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Authors: Arthur Machen

Los tres impostores (17 page)

BOOK: Los tres impostores
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—Claro que sí. Pero antes había fijado los ojos en la extraordinaria puesta de sol que tuvimos esta tarde. Ésa es la única explicación. Mañana verá las cosas de otra manera, no lo dude usted. Recuerde, sin embargo, que siempre estaré dispuesto a ayudarla en lo que pueda; no dude en venir a verme o en mandarme llamar si algo la preocupa.

Me fui sin haber recobrado la serenidad, sintiéndome perpleja, dolorida y aterrada, sin saber dónde volverme. A la mañana siguiente, en cuanto vi a mi hermano, el corazón me dio un vuelco al advertir que llevaba envuelta en un pañuelo la mano derecha, la mano en que yo había visto claramente una mancha como de fuego negro.

—¿Qué tienes en la mano, Francis? —le pregunté, sin que me temblara la voz.

—Nada grave. Anoche me corté el dedo y sangró un poco. Me he vendado como he podido.

—Te pondré una venda mejor, si quieres.

—No, muchas gracias, así está muy bien. ¿Y si tomáramos el desayuno? Estoy muerto de hambre.

Nos sentamos a la mesa y no dejé de observarlo. Casi no comió ni bebió nada, y le arrojó al perro la carne que le sirvieron cuando creyó que yo no me daba cuenta. Entonces vi en sus ojos una mirada que no le había visto nunca, y me pasó por la cabeza la idea de que era una mirada apenas humana. Estaba convencida de que, por increíble y espantoso que fuese lo que había visto la noche anterior, no era ninguna ilusión, ningún engaño de mis sentidos extraviados, y esa misma mañana regresé a casa del médico.

El doctor Haberden sacudió la cabeza con aire desconcertado e incrédulo y pareció reflexionar unos minutos.

—¿Y dice usted que sigue tomando el remedio? Pero, ¿por qué? Entiendo que todos los síntomas de que se quejaba han desaparecido; ¿para qué tomarlo si se siente bien? Y, a propósito, ¿dónde hizo preparar la receta? ¿En la farmacia de Sayce? El viejo se está volviendo descuidado y hace tiempo que no le mando a nadie. Vamos juntos a verlo, me gustaría hablar con él.

Acompañé al doctor a la botica. El viejo Sayce conocía al doctor Haberden y estaba dispuesto a contestar a sus preguntas.

—Le ha estado usted enviando esto a Mr. Leicester desde hace varias semanas, por receta mía —dijo el doctor, dándole un papel en que había algo escrito.

El boticario se puso unos grandes anteojos y levantó el papel con manos temblorosas.

—Ah, sí —respondió—. Me queda muy poco. Es un fármaco más bien raro y lo he tenido almacenado algún tiempo. Tendré que pedir más si Mr. Leicester lo sigue tomando.

—Permítame echarle una mirada —dijo Haberden y, al recibir el frasco de vidrio, retiró el tapón, olió el contenido y miró con severidad al boticario.

—¿Dónde ha conseguido usted esto? —le preguntó—. ¿Y qué cosa es? Para empezar, Mr. Sayce, no es lo que he recetado. Sí, sí, ya veo lo que dice la etiqueta, pero le aseguro que éste no es el medicamento.

—Lo tengo desde hace mucho —respondió el viejo, asustado—. Lo compré en Burbage, como siempre. No se receta a menudo y ha estado varios años en el anaquel. Ya ve usted que queda muy poco.

—Más vale que me lo lleve —dijo el médico—. Me temo que ha ocurrido algo malo.

Salimos en silencio de la tienda. El doctor llevaba bajo el brazo un paquete con el frasco.

—Doctor Haberden —le dije, una vez que dimos unos pasos—. Doctor Haberden.

—Sí —me respondió, con aire preocupado.

—Quisiera que me dijese lo que ha estado tomando mi hermano dos veces al día desde hace un mes.

—Francamente, Miss Leicester, no lo sé. Hablaremos de eso cuando lleguemos a mi casa.

No dijimos una palabra más hasta entrar al consultorio. El doctor me invitó a sentarme y se puso a caminar de arriba abajo por la sala, poseído —lo notaba en su expresión sombría— por las más graves inquietudes.

—Bueno —dijo al fin—, todo esto es muy insólito y es natural que se sienta usted alarmada. Debo confesarle que yo mismo no las tengo todas conmigo. Dejemos de lado, si me lo permite, lo que me contó usted anoche y esta mañana; el hecho es que durante las últimas semanas, Mr. Leicester se ha estado impregnando el organismo con un fármaco que me es completamente desconocido. Le aseguro que no es lo que yo receté; lo que de verdad contiene el frasco está por verse.

Deshizo el paquete, derramó con cuidado unos cuantos granos en un pedazo de papel y los miró de cerca.

—Sí, parece sulfato de quinina, como usted dice; es una sustancia escamosa... pero sienta el olor.

Me tendió el frasco y me incliné sobre él. Era un olor extraño y nauseabundo, vaporoso e irresistible, como de un fuerte anestésico.

—Haré que lo analicen —dijo Haberden—. Un amigo mío ha dedicado toda su vida a la ciencia química. Entonces sabremos qué pensar. No, no me diga nada más sobre lo otro; no puedo escucharla; siga mi consejo y ya no piense en el asunto.

Esa noche mi hermano no salió a la calle después de cenar, como solía.

—Ya me he divertido bastante —dijo con una risa hueca—, y tengo que volver a mis viejas costumbres. Un poco de Derecho será un descanso después de una dosis tan extrema de placeres— y sonriendo para sí se fue a su cuarto. Seguía con la mano vendada.

El doctor Haberden vino unos días más tarde.

—No tengo ninguna noticia que darle —me anunció—. Chambers ha salido de Londres, de modo que no sé más que usted de la sustancia. Pero me gustaría ver a Mr. Leicester, si se encuentra en casa.

—Está en su habitación —le respondí—. Le diré que ha venido usted a verlo.

—No, no, subiré yo, así podremos conversar tranquilamente. Supongo que nos hemos agitado mucho por algo que no vale la pena puesto que, a fin de cuentas, sea lo que fuere el polvo blanco, parece que le ha hecho bien.

El doctor subió a los altos y desde el salón de la planta baja lo escuché llamar y luego oí el ruido de la puerta que se abría y se cerraba. Esperé una hora en la casa en silencio; la quietud en torno a mí se hizo más y más intensa a medida que el minutero giraba en la esfera del reloj. Por fin una puerta se cerró bruscamente y sentí al médico que bajaba la escalera. Los pasos cruzaron el vestíbulo y se detuvieron ante la entrada de la casa. Me faltaba el aliento y traté de respirar profundamente: me vi muy pálida en un pequeño espejo y en ese momento el doctor apareció en la puerta del salón. Fue hasta una silla y se sujetó poniendo una mano en el respaldo. Brillaba en sus ojos un horror indecible, el labio inferior le temblaba con violencia y antes de hablar tragó saliva y tartamudeó unos sonidos inarticulados.

—He visto a ese hombre —comenzó diciendo en un susurro ahogado—. He estado frente a él una hora. ¡Dios mío! ¡Y estoy vivo y no he perdido la razón! Mi oficio ha sido enfrentarme a la muerte y muchas veces he visto en ruinas el tabernáculo terrestre. ¡Pero no esto! ¡No esto! —y se cubrió la cara con las manos como para no ver lo que tenía ante sí—. No vuelva usted a llamarme, Miss Leicester —me dijo, un poco más calmado—. Nada puedo hacer en esta casa. Adiós.

Lo vi bajar tambaleándose los escalones de la entrada y alejarse en dirección a su casa: me pareció que desde esa mañana había envejecido diez años.

Mi hermano no salió más de su cuarto. Con una voz que apenas le reconocí anunció que estaba muy ocupado y me pidió que le dejasen las comidas junto a la puerta; di órdenes para que se hiciera lo que quería. A partir de ese día desapareció para mí la concepción arbitraria que llamamos el tiempo. Vivía en una perpetua sensación de temor, ocupándome mecánicamente de la rutina de la casa y apenas si cambiando unas palabras con los sirvientes. De vez en cuando salía a recorrer las calles durante una o dos horas, pero estuviese dentro o fuera de la casa, mi espíritu se quedaba ante la puerta cerrada de la habitación de los altos y aguardaba temblando que se abriese. He dicho que casi no me daba cuenta del curso del tiempo, pero supongo que habían pasado unos quince días de la visita del doctor Haberden cuando, una tarde, regresé de mi paseo un poco más tranquila y descansada que de costumbre. El aire suave y agradable, las hojas verdes que flotaban como una nube sobre la plaza, el olor de las flores, todo halagaba mis sentidos y me sentía casi contenta mientras avanzaba rápidamente. Me detuve al borde de la acera para dejar pasar un coche y, sin pensar lo que hacía, levanté la vista a las ventanas de la casa; en el acto me ensordeció un furioso remolino de aguas heladas y profundas, el corazón me dio un salto en el pecho y se desplomó hundiéndose en el fondo de un pozo, un terror sin nombre y sin forma me dejó atónita. Extendí a ciegas una mano a través de la oscuridad, desde el valle de sombras en que me hallaba, y logré sostenerme y no caer por tierra, aunque el suelo se agitaba en bruscas ondulaciones y todo lo que era firme huía bajo mis pies. Durante un instante había visto la ventana de mi hermano: descorrían la cortina y algo viviente se asomaba a la calle. No, no puedo decir que fue un rostro lo que vi, ni nada que tuviese apariencia humana: vi algo vivo, me miraron a los ojos dos llamas que ardían en medio de algo tan informe como mi miedo, vi el símbolo y la presencia de toda malignidad, de la más aborrecible podredumbre. Me quedé clavada en el sitio, temblando y estremeciéndome como si me poseyese la fiebre, enferma con las agonías execrables del pavor y el asco, y pasaron cinco minutos antes de que encontrara fuerzas para moverme. Entré a la casa y subí corriendo a golpear la puerta del cuarto de mi hermano.

—¡Francis, Francis! —llamé a gritos—. ¡Contéstame, por amor de Dios! ¿Qué es esa cosa tan horrible que está en tu cuarto? Échala fuera, Francis, no la tengas junto a ti.

Oí un ruido de pies que se arrastraban lenta y torpemente y luego un sordo gorgoteo, como quien trata de hablar; por fin una voz confusa y sofocada dijo unas palabras que entendí a duras penas.

—No hay nada aquí —dijo la voz—. Por favor, no me molestes. No me siento muy bien hoy.

Me retiré aterrada y sin defensa. Nada podía hacer sino preguntarme por qué mentía Francis, puesto que aunque sólo divisé un instante la aparición de la ventana, la vi con demasiada claridad como para engañarme. Traté de concentrarme, segura de que había otra cosa, algo que había visto en el primer destello de terror, hasta que los ojos ardientes se fijaron en los míos. De pronto, recordé: al levantar la vista, estaban descorriendo la cortina y alcancé a distinguir lo que la movía. La imagen horrenda me quedará grabada para siempre en el cerebro. No era una mano; lo que sostenía la cortina no eran dedos, sino un muñón negro, con el aspecto consumido y el movimiento torpe de la pata de una fiera, que brilló un instante ante mis ojos: luego me abrumaron las ondas oscuras del terror y me precipité al abismo. Pensar en la atroz presencia en la habitación de mi hermano me llenaba de espanto; volví a su puerta y otra vez lo llamé a gritos pero no contestó. Esa noche una de las sirvientas vino a decirme, en un susurro, que hacía muchos días que la comida depositada ante la puerta quedaba intacta; la criada tocaba la puerta y no le abrían; como yo, había escuchado a alguien que arrastraba los pies. Así pasaron los días. Las comidas de mi hermano fueron hasta su puerta sin que las recogiese, y no me contestó aunque seguí llamándolo. Las sirvientas empezaron a hablarme y estaban tan inquietas como yo. La cocinera dijo que, cuando mi hermano se encerró, lo oía salir por las noches de su cuarto y andar por la casa; una vez, añadió, la puerta del salón se abrió y se cerró otra vez, pero ahora habían pasado varias noches sin que oyera ningún ruido. Por último, llegó la crisis final. Una tarde, al anochecer, me hallaba en el salón cuando un grito desgarrador rompió el silencio y alguien bajó corriendo de los altos. Un momento después llegó hasta mí la criada, muy pálida y temblando como una hoja.

—¡Ay, Miss Helen! —me dijo, con un hilo de voz—. ¡Por Dios santo, Miss Helen! ¿Qué ha pasado? ¡Míreme la mano, señorita, mire esta mano!

La llevé junto a la ventana y vi que tenía en la mano una mancha negra y húmeda.

—No lo entiendo —dije—. Dígame lo que ha pasado.

—Subí a arreglar su dormitorio —me respondió—. Ahora mismo estaba aireando la ropa de cama y, de repente, me cayó en la mano algo húmedo. Levanté la vista y vi el techo todo negro y goteando.

La miré a los ojos, mordiéndome los labios.

—Venga usted conmigo —le dije—. Traiga una vela.

Mi dormitorio se hallaba debajo de la habitación de mi hermano. Al entrar sentí que me estaba temblando todo el cuerpo. Miré al techo y vi una mancha negra y húmeda: las gotas negras de un licor horrible caían sobre mi cama y formaban un charco en medio de las sábanas blancas.

Subí corriendo a golpear su puerta.

—¡Francis, Francis, hemano querido! —grité—. ¿Qué te ha pasado?

Oí un ruido ahogado, un gorgoteo como de agua que hierve y nada más; llamé más fuerte pero no tuve respuesta.

A pesar de lo que me había dicho el doctor Haberden, recurrí a él. Las lágrimas me corrían por la cara mientras le contaba lo ocurrido y me escuchó con expresión grave y apesadumbrada.

—Lo hago por su padre —dijo al fin—. Iré con usted, aunque no puedo hacer nada.

Salimos juntos. Las calles estaban oscuras y desiertas y se sentía un calor pesado después de varias semanas sin lluvia. A la luz de los faroles veía al doctor blanco como el papel: cuando llegamos a casa le temblaban las manos.

Subimos sin dudar un momento. Yo sostenía en alto una lámpara y él llamó levantando la voz, en tono decidido.

—Mr. Leicester, ¿me oye usted? Insisto en verlo. Contésteme en el acto.

Pero no respondió, y oímos detrás de la puerta el ruido ahogado que ya he dicho.

—Mr. Leicester, lo estoy esperando. Abra la puerta ahora mismo o la abriré yo por la fuerza.

Y llamó una tercera vez, con voz resonante que retumbaba en las paredes.

—¡Mr. Leicester! Por última vez le ordeno que abra usted la puerta.

—Estamos perdiendo el tiempo —me dijo, tras aguardar un momento, en un silencio opresivo—. Tenga la bondad de buscarme una vara de metal o algo por el estilo.

Corrí al desván del fondo de la casa, donde guardábamos toda clase de cosas, y encontré una herramienta pesada, una especie de azuela que podía servir.

—Muy bien, creo que esto bastará —me dijo, y se inclinó para gritar junto al hueco de la cerradura—: Le advierto, Mr. Leicester, que voy a entrar por la fuerza en su habitación.

Golpeó la puerta con la azuela, la madera se partió con un crujido y la entrada quedó libre. Entonces llegó a nosotros del fondo de la oscuridad un grito aterrador, no una voz humana sino el rugido inarticulado de un monstruo, que nos obligó a dar un paso atrás.

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