Los tres impostores

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Authors: Arthur Machen

BOOK: Los tres impostores
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Londres, finales del siglo XIX. El joven burgués y aspirante a escritor Dyson es testigo de una desesperada persecución. Mientras perseguidor y perseguido se alejan, el segundo deja caer un objeto brillante al suelo. Dyson visita a su amigo Charles Phillips, quien le revela que la pieza es un Tiberio de oro, una moneda romana de gran valor histórico.

A partir de ese momento y en el transcurso de pocos días, Dyson y Phillips conocerán a cinco extraños personajes que narran aterradores y turbios relatos de sus vidas que, a modo de rompecabezas, formarán una absorbente trama envuelta porun estremecedor halo de misterio.

Arthur Machen

Los tres impostores

ePUB v1.1

chungalitos
23.06.11

HYSPAMERICA

Título original:
The Three Impostors

Traducción: Luis Loayza

Traducción cedida por Alianza Editorial, Madrid

© Original: The State of Arthur Machen, 1985

© Castellana: Alianza Editorial, Madrid

© Para la presente edición:

Hyspamérica Ediciones Argentina, S. A., Buenos Aires, 1985

Corrientes, 1437 (1042) Buenos Aires

Hyspamérica Ediciones, S. A.

Santiago, 12. 28013 Madrid

I.S.B.N.: 84-85471-72-5

Depósito legal: M. 16301-1985

Papel offset P. Q. Papelera del Oria

Compuesto en Fernández Ciudad, S. L.

Impreso en Gráficas Futura. - Villafranca del Bierzo, 21-23

Fuenlabrada (Madrid)

Printed in Spain

Biblioteca personal Jorge Luis Borges

Colección dirigida por Jorge Luis Borges

(con la colaboración de María Kodama)

A lo largo del tiempo, nuestra memoria va formando una biblioteca dispar, hecha de libros, o de páginas, cuya lectura fue una dicha para nosotros y que nos gustaría compartir. Los textos de esa íntima biblioteca no son forzosamente famosos. La razón es clara. Los profesores, que son quienes dispensan la fama, se interesan menos en la belleza que en los vaivenes y en las fechas de la literatura y en el prolijo análisis de libros que se han escrito para ese análisis, no para el goce del lector.

La serie que prologo y que ya entreveo quiere dar ese goce. No elegiré los títulos en función de mis hábitos literarios, de una determinada tradición, de una determinada escuela, de tal país o de tal época
. Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer,
dije alguna vez. No sé si soy un buen escritor; creo ser un excelente lector o, en todo caso, un sensible y agradecido lector. Deseo que esta biblioteca sea tan diversa como la no saciada curiosidad que me ha inducido, y sigue induciéndome, a la exploración de tantos lenguajes y de tantas literaturas. Sé que la novela no es menos artificial que la alegoría o la ópera, pero incluiré novelas porque también ellas entraron en mi vida. Esta serie de libros heterogéneos es, lo repito, una biblioteca de preferencias.

María Kodama y yo hemos errado por el globo de la tierra y del agua, hemos llegado a Texas y al Japón, a Ginebra, a Tlebas, y, ahora, para juntar los textos que fueron esenciales para nosotros, recorreremos las galerías y los palacios de la memoria, como San Agustín escribió.

Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica
. La rosa es sin por qué
, dijo Ángelus Silesius; siglos después, Whistler declararía
El arte sucede.

Ojalá seas el lector que este libro aguardaba.

Prólogo

A principios de lo que un historiador holandés llamó, indefinidamente, la Edad Moderna, cundió por toda Europa el nombre de un libro
, De tribus Impostoribus
, cuyos protagonistas eran Moisés, Jesucristo y Mahoma, y que las alarmadas autoridades querían descubrir y destruir. Nunca dieron con él, por la suficiente razón de que no existía. Ese libro quimérico ejerció un influjo considerable, ya que su virtud residía en el nombre y en lo que involucraba e nombre, no en las ausentes páginas.

Como aquel otro escándalo, este libro se llama
Los tres impostores
. Arthur Machen lo escribió a la sombra de Stevenson, en un estilo que parece fluir, digno de su declarado maestro. La acción transcurre en aquel Londres de posibilidades mágicas y terribles que por primera vez nos fue revelado en las
New Arabian Nights
y que Chesterton exploraría mucho después en las crónicas del Padre Brown. El hecho de saber que los relatos de los tres personajes son imposturas no disminuye el buen horror que sus fábulas comunican. Por lo demás toda ficción es una impostura: lo que importa es sentir que ha sido soñada sinceramente En otros libros
—The House of Souls, The Shinning Pyramid, Things Near and Far
— sospechamos que Machen no cree del todo en lo que nos cuenta; no así en las páginas que siguen en el melancólico
Hill of Dreams.
En casi todas ellas, como en ciertos textos y en el
Quijote,
hay sueños adentro de sueños, que forman un juego de espejos. A veces condesciende al aquelarre; la corrupción del espíritu se manifiesta por la corrupción de la carne. Machen inventó la leyenda de los Angeles de Mons, que en cierto duro trance de la primera guerra mundial salvaron a las fuerzas británicas. Esa leyenda es ahora parte de la mitología popular y anda en boca de gente humilde que nada sabe de él. Perdurar más allá de su mero nombre le hubiera complacido.

Tradujo del francés los doce tomos de las no siempre verídicas y no siempre licenciosas
Memorias
del veneciano Casanova.

Arthur Machen (1863-1947) nació en las serranías de Gales, fuente de la
matiére de Bretagne,
que pobló de sueños la tierra.

Las literaturas encierran breves y casi secretas obras maestras;
Los tres impostores
es una de ellas.

P
RÓLOGO

—¿Y Mr. Joseph Walters se quedará toda la noche? —preguntó el hombre pulcro y bien afeitado a su acompañante, un individuo de aspecto no muy cuidado, cuyos bigotes color jengibre iban a confundirse con un par de patillas que le llegaban al mentón.

Esperaban ante la puerta de la casa, sonriéndose el uno al otro con aire maligno. Un momento después una muchacha bajó corriendo las escaleras y se unió a ellos. Era muy joven, de cara graciosa e interesante, ya que no hermosa, y de ojos pardos y brillantes. Llevaba en la mano algo envuelto en un papel y se rió con sus amigos.

—Deje usted la puerta abierta —dijo el hombre pulcro al otro cuando salían—. Sí, por... —prosiguió, con un atroz juramento—, dejaremos entreabierta la puerta. Tal vez quiera tener compañía.

El otro miró en torno, titubeando.

—¿De veras le parece prudente, Davies? —preguntó, con la mano puesta en la aldaba vieja y gastada—. Creo que a Lipsius no le gustaría. ¿Qué dice usted, Helen?

—Estoy de acuerdo con Davies. Davies es un artista y usted, Richmond, un hombre vulgar y un poco cobarde. Dejemos la puerta abierta, por supuesto. ¡Qué lástima que Lipsius haya tenido que irse! Se hubiera divertido mucho.

—Sí —respondió el elegante Mr. Davies—. Para el doctor fue una pena que lo mandasen llamar del Oeste.

Salieron juntos, dejando entreabierta la puerta del salón, que estaba rajada, consumida por el hielo y la humedad. Se detuvieron un instante bajo el ruinoso soportal de la entrada.

—Bueno —dijo la muchacha—. Por fin hemos acabado. Ya no tendremos que correr tras las huellas del joven de anteojos.

—Estamos en deuda con usted —le respondió amablemente Mr. Davies—. Lo dijo el propio doctor antes de irse. Pero ¿acaso no nos quedan por hacer a los tres unas cuantas despedidas? Por mi parte, delante de esta mansión pintoresca y deshecha, me propongo decirle adiós a mi amigo Mr. Burton, comerciante de antigüedades y objetos curiosos —y quitándose el sombrero, se inclinó con un gesto exagerado.

—Y yo —dijo Richmond— me despido de Mr. Wilkins, secretario privado, cuya compañía, debo confesarlo, empezaba a ser algo aburrida.

—Adiós a Miss Lally y también a Miss Leicester —dijo la muchacha, haciendo una deliciosa reverencia—. Adiós a toda la extraña aventura. Ha terminado la farsa.

Mr. Davies y la joven parecían llenos de una torva alegría. Richmond, en cambio, se atusaba nerviosamente el bigote.

—Me siento un poco trastornado —dijo—. Peores cosas he visto en los Estados Unidos, pero ese ruido que hizo, como si gritara, me dio una especie de náuseas. Y el olor... Pero siempre he sido de estómago delicado.

Alejándose de la puerta, los tres amigos se pusieron a ir y venir despacio por lo que había sido un camino enarenado, ahora lodoso y cubierto de musgos. Era un espléndido atardecer de otoño y el sol hacía brillar tenuemente los muros amarillos de la vieja casa abandonada, iluminando trozos de gangrenoso deterioro, así como todas las manchas, las señales negras de la lluvia y las cañerías rotas, los desgarrones en que asomaban ladrillos desnudos, el llanto verde de un pobre laburno al lado del porche y, cerca del suelo, los corrimientos de la arcilla sobre los ruinosos cimientos. Era una construcción curiosa y destartalada; la parte central, con un tejado en el que sobresalían varias buhardillas, tendría unos doscientos años y se prolongaba en dos alas de estilo georgiano; en ambas, dos grandes ventanales arqueados llegaban a la planta alta y remataban en cúpulas de vidrio, que una vez estuvieron pintadas de un verde reluciente y ahora eran grises y opacas. Sobre el camino, entre la espesa bruma que se levantaba del suelo arcilloso, se veían pedazos de urnas destrozadas; los arbustos intrincados y deformes, que habían crecido sin cuidado alguno, despedían olores profundos y perversos, y en toda la casa abandonada la atmósfera evocaba la idea de una tumba abierta. Los tres amigos miraron con desánimo las ortigas y las malas hierbas que se apretaban donde antes crecieran el césped y los macizos de flores y, en medio de ellas, un tristísimo estanque, ya no cubierto de nenúfares, sino de una hez verde y aceitosa. En el centro del estanque, sobre las rocas, un tritón enmohecido soplaba en su caracola rota y más allá, pasando la verja hundida y los prados lejanos, se hundía el sol, rojo y resplandeciente, entre los bosques de olmos.

Richmond se estremeció y dio una patada en el suelo.

—Más vale que nos vayamos —dijo—. Ya nada tenemos que hacer aquí.

—No —respondió Davies—. Hemos terminado, por fin. Durante un tiempo creí que nunca lograríamos apoderarnos del caballero de los anteojos. Era muy astuto, pero al final, ¡Señor!, se vino abajo de mala manera. Les aseguro que lo vi palidecer cuando le toqué el brazo, en la taberna. Pero, ¿dónde lo habrá escondido? Los tres podemos jurar que no lo llevaba encima.

La muchacha se echó a reír y ya se alejaban cuando Richmond se detuvo, sobresaltado.

—¡Ah! ¿Qué lleva usted ahí? —gritó, volviéndose a la joven—. Mire, Davies, mire usted: está chorreando y goteando.

La muchacha puso los ojos en el paquete que llevaba en la mano y apartó un poco el papel.

—Sí, miren los dos —dijo—, es mi propia idea. ¿No les parece que irá muy bien en el museo del doctor? Viene de la mano derecha, la mano que se apoderó del Tiberio de oro.

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