Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados (6 page)

BOOK: Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados
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Los directores generales, con un cinismo de la mejor escuela, rechazaban todas y cada una de las quejas y propuestas, y aunque la señora Alborch, diputada del PSOE, presidiera la comisión, permanecía como un invitado de piedra: sin opinar ni decir nada de nada. Tan sólo cuando la reyerta llegaba a puntos insostenibles, pedía calma.

Unas veces lo conseguía y otras el portavoz del PSOE se quedaba sin voz ante el alboroto que le organizaban los del PP y el nivel de volumen que tenía que alcanzar su parlamento.

El turno del partido en el Gobierno llegaba con las últimas preguntas; entonces los cantos de gloria y alabanza alcanzaban tal grado que algunos periodistas se sonrojaban, a pesar de llevar años cubriendo esta comisión.

—Nunca —me decía un viejo colega de los días de cantar y callar— se habían dado estos niveles de desvergüenza y de cinismo hipócrita.

Era curioso, pero el partido en el Gobierno se preparaba ya para intentar salir airoso de todos los problemas que se le fuesen presentando, sin más explicaciones que las más pobres razones, y para ello manipularon y sometieron a TVE a un brutal descrédito.

—En tiempos de Felipe los jefes tampoco eran angelitos.

Y es que siempre, desde el día en que se encendió la primera lámpara de la primera televisión, todos han querido tener el juguetito a sus órdenes: unos más y otros menos; pero los de la mayoría conservadora supusieron que con ella seguirían gobernando este país durante un buen montón de años.

El Beduino comenzó muy pronto, quizá demasiado pronto, a perder la ingenuidad y comprender lo que le aseguraba su abuela, la monegrina: «La política es una madrastra sin entrañas».

Y dispuesto a cruzar el Rubicón de los elementos contrarios, me fui acorazando contra mucha desilusión, demasiado combate y, sobre todo, enormes carretas de incomprensión. Porque el diputado forastero que era no había estudiado en los colegios mayores en los que habían estudiado los jefes, los segundones y los arribistas; tampoco había sido subjefe de algo, ni director de asuntos varios, ni compañero de pupitre de ilusionados violadores del verso, con perdón solicitado a mis paisanos del rap. Pronto comprendí la inutilidad de todo eso que tú te crees que eres, porque no eres nada para los que, con mucamas filipinas, llevan los zapatos brillantes y las corbatas relucientes. Sólo hay que mirar los currículos que presentan mientras tú pones a tus dos nietas como valor necesario, porque es la mayor gloria que has alcanzado en tu vida. Ellos, por lo bajini, se descojonan. Doctorados, más doctorados, premios, premietes, premiados y saltos en la cuerda floja.

—Tú —me dijo un colega—, con ese currículo, nunca llegarás a nada en esto de la carrera política.

—Es que no quiero llegar a nada.

—Entonces, ¿qué haces aquí?

—Eso mismo me pregunto cuando la realidad es borde y los sueños se quedan en las cierceras monegrinas de los grandes secanos.

—Vuélvete a casa.

—En cuanto pueda.

Un día un viejo exiliado republicano acudió a mi despacho y me regaló una corbata.

—Veo —me dijo— que usted nunca la lleva. Un diputado debe llevarla. En la República todos la llevábamos, incluido algún anarquista que entendía que eso no era símbolo de señoritismo, sino de autoridad.

Agradecí su gesto y la guardé en uno de los cajones de mi despacho. Algunas veces la sacaba, todavía estaba envuelta con el papel de celofán, y pensaba en aquel personaje, y en algún momento hasta estuve a punto de ponérmela en su memoria, pero me daba cuenta de que para llevarla tenía que cumplir con un objetivo que nunca cumpliría: ser políticamente correcto. No me gustaba, y preferí huir del reglamento, de las formas formales, de esa cosa que llaman corrección parlamentaria, y tratar con las personas que no van de gris, porque con las de gris nunca sabes con quién estás hablando. Es preferible tratar con los de cazadoras rompedoras, camisas iluminadas, brillantes pantalones vaqueros y toda la parafernalia necesaria para echar humor a la vida y reírte. Al fin y al cabo será lo único que te lleves a tu tumba el día en que en tu epitafio te pongan tus paisanos: «Este cabrón legisló».

De trasvases y otras insensateces

A los beduinos, por ingenuidad democrática o por duro paisanaje en las áridas tierras monegrinas, el pelo de la dehesa y el amargo sabor del ribazo estéril les tarda un tiempo en abandonar. Por eso les cuesta aparecer como ciudadanos. Ingenuos, sí, pero con el carácter despierto hacia un mundo donde las ineptitudes se evalúan más que al tipo silencioso que contempla la vida con la sospecha de que algo no va bien y de que alguien le está sacando la sangre por debajo de la puerta.

Toda esta meditación viene a cuento porque a los pocos días de que el señor Aznar llegase con su mayoría, a raíz de los intereses urbanísticos de determinadas zonas de este país, se sacó de la manga la obligatoriedad de regar zonas necesitadas de ella y escondió las verdaderas intenciones, detrás de la lacrimógena defensa de la horticultura levantina, cuando la verdadera horticultura consistía en que cada día la especulación urbanística avanzaba y a los turistas, aunque sean de mi pueblo, les gusta ducharse, beber un poco de agua y tirar de la cadena del retrete. De manera que para sacar adelante los apabullantes negocios que en estos días llevan a bastantes alcaldes, concejales, funcionarios y demás ralea delante de los tribunales, el PP se sacó de la manga un Plan Hidrológico Nacional que todos vimos con buenos ojos, pero que servía, sobre todo, para proponer un trasvase de aguas del Ebro a esas tierras repletas de bañistas, dando la puntilla definitiva a los grandes territorios desérticos de Aragón y de Navarra, y salando brutalmente uno de los escasos humedales del Mediterráneo: el delta del Ebro.

El ministro de Medio Ambiente recién nombrado, el señor Matas, al que le dieron el ministerio como recompensa por haber perdido el Gobierno de Baleares, y que tenía, y supongo que sigue teniendo, maneras de chueta mallorquín —elegante, culto, educado e incisivo cuando quería—, apechugó con el proyecto.

Para sacar adelante este plan con buena cara, se encargó a ciento treinta hidrólogos, geólogos, ingenieros, geógrafos, ecólogos, economistas, juristas y sociólogos —un verdadero apretón de esdrújulos— la elaboración de unos informes sobre el mismo. Sólo contestaron —he aquí la responsabilidad de los responsables—ochenta y dos, y como sus informes eran negativos para las intenciones del Gobierno, el 5 de febrero de 2001, sesenta y dos de aquellos científicos se reunieron en Madrid para contrastar sus informes y denunciar al ministerio, que aun habiéndolos pagado se negaba a publicarlos.

Como diputado solicité ver esos informes. Me dejaron entrar en el edificio, acompañado por varios miembros de mi partido, y tan sólo durante dos horas nos permitieron que leyésemos los largos y duros testimonios sin poder sacar ni una mala fotocopia de ellos. Como lobos hambrientos fuimos pasando a nuestros ordenadores o a nuestras libretas todos los datos posibles, dependiendo de los conocimientos técnicos de cada uno de nosotros.

Con ellos tuvimos argumentos para interpelar al ministro y presentarle nuestras conclusiones, que fueron:

Primero:
Ausencia de debate, llegando a afirmar que este ocultismo ministerial había hurtado a la sociedad el debate no sólo sobre política hidráulica, sino sobre el futuro modelo territorial del Estado. Conclusión: agrietaban su España por puros intereses especulativos.

Segundo:
Decían que adolecía de rigor científico ya que el texto estaba plagado de afirmaciones, comentarios y opiniones de los que se extraen valoraciones cuantitativas que se incorporaban a las conclusiones. En esta debacle se llegaba a valorar un mismo coste de transporte para el agua hasta Castellón o hasta Almería.

Tercero:
El impacto ambiental. El estudio no respondía a la lógica de sostenibilidad ni valoraba el impacto del cambio climático y sus previsibles efectos sobre la futura distribución de los cultivos.

En 2001 este tema podía parecer una gilipollez de los progres, pero ahora, aun sin contar con la opinión del primo del señor Rajoy, todo el mundo entiende el drama que esto está significando. Los expertos del Plan —posibles primos— se lo pasaron por la entrepierna.

Cuarto:
Errores económicos que confundían beneficio con valor añadido neto.

Quinto:
Incumplía las directivas europeas y se presentaba en contra de la directiva marco del agua, que consagraba el principio de unidad de cuenca.

Sexto:
Total ignorancia sobre el futuro de la agricultura, reformada la PAC y reformado el futuro político de subvenciones.

Séptimo:
Sólo se hablaba de los beneficios de la zona receptora y para nada de los efectos perniciosos en el área emisora.

Octavo:
Causa de desequilibrios territoriales. Era un plan de obras hidráulicas que respondía a una concepción anacrónica de la planificación y no exactamente a un plan hidrológico.

Noveno:
Se desconocían e ignoraban todos los planes alternativos: desalinización de aguas del mar; aprovechamiento de aguas subterráneas o acuíferos salobres, política activa de reducción del consumo de agua...

Décimo:
Carecía totalmente de un estudio de impacto social.

Esta interpelación, que milagrosamente pudimos hacer, era el resultado de las manifestaciones en contra del trasvase —el PHN era una excusa— en Zaragoza, Barcelona, Madrid y Bruselas, donde la lluvia, que cayó a torrentes, no impidió que más de doce mil paisanos, pagándose el viaje, recorriesen las calles de la capital comunitaria.

Ramón Llamas Madurga, director del proyecto de aguas subterráneas de la Fundación Botín, denunció el abuso de presas y el escaso estudio de esta gran riqueza.

Frente a la interpelación, el ministro contestó con lo que le habían escrito, haciendo gala de su parsimonia balear y convencido de que él tenía la razón, y que nosotros y los científicos, no. Como siempre, la interpelación, al igual que la mayoría de los trabajos parlamentarios, pasó al fondo de las estructuras ministeriales y supongo que algún día, en alguna de esas inundaciones que sufren los sótanos de los edificios públicos, saldrán a la luz aquellas denuncias.

Hoy vuelven a hablar de la insolidaridad aragonesa; que nos sobra agua y no queremos darla y una serie de desvergüenzas que, a través de emisoras progresistas, se ponen al lado de los que quieren agua, y más agua, y más gente, y más urbanizaciones, y cuando algunas hacen crac la culpa es del Ebro, de los zaragozanos, de las gentes del Pirineo y de los insolidarios ciudadanos del Delta que, con una lucha durísima, sobreviven a pesar del deterioro de un espacio hermoso, que cada día se tambalea más, agobiado por las aguas del mar que entran hasta sus adentros.

Somos habitantes de un territorio pobre, desajustado, duro y violento, y una de las pocas riquezas que tenemos es el agua que desde las cumbres pirenaicas, o desde las tierras del Sistema Ibérico, desciende hasta el Ebro. Durante generaciones hemos sido testigos del secano y teniendo agua hemos reclamado su utilización y hemos visto cómo, por no hacerlo, medio millón de habitantes han emigrado en busca de nuevos horizontes. Cuando a uno intentan arrebatarle su riqueza más importante, se rebela. Nos rebelamos contra un trasvase bajo el franquismo —que hacían falta pelotas para andar con un botijo por mitad de Los Monegros—, nos movilizamos contra el señor Borrell y luego contra la nueva intentona.

El beduinismo labordetesco se levantó aquellos días en defensa de sus gentes y el futuro de éstas. Me convertí en el enemigo público número uno del Levante y cada vez que algún ciudadano de esas zonas podía, me sofocaba y me insultaba con las mayores bravatas que uno pueda imaginar. El señor Aznar, que tanto amaba la unidad de las tierras y los pueblos de España, consiguió, mediante una interpretación falsa de la realidad, provocar el enfrentamiento de varias comunidades. Lo más gracioso de todo esto era, y es, que mientras ingenuamente el sentimiento se pone al servicio de una idea, unos, los más espabilados, se enriquecen utilizando todos los medios posibles de especulación. Pero algunas veces se pasan y acaban con los huesos en la cárcel.

Los trabajos de Hércules

Poco a poco el Beduino fue aprendiendo a manejarse por los intríngulis del panorama congresual, y unas veces interpelando, otras pidiendo comparecencias, otras con sus PNL —proposiciones no de ley— o PL —proposiciones de ley—, con su fijación de posiciones y sus mociones sin más en respuesta a las interpelaciones urgentes, los trabajos, casi de Hércules, fueron acrecentándose y tomando cuerpo. Se trataba de todo, se preguntaba sobre todo, se intentaba controlarlo todo, y cuando al final de la jornada, ya de noche, regresaba a su cubículo madrileño, una enorme tristeza le invadía: «No sirves para casi nada».

En mi insensata ingenuidad, un día pedía la comparecencia de un director general, de un subsecretario, o, en el colmo del increíble despiste burocrático-político, de un ministro, para hablar de algún suceso grave que se había producido en mi tierra. Esperaba unos días para la comparecencia del director general, que no me sacaba de dudas, y tampoco lo hacía el subsecretario, que más bien se cabreaba conmigo porque le preguntaba sobre temas que no estaban muy claros desde la ética administrativa. En su enfado, su jefe hasta me insultaba, llamándome «cigarra», por aquel viejo oficio que el Beduino había practicado en los duros tiempos de la dictadura.

A los ministros se les tocaba poco, y sólo aprovechando su comparecencia en alguna comisión en la que podías estar y llegabas a preguntar difusamente algo que se acercaba a lo que en realidad querías decirle.

Los diversos ministros del Interior —o sea de la policía— se escudaban siempre en secretudas operaciones, donde se tambaleaba la dignidad de nuestra Nación, y ante esa propuesta, tú, Beduino de mierda, te callabas y agradecías humildemente que su señoría se hubiese dignado escucharte.

Cuando me hartaba del tedio burocrático, de atravesar pasillos, subir o bajar escaleras y naufragar en los ascensores con «colegas» de otros partidos, me llenaba de valor y, sacando fuerzas de la ignorancia, presentaba una proposición no de ley para que algún ministerio atendiera una necesidad concreta. Como tenía pocos votos —el único que me apoyaba era el diputado de IU— mi proposición no de ley se iba al garete y, si salía de la comisión y se iba al ministerio correspondiente, se perdía por los despachos. Si algún día me encontraba a un subsecretario en la cafetería del Congreso y le preguntaba por aquella PNL, me miraba, sonreía y, con la boca todavía llena del último trozo de tortilla de patata —muy rica por cierto—, me decía:

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