Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados (15 page)

BOOK: Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados
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Cuando de nuevo tomé el coche para ir a la rueda de prensa, me dio la sensación de que el Rey tenía un punto de tristeza, y también de amargura.

En la rueda de prensa, como ya no era un raro, casi no había periodistas ni cámaras. Alguno me preguntó cómo había encontrado a don Juan Carlos. Les di mi opinión, y a la salida una muchacha de un diario nacional me dijo que le gustaría que profundizásemos en esta cuestión. Quedamos para otro día, pero nunca volvió a preguntarme por ello. Muchas veces se repetiría esta misma situación a lo largo de los cuatro años siguientes. Nunca te acostumbrabas, pero había que asumirlo.

—¿Votará usted a Zapatero?

—Hay dos razones para hacerlo: la vuelta de los soldados de esa terrible carnicería que está siendo Iraq y la anulación del trasvase del Ebro.

El 16 de abril de 2004 Zapatero presentaba su candidatura para ser presidente del Gobierno, y así sucedieron las cosas.

El hemiciclo se llenó de diputados nuevos que miraban atentos todo lo que sucedía a su alrededor. El más nuevo era el señor Manuel Marín, nombrado presidente del Congreso en una sesión anterior, que estuve a punto de presidir debido a la edad —uno es ya más viejo que la guerra de Cuba—: sin embargo, me quitó este «honor» un asturiano: a los pobres no nos llega ni para eso.

Con la rimbombancia eufórica de un hombre que fue eurodiputado y estuvo en la firma de la anexión de España a la UE, ordenó que sus señorías se sentaran y tomaran posesión física de su escaño. Y servidor, que aun huido su beduino continuaba oteando el horizonte, comprobó que en el Mixto había dos caras nuevas y faltaban otras.

El BNG llegaba con una diputada cuyo nombre era Olaia Fernández Davila, sin acento, porque se cabrea cada vez que lo ve con ese signo ortográfico, fan del Celta de Vigo a muerte y una persona muy preparada en todos los temas de carácter social.

Lo demostraría durante cuatro años en plenos y comisiones.

Nueva, nueva, con formación política reluciente y con una personalidad que, desde el primer momento, impacta entre diputados y diputadas, era Uxue Barcos, de Nafarroa Bai, y que llevaba tras de sí años de presentadora en los informativos de la televisión del País Vasco y de corresponsal de la misma en Madrid. O séase: una veterana en estas matracas legislativas, aunque fuera la primera vez que se sentara en esta casa.

De nuestro lado se iba José Núñez, del Partido Andalucista, que se quedaba en su tierra para arrimar el hombro de la esperanza y no caer en el pesimismo de otras formaciones. Joan Saura, nombrado
conseller
del Gobierno de la Generalitat —hay que ver cómo ascienden los amigos—, y Puigcercós, que iba a encabezar, gracias al desastre de la política autonómica del PP, un grupo de ocho diputados. Estaban tan contentos que iban saludando a todos los próximos con un fuerte apretón de manos y una sonrisa, y aun con risas, a veces tan estrepitosas que Marín pedía que se tranquilizasen. Resultaba difícil después de un salto tan increíble.

Era un grupo variopinto, y algunos de sus miembros poseían tanta personalidad que con su fuerza consiguieron apabullar a los «bienpensantes».

El excelentísimo señor —se lo pongo en coña— Joan Tardà i Coma me recordaba, con su cabeza ilustre y poderosa, a Taras Bulba; y con el mismo ímpetu que dicen que tenía aquel jefe cosaco, nuestro hombre arrasaba las tímidas voluntades de los «nacionalistas» hispanos y los enervaba y cabreaba. Era toda una avalancha de aire fresco en medio de esa incertidumbre que se denominaba «corrección política».

Su compañero Joan Puig Cordón me recordó, desde el instante mismo en que lo conocí, a Stan Laurel por su manera de moverse, de driblar al contrario y de comprometerse con temas que le iban a producir más problemas que soluciones.

Por el contrario, Josep Andreu Domingo era la tranquilidad personificada. Se movía con gestos lentos y cuando hablaba lo hacía con parsimonia. Le gustaba fumar a escondidas en el hemiciclo unos pequeños cigarrillos de papel negro; también le gustaba recorrer Aragón, los días que tenía libres, a la búsqueda y encuentro de canteras que tuvieran buenas tierras, fundamentales para producir cemento no contaminante. «Son el futuro», o al menos eso sostenía cuando me contaba que en el pueblo de mi madre trabajaba en una de ellas. Me pareció estupendo.

En Convergència i Unió la voz cantante la iba a llevar un paisano natural de esa zona que los «malos aragoneses» conocemos como la Franja. Me refiero a Duran i Lleida, natural de Alcampell, que apareció elegante y coquetón; aseguraban, por el recuerdo dejado de anteriores legislaturas, que se trata de un excelente parlamentario.

De Euskadi llegaban dos novedades. Una con el PNV, Emilio Olavarría Muñoz, un nuevo Basajaun racional, aunque esta vez calvo e irónico contra tanta mansedumbre como se iba a ir acumulando en los días venideros.

El otro era el vizcaíno Eduardo Madina Muñoz, contra quien ETA había atentado, dejándolo sin una de sus piernas. A pesar de eso, su expresión mostraba una paz incomprensible para tipos como yo, más viscerales y con más mala leche. Hablar con él era dialogar con un susurro de brisa suave de la ría de Bilbao. Impresionante.

De entre mis paisanos, Jesús Membrado y Yolanda Casaús ocupaban nueva plaza.

Jesús es un viejo líder sindical y pronto su partido, el PSOE, lo colocó allí donde el poder se nota más. Lo sentaron al lado de Alfonso Guerra. Nunca supe si como comisario político. Es broma.

Yolanda, de la Andorra turolense, llegaba con el aire bravo de las minas de carbón y su presencia enseguida reafirmaba aquello de Teruel existe. Con ella sobre todo.

En las bancadas del PP la derrota había traído hasta los asientos de «putos diputados» como yo a gerifaltes de la alta administración valenciana, que soñaron con ser ministros, secretarios de Estado, subsecretarios o al menos directores generales. Pronto la mala uva y el resentimiento harían mella en ellos. A este grupo de resentidos había que añadir también todos los que en los ocho años últimos habían sido ideólogos del aznarismo y habían ocupado carteras ministeriales.

Rebajados a la humildad de simples diputados, cuando ellos no lo habían asumido, iban a convertir la legislatura en un verdadero galimatías con la intención de demostrar que la democracia, cuando ellos no mandan, es un desastre.

El candidato subió a la tribuna, se hizo el silencio, y el señor Zapatero inició su discurso. Como siempre, sería largo, pero en sus palabras había ideas y conceptos que sonaban a esperanza, y también actitudes y gestos que iban a producir una clara y sincera concepción de lo que es la política.

Cuando tomé la palabra le recordé que pedíamos cuatro puntos, y que eran: primero el descarte oficial y definitivo del trasvase del Ebro y de cualquier otro, y la apuesta por la nueva cultura del agua y por el diálogo social y territorial como método para afrontar los problemas hídricos; en segundo lugar, su compromiso para acelerar y terminar las infraestructuras aragonesas, especialmente la finalización de la autovía mudéjar que, según una y otra vez me había asegurado el señor Aznar, la tendríamos para el 2004. (Luego se fue a su FAES y nos la dejó inaugurada, eso sí, pero sin terminar y con muchos kilómetros pendientes aún de iniciarse.) Como tercer punto para darle nuestro apoyo solicitamos un frenazo firme a la involución autonómica y un respeto a la pluralidad del Estado. Y para darle el sí definitivo exigimos una apuesta segura por una mejora de los derechos sociales y por un impulso de los servicios públicos.

—Hoy ha llegado el día de cumplir nuestro compromiso —dije, poniéndome casi, casi, como un actor de comedia americana, y añadí—: Hemos visto reflejadas en sus intervenciones un apoyo a nuestras demandas, vamos a ser coherentes y vamos a votar que sí a la investidura del señor Zapatero como candidato a presidente del Gobierno.

Aplausos, dice el Diario de Sesiones...

—Creemos —continué— que podremos dar respuesta a la esperanza de tantas gentes que durante estos años han sufrido el desprecio y la ignorancia de un gobierno prepotente. Por eso le pedimos que no defraude a la nueva mayoría progresista que se está fraguando en este día. Queremos ser testigos y cómplices de este nuevo rumbo que la res pública está adoptando en estos tiempos convulsos, en los que poco a poco dejamos las mentiras de los políticos del Partido Popular y vamos hacia un Parlamento que se va a ir transformando en un lugar de debate, de confrontación y de esperanza.

La sesión terminó con las intervenciones de mis compañeras de fila Begoña Lasagabaster, que en un tono muy político analizó el discurso de Zapatero, y de Uxue Barcos, quien reclamó, casi como yo, que la vida política pasase por el Parlamento y que su tierra se viera representada en él por voces más radicales en la defensa de sus necesidades y de su futuro. Esa misma tarde se produjo la votación de modo afirmativo para el nuevo presidente, y con esa mueca entre irónica, amarga y confusa el jefe de la oposición, el señor Rajoy, le dio la enhorabuena cuando todavía los aplausos resonaban en el hemiciclo y los fotógrafos inundaban de flashes la luz de atardecida.

Unos días después el presidente de la Comunidad de Aragón me invitó a comer en la sede de su Gobierno a petición de Zapatero. Curiosamente, desde ese día el señor Iglesias, viejo amigo, no me ha vuelto a ver, ni a llamar, ni a solicitar opinión alguna. Actitud un tanto incomprensible, pero tácticamente segura para disolver la imagen de la Chunta Aragonesista en la lejanía de la actualidad y así acabar con la coherencia de muchas de las gentes de esta organización.

De todos modos iban a presentarse dos actitudes por parte del partido del Gobierno; una, la de la pura ignorancia, y la otra, por el contrario, la total colaboración sobre todo en las dos comisiones que en esa legislatura me habían caído en suerte: la de Educación y la de Medio Ambiente, dos frentes abiertos por el PP para resarcirse de su nunca admitida derrota electoral.

La ignorancia legislativa de los cuatro años del Gobierno de Aznar dio paso a un incremento de la actividad parlamentaria, que muchos días producía tensión y enorme fatiga. Las leyes no se iban a guardar, sino que, por el contrario, se intentarían sacar adelante con los apoyos que el señor Zapatero había conseguido.

Hicimos saltos adelante en la historia social de este país y seguro que el humilde Beduino se sentía honrado, a pesar de su ausencia, comprobando que las palabras daban paso a leyes que iban a mejorar y dignificar la situación de muchos colectivos marginados y contribuirían a mejorar la condición humana de emigrantes y desfavorecidos socialmente. Un socialismo suave se percibía en la personalidad del presidente, y así se lo comenté el día que me recibió en la Moncloa para analizar algunos de los puntos fundamentales que el Gobierno iba a llevar adelante. De golpe, uno sentía que estaba allí para algo, y ese algo lo iba a traducir, junto a Paco Pacheco —mi verdadero álter ego—, en proposiciones concretas, en preguntas justas y en solidaridades colectivas con los miembros del Mixto y del propio partido del Gobierno.

A veces, cuando ese desánimo ácrata que me rondaba por la sesera se hacía más presente, recordaba las últimas palabras del aún candidato:

—Señor Labordeta, le agradezco muy sinceramente su intervención. Le diré, en el terreno personal, que me produce una especial satisfacción que usted con su voto me otorgue la investidura. Señor Labordeta, es usted un demócrata de mucha solera.

Y así me defendía contra el decaimiento ideológico, que lo tenía siempre a flor de piel, con las palabras finales que dediqué como respuesta:

—Efectivamente, uno viene luchando por la democracia y por la libertad desde hace muchísimos años y hoy uno se siente satisfecho al ver que toda esa España que yo diría que fue denunciada como una España de no españoles está aquí reunida, demostrando que España es mucho más compleja que lo que ellos querían hacer.

Como de costumbre, el primer paso que dio el señor Zapatero fue formar su Gobierno con personajes como María Teresa Fernández de la Vega, ilustre ya en los tiempos «filipescos», o Miguel Ángel Moratinos, un hombre silencioso y suave de maneras, al contrario que Solbes, que parece que siempre anda entre la coña, el humor y la retranca. De punta en blanco siempre, la nueva ministra de Cultura iba a poner, no sé si en el ministerio, pero sí en el hemiciclo la fantasía de un desfile de modelos contra el tedio de las tardes de control al Gobierno.

Un aguerrido ímpetu era el que transmitía el nuevo ministro de Defensa, el señor Bono, que a lo largo de los días que ocupó el cargo se empeñó, una y otra vez, en que lo acompañase allí donde España tenía misiones.

—Soy muy mozo para estos viajes.

—Sólo son cuarenta y ocho horas.

—Peor que peor. Además, yo no soy de la Comisión de Defensa. Es Uxue Barcos.

—Sí, pero una dama entre tanto militar...

— ¿Y las soldados?

—Son soldados.

Y con mi rotundo no, no consiguió arrastrarme ni a Líbano ni a Afganistán. Pero cada vez que me reunía para tratar temas como la ley sobre la situación de la tropa y de la marinería, me regalaba un pequeño corneta de los soldados catalanes o la figurita de un estilizado lancero.

En ese Gobierno, como en todos, había ministros que se perdían en la nebulosa de la memoria, como la de Educación o la de Sanidad y Consumo. Por el contrario, personas como Caldera, portavoz en la anterior legislatura y ahora ministro de Trabajo, o la ironía andaluza de la ministra de Fomento, se quedaban en la pupila del recuerdo con unas imágenes muy concretas. Como concreta era la personalidad de la ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, que desde el primer instante demostró su total conocimiento de ese sector y de esa administración.

Para poner orden en el país se nombró a José Antonio Alonso. Suave, silencioso, poco jolgorioso y concreto en sus límites jurídicos, aunque la radicalidad del PP bien le podría haber conducido a una irritabilidad continua. No lo consiguieron.

Comisión del 11-M

En mi vida cotidiana nunca me toca nada en suerte; ni una triste cesta de Navidad, de las más humildes, me ha acompañado para surtir de cava semiseco o de turrón baratillo las noches navideñas. Pero en el Congreso, cada vez que hubo que echar a suerte los asuntos más complicados, siempre mi «mala» suerte se volvía buena y allí me veía sometido en la Diputación Permanente o, a los pocos días de la formación del Gobierno de Zapatero, embarcado en un complicado ejercicio para desentrañar la posible verdad de lo ocurrido el Once de Marzo y el terrible atentado.

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