a distinguir los números de las casas.

—Venga usted por aquí —le dije, y emprendimos la marcha.

Mr. Headley no me dio la impresión de ser una persona simpática; a decir verdad, no hizo sino regañar durante todo el camino. Cuando me dijo su nombre tuve buen cuidado en responder: «¿El conocido anticuario?», y a partir de ese momento no me quedó más remedio que escuchar la historia de sus complicadas pendencias con los editores que, según me aseguró, se habían portado con él como unos miserables. El hombre era un capítulo del Mal Humor de los Autores. Me explicó que había estado a punto de ganar una fortuna para varias casas editoriales, pero que debió abandonarlas ante la negra ingratitud de que fue víctima. Además de estas antiguas ofensas, y del más reciente percance con el cochero, guardaba aún otra grave queja por presentar. Esa tarde venía en el tren sacándole punta al lápiz y, al llegar a la estación, una brusca sacudida lo hizo herirse en la cara con la navaja: me mostró, en efecto, una pequeña herida triangular en la mejilla. Acusó a la empresa de ferrocarriles, lanzó imprecaciones sobre la cabeza del conductor y habló de una demanda por daños y perjuicios. Maldecía todo el tiempo, sin advertir en absoluto por dónde íbamos; tan poco amable me pareció su conducta que empecé a alegrarme de la broma que le estaba gastando.

No obstante, el corazón me latía un poco más fuerte cuando llegamos a la calle en que esperaba Lipsius. Pueden ocurrir mil accidentes, pensé, podemos encontrarnos con un amigo de Headley; quizá aunque no haya estado nunca en Chenies Street, conoce la calle adonde lo llevo; es corto de vista pero bien puede distinguir el número de la casa o, si de pronto sospecha algo, dirigirse al policía de la esquina. Cada paso que dábamos por la acera, acercándonos a la meta, era para mí una punzada y un susto, cada transeúnte que nos cruzábamos una amenaza y un peligro. Tragué saliva con gran esfuerzo, conseguí tranquilizarme y dije despreocupadamente:

—¿Me parece que dijo usted el número quince? Es la tercera puerta. Con su permiso, lo dejaré aquí. Llevo un poco de retraso y debo ir al otro lado de Tottenham Court Road.

Gruñó algo así como un agradecimiento y, dando media vuelta, me fui por donde había venido. Al cabo de uno o dos minutos volví la cabeza y vi a Mister Headley esperando ante la casa; luego se abrió la puerta y entró. Por mi parte, di un suspiro de alivio, me apresuré a dejar el barrio y esa noche traté de divertirme en grata compañía.

A la mañana siguiente no fui a ver a Lipsius. Me sentía ansioso, pero ignoraba lo que había ocurrido o estaba ocurriendo, y una solicitud razonable por mi propia seguridad me aconsejaba quedarme quieto en mi casa. Sin embargo, pudo más la curiosidad y, al caer la noche, decidí enterarme de cómo había terminado el pequeño drama en el que me tocara una parte. Al verme llegar, Lipsius me saludó inclinando la cabeza y dijo que quería hablar conmigo cinco minutos. Fuimos a su estudio y se puso a caminar de arriba para abajo mientras yo esperaba.

—Mi querido Mr. Walters —dijo por fin—, lo felicito muy sinceramente: hizo usted el trabajo que le había encargado de la manera más cumplida y artística. Usted llegará lejos. Mire esto.

Fue a su escritorio y apretó un resorte secreto; se abrió un cajón, del cual retiró algo que puso sobre la mesa. Era una moneda de oro; la examiné con el más vivo interés y leí la inscripción en torno a la figura del fauno.

—Victoria —dije sonriendo.

—Sí: una presa magnífica y a usted se la debemos. Tuve muchas dificultades para convencer a Mr. Headley de que se había cometido un pequeño error: así presenté las cosas. Se portó de una manera desagradable y hasta, diría yo, poco caballeresca. ¿A usted no le pareció que se trataba de una persona muy irritable?

Levanté la moneda para admirar el diseño raro y escogido, tan nítido como si acabara de salir del troquel. El oro fino ardía y resplandecía como una lámpara.

—¿Y qué ocurrió al fin con Mr. Headley? —pregunté.

Lipsius sonrió y se encogió de hombros.

—¿Qué más da? Podría estar aquí, allá o en cualquier parte, pero ¿qué importancia puede tener? Por lo demás, su pregunta me sorprende. Usted, Mr. Walters, es un hombre inteligente. Piénselo bien y estoy seguro de que no repetirá la pregunta.

—Mi querido señor —le contesté—, creo que no me trata usted con justicia. Acaba usted de dirigirme unos elogios muy amables por la parte que me tocó en la captura, y es natural que me interese saber cómo terminó el asunto. Aunque conozco muy poco a Mr. Headley, me imagino que tendría usted con él ciertas dificultades.

No me respondió por el momento, sino que se puso a caminar otra vez por la habitación, al parecer absorto en sus pensamientos.

—Bueno, supongo que no le falta razón —dijo al fin—. No hay duda de que estamos en deuda con usted. Ya le he dicho que tengo una alta opinión de su inteligencia, Mr. Walters. Venga usted por aquí, por favor.

Abrió una puerta que daba a otra habitación y señaló algo. Sobre el suelo había una gran caja en forma de ataúd. Al acercarme me di cuenta que era el féretro de una momia, como los que se ven en el Museo Británico, pintado vivamente con brillantes colores egipcios y no sé qué proclamación de honores o de esperanzas en la vida inmortal. Dentro había una momia amortajada, envuelta en vendas y con la cara descubierta.

—¿Va usted a despachar esto? —dije, olvidándome de la pregunta que acababa de hacer.

—Sí, es un pedido de un museo de provincias. Mire usted más de cerca, Mr. Walters.

Me llamó la atención su tono de voz y, mientras Lipsius levantaba la lámpara, me incliné a mirar la cara. La piel estaba ennegrecida por el paso de los siglos pero de pronto vi en la mejilla derecha una pequeña cicatriz triangular y comprendí el secreto de la momia: lo que veía ante mí era el cadáver del hombre que yo mismo trajera con engaños a la casa.

No me pasó por la cabeza ninguna idea, ningún propósito de hacer algo. Guardaba aún en la mano la maldita moneda, quemándome con un anuncio del infierno, y súbitamente huí, como hubiese huido de la peste y la muerte, y me lancé a la calle ciego de terror, sin saber por dónde iba. Sentí la moneda que llevaba apretada en el puño, la arrojé no sé dónde y seguí corriendo por oscuros pasajes y callejuelas, hasta que fui a parar a una avenida llena de gente y logré serenarme. Entonces, al volver en mí, advertí el gravísimo peligro que corría y lo que me sucedería de caer en poder de Lipsius. Había alzado la mano no tanto contra un hombre como contra un mecanismo implacable. Mi reciente aventura con el desventurado Mr. Headley bastaba para convencerme de que Lipsius disponía de agentes en todas partes; preveía que, si llegaba a apoderarse de mí, se mantendría fiel a su doctrina del estilo y me haría morir en medio de horribles e ingeniosas torturas. Tendría que dedicar toda mi inteligencia a esconderme de él y de sus emisarios, tres de los cuales habían demostrado su habilidad para averiguar el paradero de gentes que, por diversas razones, preferían ocultarse. Estos servidores de Lipsius eran dos hombres y una mujer: esta última, sin comparación, la más sutil y peligrosa. Sin embargo, tampoco yo me creía desprovisto de astucia y tomé mi decisión en el acto. A partir de entonces he luchado día a día y hora a hora contra la sagacidad de Lipsius y sus secuaces. Durante un tiempo, tuve éxito; aunque me buscaron furiosamente por todo Londres, me mantuve oculto y hasta observé divertido sus frenéticos esfuerzos por recobrar la pista que habían perdido en dos o tres minutos. Recurrieron a toda clase de engaños y celadas para hacerme dejar mi escondite; leí avisos en los periódicos anunciándome que habían recobrado lo que llevé conmigo y proponiéndome reuniones en las que tendría mucho que ganar sin el menor de los riesgos. Sus tretas me hacían reír, empecé a despreciar un poco a la organización que había temido y me aventuré a salir un poco más. No una ni dos, sino varias veces, reconocí a los dos hombres encargados de apoderarse de mí y, aunque los tuve cerca, conseguí eludirlos fácilmente; llegué a la conclusión, un poco apresurada, de que nada había que temer y de que mi inteligencia era superior a la suya. Entre tanto, mientras me felicitaba de mis ardides, el tercer emisario de Lipsius, la mujer, estaba tejiendo sus redes. En mal hora se me ocurrió visitar a un viejo amigo, un escritor llamado Russell que vive en una calle tranquila de Bayswater. La mujer, lo supe sólo hace uno o dos días, demasiado tarde, ocupa unas habitaciones en la misma casa: me hizo seguir y descubrió mi refugio. Demasiado tarde me di cuenta, ya lo he dicho, de que había cometido un error fatal y me hallaba rodeado. Tarde o temprano caeré en poder de un enemigo sin piedad; no me queda otro remedio que salir de esta casa y será para perderme. Apenas si me atrevo a suponer la suerte que me está reservada; mi imaginación, siempre muy vivaz, me pinta imágenes espantosas de las indecibles torturas a que seré sometido; sé que cuando muera Lipsius estará a mi lado, gozando con los refinamientos de mi dolor y mi vergüenza.

Las horas y hasta los minutos se han vuelto preciosos para mí. A veces estoy imaginando mis torturas y me detengo a preguntarme si aún ahora no podré dar con una jugada maestra, un plan de infinita sutileza que me libre de sus lazos. Pero descubro que he perdido la facultad de combinar; soy como el sabio del viejo mito, abandonado por el poder que hasta ahora me ayudara. No sé cuándo vendrá el momento supremo, si tarde o temprano, pero es inevitable; dentro de poco seré sentenciado y entre la sentencia y la ejecución no mediará mucho tiempo.

No puedo seguir más tiempo prisionero en este lugar. Saldré esta noche, cuando las calles están llenas de gentes y de clamores, y haré un último esfuerzo por escapar.

Dyson cerró el libro lleno de profundo asombro y pensó en la extraña serie de incidentes que lo había puesto en contacto con las intrigas y conjuras urdidas en torno al Tiberio de oro. Había guardado la moneda en lugar seguro y tembló ante la sola posibilidad de que llegasen a saberlo los miembros de la maligna asociación, que parecían disponer de fuentes de información tan extraordinarias.

Se había hecho tarde mientras leía y guardó el libro, esperando de todo corazón que, aun en la hora undécima, el desgraciado Walters hubiera logrado burlar el destino que tanto temía.

C
APÍTULO
VIII

A
VENTURA EN LA RESIDENCIA ABANDONADA

—Maravillosa historia, en efecto, extraordinaria serie y concatenación de coincidencias. Admito que no había ninguna exageración en lo que me decía usted cuando me mostró el Tiberio de oro. ¿Cree usted que Walters tenía razón en temer un final atroz?

—No lo sé. ¿Quién puede predecir lo que sucederá cuando la vida misma se viste el manto de la coincidencia y monta una representación? Tal vez no hemos llegado aún al último capítulo de esta extraña historia. Pero mire usted, nos estamos acercando a los extremos de Londres, ya se ven vacíos en las apretadas hileras de ladrillo, ya se distingue a lo lejos el campo verde.

Dyson había convencido al ingenioso Mr. Phillips de que lo acompañase en una de las largas caminatas sin rumbo a que era tan aficionado. En el corazón mismo de Londres subieron a un ómnibus que los llevó al oeste por avenidas adoquinadas y bajaron al final de la línea, en uno de los últimos suburbios; un momento después, terminada la calzada a medio construir, siguieron por un camino tranquilo, a la sombra de los olmos. La luz amarilla de otoño que antes encendiera la calle humilde de los arrabales se filtraba ahora entre las ramas para hundirse en las espesas alfombras de hojas caídas o destellar en los charcos relucientes. Era el interludio feliz del otoño antes de que empiecen a soplar los vientos. Más allá flotaba sobre los pastos una sensación de paz y del otro lado, a lo lejos, se divisaba Londres, la ciudad vaga e inmensa entre los velos de niebla; aquí y allá el sol golpeaba una ventana y la iluminaba; la aguja de una iglesia resplandecía en lo alto, encima de las calles en sombra y la agitación de la vida. Dyson y Phillips pasaron en silencio entre los vallados y, al doblar un recodo del camino, se encontraron ante una reja antigua y herrumbrosa, abierta de par en par, y al fondo una casa a la que se llegaba por un sendero cubierto de musgo.

—Esto se llama sobrevivir —dijo Dyson—, aunque me imagino que para este sitio ha sonado la última hora. Mire usted esos pobres laureles raquíticos, que parecen hierbas negras y desnudas; mire la pintura amarilla que se ha corrido sobre la fachada, las manchas verdosas de humedad. Hasta el letrero, que anuncia a quien quiera leerlo que se alquila la casa, está roto y medio caído.

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