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Authors: Arthur Machen

Los tres impostores (4 page)

BOOK: Los tres impostores
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—Mi querido señor —dijo—, estoy verdaderamente encantado de verlo. He leído con toda atención la carta que tuvo usted la bondad de enviarme. ¿Debo entender que este documento es de su puño y letra? —Me mostró la carta que le había escrito y le respondí que mis medios no me permitían contar con un secretario—. Entonces, señor —siguió diciendo—, el puesto del anuncio está a su disposición. ¿Supongo que no tiene inconveniente en viajar?

Como puede usted imaginarse, cerré de inmediato el trato que me ofrecía y entré al servicio de Mr. Smith. Durante las primeras semanas muy poco tuve que hacer; recibí un trimestre de sueldo adelantado y una buena cantidad para mis gastos personales. Por fin, al presentarme una mañana al hotel, conforme a mis instrucciones, mi empleador me informó que debía prepararme para un viaje por mar y, por no entrar en detalles, diré tan sólo que quince días más tarde desembarcamos en Nueva York. Mr. Smith me anunció que se hallaba dedicado a unos trabajos de carácter especial, una compilación que exigía determinadas investigaciones; en suma, me dio a entender que debíamos seguir viaje al Oeste.

Después de pasar una semana en Nueva York nos instalamos en nuestros vagones y dimos comienzo al viaje más aburrido que se pueda imaginar. Día tras día y noche tras noche el gran tren seguía su marcha a través de ciudades de nombres desconocidos para mí, reduciendo la velocidad al pasar por peligrosos viaductos, orillando sierras y pinares, internándose en bosques profundos en los cuales, milla tras milla y hora tras hora, lo único que podía verse era la misma vegetación monótona, mientras que el estruendo incesante de las ruedas en las vías mal construidas casi no nos dejaba oír a nuestros compañeros de viaje. Formábamos un grupo heterogéneo que iba modificándose todo el tiempo. Muchas veces me despertó a mitad de la noche el brusco estrépito de los frenos y, al mirar afuera, comprobé que nos habíamos detenido en las calles miserables de alguna población improvisada, que iluminaban con luz chillona las ventanas de la taberna. Unos cuantos individuos de mala catadura venían a mirar de cerca los coches, quizá unos pasajeros bajaban del tren, dos o tres personas los aguardaban en los andenes de madera. Muchos de los viajeros eran ingleses, familias humildes arrancadas a sus hogares de mil años y con destino a un problemático paraíso en el desierto alcalino de las Montañas Rocosas. Escuchaba a los hombres charlando sobre lo mucho que se puede ganar en las tierras americanas mientras que dos o tres de ellos, que eran obreros, se hacían lenguas de los magníficos salarios que pagan a la mano de obra capacitada los ferrocarriles y fábricas de los Estados Unidos. Por lo general, la conversación se apagaba pasados unos minutos, y entonces veía la tristeza y el desaliento reflejarse en sus caras, mientras pasaba ante ellos la siniestra vegetación o el espacio desolado de la pradera, que interrumpen aquí y allá casas sin jardines, ni flores, ni árboles, completamente aisladas en la vasta extensión, que es como un mar oscuro y congelado. Día tras día el horizonte ondulado y la aridez de la tierra sin forma, ni color, ni variedad nos estrujaba el corazón, por lo menos a los ingleses, y una noche que no lograba dormir escuché a una mujer sollozar y quejarse, preguntándose para qué había venido a ese lugar. El marido trataba de consolarla diciéndole, con el espeso acento de Gloucestershire, que la tierra era tan rica que bastaba ararla y los girasoles crecían solos, pero ella seguía llorando como una criatura por su madre, su casita y sus colmenas. Tanta congoja me abrumaba y no me quedaban ánimos para pensar en otra cosa; no se me ocurrió enterarme de lo que tenía que hacer Mr. Smith en este país, y qué investigaciones literarias eran las suyas que podían llevarse a cabo en estos desiertos. En varias ocasiones, sin embargo, me dije que mi situación era curiosa; había sido contratado como asistente literario, con un sueldo excelente, pero mi empleador seguía siendo para mí casi un desconocido; a veces venía a mi lado en el coche y hacía una cuantas observaciones intrascendentes sobre la región que atravesábamos, aunque por lo general se mantenía apartado y sin cambiar palabra con nadie, abstraído al parecer en sus pensamientos. Por fin —creo que fue al quinto día de haber salido de Nueva York— vino a avisarme que pronto dejaríamos el tren; yo había estado mirando unas montañas agrias y escarpadas que se levantaban a lo lejos, y hubiera querido saber si existían seres humanos tan desgraciados como para dar el nombre de patria a esos peñascos, cuando Mr. Smith me tocó ligeramente el hombro.

—Estoy seguro de que no le pesará dejar estos coches, Mr. Wilkins —me dijo—. Miraba usted las montañas, me parece. Espero que llegaremos a ellas esta noche. El tren para en Reading y me atrevo a decir que sabremos dar con el camino.

Unas horas más tarde bajamos del tren en la estación de Reading. La ciudad, aunque casi enteramente construida en casas de madera, era mayor y más activa que las que habíamos atravesado los dos últimos días. La estación estaba llena de gente y, cuando sonaron la campana y los silbatos, vi que muchas personas se disponían a dejar los coches y todavía más esperaban el momento de subir. Además de los pasajeros había una apretada multitud, gentes venidas a recibir o despedir amigos, cuando no simples haraganes. Varios de los ingleses que fueran nuestros compañeros de viaje bajaron en Reading, aunque la confusión era tal que los perdí de vista en el acto. Mr. Smith me indicó con un gesto que fuese tras él y se metió por en medio de la muchedumbre; sonaban las campanas, pitaban los silbatos, el vapor se escapaba de la locomotora con un ruido ensordecedor y todo el mundo hablaba al mismo tiempo; aturdido, luchaba por seguir a mi empleador, atinando apenas a preguntarme adónde nos dirigíamos y cómo podríamos hallar el camino en un país desconocido. Mr. Smith se había calado un sombrero de ala ancha que le caía sobre los ojos y, como casi todos los hombres llevaban sombreros semejantes, me era difícil distinguirlo entre la multitud. Salimos por fin de la estación, Smith tomó por una calle lateral y dobló un par de veces, a la derecha y a la izquierda. Caía la tarde; atravesábamos seguramente un barrio pobre de la ciudad; había muy poca gente por las calles mal iluminadas, apenas unas cuantas personas de aspecto miserable. De pronto nos detuvimos en una esquina, ante una casa. En la puerta, un hombre parecía esperar a alguien y me di cuenta de que cambiaba con Smith miradas de inteligencia.

—¿Viene de Nueva York, señor?

—Sí, de Nueva York.

—De acuerdo. Están listos, los tendrá usted cuando quiera. Ya ve que conozco mis órdenes y pienso cumplirlas al pie de la letra.

—Muy bien, Mr. Evans, eso es lo que queremos. Ya sabe usted que tenemos dinero. Tráigalos ahora mismo.

Escuché el diálogo en silencio, sin saber de qué hablaban. Smith se puso a caminar con impaciencia de un lado a otro mientras que Evans, tras lanzar un agudo silbido, se quedó como estaba, sin moverse de la puerta. No me quitaba los ojos de encima, como para asegurarse de que se acordaría de mi cara en otra oportunidad. Estaba pensando en lo que significaba todo esto, cuando por un pasaje apareció un chico feo y encorvado que traía de la brida un par de caballos escuálidos.

—A caballo, Mr. Wilkins, y lo antes posible —dijo Smith—. Ya deberíamos estar en camino.

Empezaba a hacerse de noche cuando salimos y un rato más tarde, al mirar atrás, divisé a nuestras espaldas la ancha llanura y las luces de la ciudad que brillaban débilmente; ante nosotros se alzaban las montañas. Smith conducía su cabalgadura por los caminos fragosos con la misma facilidad que si estuviera paseando por Piccadilly y yo iba tras él como mejor podía. Me sentía dolorido y exhausto, incapaz de fijar la atención en lo que me rodeaba, aunque me daba cuenta de que subíamos gradualmente y de cuando en cuando distinguía unas rocas enormes al borde del camino. La jornada me ha dejado una impresión confusa. Tengo idea de que atravesamos un bosque de pinos muy denso y oscuro, en el que los caballos debían buscar el camino entre las peñas, y me acuerdo del efecto que me hizo el aire enrarecido a medida que subíamos más y más. Creo que pasé la segunda mitad del viaje dormido y de pronto me sobresaltó oír que Smith decía:

—Hemos llegado, Wilkins. Estamos en Blue Rock Park. Mañana disfrutará usted del paisaje. Ahora tenemos que comer algo y meternos en la cama.

De una tosca cabaña salió un hombre que se hizo cargo de los caballos. En el interior nos esperaba un pedazo de carne y un áspero whisky. Habíamos llegado a un lugar extraño. La casa tenía tres cuartos: uno en el que comimos, el de Smith y el mío; el viejo sordo que nos había recibido dormía en un cobertizo. A la mañana siguiente, al salir de la cabaña, advertí que nos hallábamos en una especie de valle entre las montañas; los bosques de pino, y unas enormes peñas de color gris azulado que se veían entre los árboles, le habían dado el nombre de Blue Rock Park. Por todas partes nos rodeaba la sierra cubierta de nieve, el aire era como vino y, cuando subí a una ladera y miré en torno comprendí que, en cuanto a tener compañía de seres humanos, lo mismo hubiera sido naufragar en un islote a mitad del Pacífico. La única señal de que el sitio no estaba completamente deshabitado era la cabaña de troncos donde pasara la noche; en mi ignorancia, no sabía entonces que existían otras viviendas semejantes a distancias que, para las Montañas Rocosas, eran relativamente accesibles. En ese momento me abrumó la sensación de una soledad absoluta, aterradora, y al pensar en la gran pradera y el gran océano que me separaba de mi mundo conocido se me hizo un nudo en la garganta y tuve miedo de morir en ese valle perdido entre las montañas. Fue un instante terrible y aún no lo he olvidado. Naturalmente, conseguí dominar mi horror; me dije que la experiencia me haría más fuerte y resolví poner al mal tiempo buena cara. A partir de ese día comenzó para mí una vida muy dura, como eran duras la casa y la comida. Quedé enteramente librado a mi propia suerte. No veía casi nunca a Smith y ni siquiera sabía cuándo se hallaba en la casa. Muchas veces lo hacía ausente y tenía la sorpresa de verlo salir de su cuarto, cerrar la puerta con llave y echarse la llave al bolsillo, y en varias ocasiones, creyéndolo ocupado en su habitación, lo vi entrar con las botas cubiertas de barro. Por lo que toca al trabajo, había dado con una verdadera sinecura; mis únicas ocupaciones eran caminar por el valle, comer y dormir. Entre una cosa y otra me fui acostumbrando a mi nueva vida, conseguí instalarme cómodamente y poco a poco me animé a aventurarme más y más lejos de la casa y a explorar los alrededores. Un día llegué hasta un valle vecino y me encontré a un grupo de hombres ocupados en aserrar madera. Fui hasta ellos con la esperanza de que alguno fuese inglés; eran, en todo caso, seres humanos, y volvería a oír hablar articuladamente, pues el viejo que se ocupaba de la casa, además de ser medio ciego y sordo como una tapia, fue siempre completamente mudo en sus relaciones conmigo. Esperaba ser recibido con llaneza, sin las formas que ordena la cortesía, pero los ceños torvos y las respuestas breves y hoscas que fueron toda mi acogida me dejaron asombrado. Los leñadores cambiaron entre sí miradas que no presagiaban nada bueno, y uno de ellos echó mano del fusil, de modo que tuve que volver sobre mis pasos, maldiciendo la suerte que me había traído a una tierra donde los hombres eran más feroces que las mismas fieras. La soledad comenzó a agobiarme como una pesadilla, y unos días más tarde decidí caminar hasta una estación situada a pocas millas, una pobre hostería de cazadores y turistas. De vez en cuando algún caballero inglés pasaba en ella la noche, y pensé que tal vez encontraría a una persona de mejores modales que los habitantes de la región. Como lo esperaba, había un grupo reunido ante la casa de troncos que hacía las veces de hotel, seis o siete cazadores que, al acercarme, se miraron entre sí con sorpresa y luego clavaron en mí los ojos con expresión de odio, en la que también había algo del asco con que se mira a una víbora inmunda y venenosa. Ya no tuve paciencia para soportarlo más y grité:

—¿Hay aquí un inglés o cualquier otra persona que sea un poco civilizada?

Uno de ellos se llevó la mano al cinto pero su vecino lo contuvo con un gesto y me respondió:

—Ya verá usted muy pronto que tenemos ciertos recursos de gentes civilizadas y creo que no le gustarán mucho. En todo caso, hay un inglés que se hospeda aquí, seguramente tendrá mucho gusto de verlo. Aquí está: ése es Mr. D'Aubernoun.

Apareció en la puerta un joven, vestido como un
squire
inglés, que puso en mí los ojos. Uno de los hombres, señalándome, le dijo:

—Éste es el tipo de quien hablábamos anoche. Pensamos que le gustaría echarle una mirada,
squire
, y aquí lo tiene.

La expresión cordial del joven inglés se nubló en el acto, me miró severamente y se apartó con un gesto de aversión y desprecio.

—Señor —lo llamé a gritos—, no sé lo que he hecho para que me traten de esta manera. Es usted mi paisano y esperaba un gesto de cortesía.

Me lanzó una mirada de indignación y ya entraba en la casa cuando, cambiando de parecer, dio media vuelta y se dirigió a mí:

—Creo que se porta usted de manera más bien imprudente. Abusa usted de una tolerancia que tal vez no dure mucho, que a decir verdad durará muy poco tiempo más. Permítame decirle, señor, que bien puede llamarse inglés, y arrastrar por el lodo el nombre de Inglaterra, pero no debe contar con que la influencia inglesa venga en su ayuda. Si yo fuera usted no me quedaría aquí ni un minuto más.

Entró a la hostería y los hombres quedaron mirándome a la cara en silencio mientras yo me sentía a punto de perder la razón. Salió entonces la mesonera, que fijó en mí la vista como en una fiera o un salvaje. Volviéndome a ella le dije, en tono sereno:

—Estoy muerto de hambre y de sed. Vengo a pie desde muy lejos. Tengo bastante dinero. ¿Puede usted darme algo de comer y beber?

—No, no puedo —me contestó—. Más vale que se vaya de aquí.

Volví a casa poco menos que arrastrándome, como un animal herido, y me acosté. Todo era para mí un enigma incomprensible. Sentía cólera, vergüenza y terror, y a los pocos días sufrí todavía un poco más, pues al pasar ante una casa en el valle vecino unos niños que jugaban huyeron de mí dando gritos despavoridos. Si quería ocuparme en algo sólo me restaba caminar; me hubiera muerto de quedarme sentado mano sobre mano en Blue Rock Park, mirando todo el día las montañas, pero cada vez que me encontraba con un ser humano veía en sus ojos la misma mirada de odio y repugnancia. En una ocasión, mientras pasaba a través de un monte muy cerrado, oí un disparo y una bala me zumbó malignamente junto a la cabeza.

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