Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados (4 page)

BOOK: Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados
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—Ahora —me dijo el conductor— debemos ir al entoldado para una rueda de prensa.

—¿Es necesario?

—Es obligatorio.

Y una vez cruzado el umbral, los focos se encendieron, los flashes me cegaron y, al final, cuando ya dejaba de sentirme como un cantante, un actor de cine o un futbolista y regresaba a la realidad, las preguntas empezaron a amontonarse, porque no era normal que un tipo como yo, tan raro y tan extraño a las formas políticas, hubiese sido capaz, junto a su partido, de sacar acta de diputado.

—Usted cantaba?

—Canto.

—¿Usted no andaba de correcaminos?

—Sigo.

—¿Usted enseñaba?

—Enseño.

—¿Es cierto que algún gurú de la derecha informativa fue su alumno?

—Cierto.

—¿Se habla con él?

—Me hablo. Poco, pero me hablo.

Luego, desde el fondo y fuera de las luces que iluminaban el tinglado, una periodista preguntó:

—¿Va usted a apoyar la investidura del señor Aznar?

—No. De ninguna manera. Con su mayoría se lo coma y se lo beba.

Finalmente todo quedó en penumbras, y es que, según me dijeron, a los «jefes» no les gustan respuestas tan rotundas.

Debate de investidura

Un viejo conocido de las aciagas tardes zaragozanas me saludó en la plaza de Santa Ana de Madrid, la más torera y teatrera de todas las de la Corte, y con la retranca de mi tierra dijo:

—Mañana, la investidura.

—Sí.

—¿Y qué vas a hacer?

—Decir no.

—¡Coño! ¿Y por qué?

—Porque con ese presidente no me apetece ir ni a por agua.

—Él va a ir a por ella.

—Que tenga cuidado no le apriete la horma del zapato.

—Se los hacen a medida.

—A mí también, y me los pongo de gorro.

Cuando al fin el fino borde paisano se despidió, me entró una pequeña tiritona, porque al día siguiente, a las nueve de la mañana, íbamos a oír al señor Aznar pedir nuestro voto positivo, y por la tarde, como uno seguía siendo el último de la fila, tendría que bajar a la tribuna y desde ella, con el mayor sosiego, decirle no al futurible.

Caminaba por las calles hacia mi pequeño albergue para preparar la intervención cuando alguien, desde la mesa de una terraza, gritó:

—¡A las cinco de la tarde! ¡Eran las cinco en punto de la tarde!

Con desparpajo ácrata, Antonio Artero, director de cine, paisano y amigo, me invitó a sentarme.

—Tengo que preparar el rollito.

—De mañana, después de oír al candidato, te saldrá mejor. Verás, son tantas las insensateces que dice este personaje, que con sólo matizar una o dos líneas dejarás tu posición negativa totalmente clara. Porque votarás que no, ¿verdad?

Y al día siguiente, después de una mañana soporífera donde nuestro hombre se presentó como el mejor, el más listo, el salva patrias —¡hostia qué peligro!— y se comprometió a llevarnos hacia futuros campos del Edén, tornasolados de bienestar y libertad, sonó el clarín de la tarde y, como en los versos del
Llanto por Ignacio Sánchez Mejías
, el Beduino fue bajando lentamente las escaleras alfombradas del hemiciclo para llegar hasta la tribuna. Resultaba un armatoste curioso: dos micros, un cronómetro, un vaso de agua y una pequeña lámpara que apenas dejaba leer lo que habías preparado para explicar tu decisión.

El Señor Candidato estaba a mi derecha, en su banco azul, y pasaba de mí —pasaría toda la legislatura—, mientras escribía con un boli en un cuadernito de tapas de cuero negro.

Elevé el tono de voz, por si no me oía. Se detuvo un instante, me miró, hizo una mueca de humor amargo y siguió con su cuadernito y sus anotaciones.

Una tras otra le fui dando las razones por las que nuestra formación iba a votar que no: cuatro años de gobierno cuasifraudulento con sus señoritos de Euskadi, y con los chicos con los que él, que hablaba en catalán en la intimidad, había demostrado con qué íbamos a jugarnos los cuartos en esa legislatura: malas inversiones, olvido de mis paisajes, desfondamiento total de las esperanzas y la pleitesía de mis paisanos adscritos a su organización.

Engolé la voz, como cuando cantaba en el coro de la iglesia de mi pueblo aquello de Ave Verum y a mi madre se le enrojecían los ojos y al párroco, don Bernardino, se le caía la baba y la tenían que recoger dos azorados monaguillos primos míos que, como conocían el asunto al detalle, salían siempre con una toalla que la casera les tenía preparada. Y con ese mismo engolamiento y con la memoria de todos mis paisanos, dije: «Reclamamos una educación y una sanidad decididamente públicas, reclamamos la verdadera igualdad entre los sexos y las razas. En su programa no aparece el compromiso por el pleno empleo, maneras nuevas del modelo de financiación autonómica, y sí presenta un Plan Hidrológico Nacional más mercantilista y trasvasista que solidario. Y frente a la tentación otra vez uniformadora del Estado, quisiera recordar un texto de mi paisano Baltasar Gracián, que cobra ahora actualidad a pesar de haber sido escrito en la primera mitad del siglo XVII, y que dice así: "Pero la Monarquía de España, donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir"».

Después le dije: «Señor Aznar, no le vamos a dar nuestro apoyo, porque su ideología política no corresponde a ninguna de estas cuestiones».

Ni se inmutó. Siguió con su cuadernito. Nunca supe si fue desprecio o ignorancia hacia mi persona y hacia los que me habían llevado hasta allí. Estuve a punto de clamar como en los desiertos de mi pueblo, pero la dura y fría mirada de la señora Rudi, ya presidenta del Congreso, me detuvo, y no era cosa de empezar tan pronto con el desparpajo. Tiempo al tiempo.

La tarde fue pasando del no al no. Cada uno de los noes venía con razones más rotundas, ya que la mayoría absoluta llevaba consigo el abandono en la cuneta de sus viejas alianzas, manipuladas y utilizadas con el mayor desprecio y frialdad.

Y se fue hundiendo la tarde en el tedio continuo hasta que el diputado de Coalición Canaria, señor Mauricio, viejo líder del Partido Comunista de las islas, subió a la tribuna sin papeles y en un discurso floreado y lleno de matices isleños, acabó dando el sí al próximo señor presidente entre un sordo abucheo a modo de bajonazo de la izquierda retraída y lenta. Si a esa legislatura, que iba a empezar, hubiese que ponerle acompañamiento musical, esa especie de mosconeo sordo, con bajonazos y variantes en gris, sería lo que mejor iría con lo que se nos venía encima.

Los vascos del PNV votaron que no también, pero resentidos. Alguien con un bigotito chaplinesco les había tomado el pelo y les había convencido de su amor por los colores verdes de Euskadi, el txacolí y la merluza al Orio. Mientras su portavoz, Anasagasti, bajaba lentamente los escalones hacia la tribuna, un mosconeo suave iba subiendo desde los escaños del PSOE y yo me quedaba escuchando aquel ronroneo con la virginidad de un ausente de tantas viejas lides.

—Fíjate en su peinado, es digno de alabanzas.

—Dicen —me aseguró otro del Grupo Mixto— que, cuando entra en zonas donde el aire acondicionado absorbe desde el techo, su pelo sufre un rápido y curioso aleteo, como de palomas.

—O de murciélagos —afirmó con rotundidad uno que era poco amigo del señor portavoz.

—Lo mismo le pasa al peinadillo del Labordeta —ironizó el Beduino.

Con una soma ilustre y con una belicosidad creciente, el señor Anasagasti fue demoliendo los pobres argumentos del futuro presidente. Le acusó y acosó de tal modo, que el señorito Aznar dejó de escribir en su libretita y, azorado, miró con intensidad y mucha mala leche al portavoz del Grupo Vasco.

Las huestes peperas se sofocaron. Rudi llamó al silencio a los suyos, y Anasagasti, pasando de tirios y troyanos, reclamó una España republicana destrozada por los exilios —él es un producto de ese suceso— y la vuelta a un país donde la mentira y la manipulación no fueran capaces de obtener mayorías absolutas. Con una rotundidad total confirmó el no al presidente, que, nervioso, escondía entre sus manos la libretita e intentaba mostrar, por debajo de su bigotito, una mueca agria de ironía. La respuesta al portavoz del PNV fue durísima. Respondió con una rabia lacerante que se repetiría a lo largo de muchas sesiones de la séptima legislatura, entre el contento y la alegría de los suyos y el cabreo y la incomprensión de los que estábamos a este lado de la franja azul.

En su arranque mezcló la meteorología vasca con el terrorismo y el separatismo para romper España, y curiosamente esa maldita mezcla de pura confusión la seguiría utilizando durante todo su gobierno y se la transmitiría a sus futuros delfines, tan asustadizos como timoratos.

Contra los comunistas, todo. Contra los separatistas catalanes, ni agua, ni nada de nada. «Ustedes —les decía—sólo quieren ser catalanes.» Y un gran asombro retumbaba de pared a pared del hemiciclo. La conclusión había sido asombrosa.

El clímax se hizo rudo, agreste, y hubo ciertas movidas de malestar en todas las bancadas.

—Empezamos bien —me dijo Saura.

—Vaya ambiente —ironizó el «beneguero» señor Vázquez.

—Esto está peor que en la anterior legislatura —comentó la diputada Lasagabaster—; en aquélla tenía que sonreír a vascos y catalanes, y aquí se lanza a la yugular de quien le lleve la contraria. Lo vamos a pasar muy bien.

—¿Seguro?—pregunté asombrado.

—Seguro, ya lo verás.

Poco después, apenas unos meses después, lo comprobé: el PP se sacaba de la manga un Plan Hidrológico Nacional que traía en sus entrañas un nuevo trasvase del Ebro. Otro. Otra vez. Y mientras el Beduino iba aprendiendo el ritmo procesal de los asuntos del Congreso, de golpe, como quien no quiere la cosa, se vio metido de lleno en sus comisiones, en las que pasaría buenos y duros momentos, según fueran trascendentes para la vida parlamentaria o meros fuegos de artificio.

La nueva legislatura iba a comenzar justo después de que el Rey y su señora entrasen por aquella puerta en aquel día que, azorado por todo, no sabía dónde dejar la gabardina mojada y totalmente chipiada.

De comisiones vengo. A comisiones voy

Ésa iba a ser una de las expresiones que más asombrarían al Beduino: ver a diputados y diputadas cargados de folios, portafolios, carpetas y pequeñas carteras, corriendo por los pasillos y diciéndose unos a los otros: «Vengo de una comisión y me voy a otra».

Era el gran secreto. El gran asombro. Algunos diputados en ese trasiego se paraban en la cafetería, que está en la tercera planta, y le daban aceite al intelecto y rebuscaban entre los papeles razones suficientes para acabar con los contrarios.

Con la ingenuidad y el asombro de un ciudadano habituado más a lo imaginativo que a los procedimientos legislativos, el Beduino se abrió unas carpetas —que nunca llenaría— con la buena voluntad de guardar allí el mundo de sus tres comisiones.

Con rotulador rojo —en el Congreso dan de todo— y forzando su mala caligrafía, escribió en las tapas: PETICIONES. DEFENSOR DEL PUEBLO. CONTROL DE RADIO TELEVISIÓN, y se compró una «cartera ministerial para cubrir el cargo», que no llevaría más de tres semanas.

A primeras horas de las primeras fechas de su llegada al Congreso, al Beduino lo convocaron a la de Peticiones. La componían un diputado por grupo, es decir poquísimos, y desde el primer momento el presidente de la comisión, un miembro del PP, explicó cuál era el sentido de la misma: «Hacer llegar al Gobierno las dudas e inquietudes de los ciudadanos».

Durante cuatro años permanecí en esa comisión, pero como todos sus miembros también estaban en otras, o al menos eso decían, muchas veces no había quórum —tuve que buscar esta palabra en el diccionario— y el trabajo consistía en charlar un rato con el presidente, que era de Lérida, muy de Lérida, y que sucedió en el cargo a un ilustre miembro de aquella familia de: «Todo tapado, Arias Salgado», y con el letrado, que también era catalán.

A mí, aquello me pareció una estafa desde el primer día. Los peticionarios enviaban sus peticiones a la comisión. El letrado, el «presi» y sus gentes decidían cuáles llegaban a la comisión y aquí se valoraba adónde se enviaban. Si pedía justicia, a Justicia; si pedía que le solucionaran un problema relativo a su escalafón militar, a Defensa; si era un médico que se quejaba de las vacunas, a Sanidad. El problema era cuando llegaban peticiones de colectivos que solicitaban asuntos difícilmente clasificables por ministerios, lo que provocaba que en la comisión se discutiera durante un buen rato adónde había que enviarlas.

Al cabo de bastante tiempo los ministerios nos devolvían los informes o se los enviaban a los peticionarios, que, si no estaban conformes con la resolución, repetían el rutinario procedimiento.

—Pero esto es inútil —comentaba el Beduino.

—No lo crea. A los militares que no pueden quejarse a sus órganos de mando de situaciones salariales o laborales injustas, les viene muy bien.

Era el diputado Luis Mardones quien me explicó este asunto, porque sabía un huevo de procedimientos, ya que había sido gobernador civil en Lérida con Franco:

«Labordeta —me dijo el primer día que nos saludamos en el hemiciclo—, mientras estuve allí nunca le prohibí que fuese a cantar». Procurador en Cortes y ahora miembro elegido por las gentes de Canarias. Buen tipo y amable ciudadano que, como era miembro de un partido bisagra, en cada legislatura tenía que cambiar el chip y un día se me quejaba de lo duro que era tener que mirar con una sonrisa a Aznar, antes a Felipe y en el futuro vaya usted a saber a quién.

Llegaban verdaderos testamentos reclamando justicia y solidaridad, denunciando agrestes situaciones inconfesables, pidiendo revisiones de casos de la Guerra Civil, y algunos novelescos como el de aquella persona que, al estallido del golpe de Estado del 18 de julio, entregó una buena cantidad de dinero a su mujer con la intención de que, si las circunstancias le conducían ante los tribunales populares, ella guardase el capital; si al final de la guerra sobrevivían ambos, volverían a su estado normal.

Durante la contienda a él lo detuvieron, pero su mujer consiguió, con parte del dinero que su marido le había entregado, que la pena de muerte se conmutase. Vivió y al final, cuando se encontraron y él reclamó todo el capital, ella le explicó lo sucedido. Él, encorajinado, acudió a la comisión de Peticiones «solicitando» justicia.

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