Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados (2 page)

BOOK: Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados
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«Congreso de los Diputados». Pagó, bajó, subió la escalera, saludó sonriente a los leones y, cuando vio que las puertas estaban cerradas, las golpeó varias veces y mientras pensaba lo tarde que se levantaba la gente en Madrid, el policía de turno le explicó que por allí sólo entraban los Reyes. Aquel día, como buen republicano, no aplaudió.

El Beduino no sabía qué hacer, y miraba con descaro hacia la tribuna de invitados esperando que el Labordeta le diera alguna señal. Con asombro comprobó que el viejo republicano aplaudía, y él hizo lo mismo: aplaudió.

Los catalanes aplaudieron; los vascos dudaron, pero finalmente aplaudieron. Los del PSOE aplaudieron con tal entusiasmo, que si no hubiese sido por el silencio que guardaba el señor Guerra, el Beduino habría pensado que ese partido era el monárquico, aunque tal y como ovacionaban los del PP, le pareció que allí todo el monte era monárquico. Al fondo, con la tristeza de un grupo minoritario, los de IU no aplaudían. ¿Habrían aplaudido si en lugar de ser ocho hubiesen sido cuarenta? No se sabe, y a este paso nunca se sabrá. Una pena.

Al Beduino le encantó la Reina y la encontró guapa. Estaba a punto de decírselo a su vecino, el del PP, pero entendió que podría producir cachondeo y él, aun viniendo de donde venía, sabía dónde estaban la ironía, el cachondeo, la mala leche y el desprecio. Por eso se calló y miró con asombro el espectáculo de la tribuna del hemiciclo: el Rey habló y, con ese aire monótono que tantas veces había oído en los telediarios, encajó a todos —senadores y diputados— el discurso de cada año. Y con otra nueva ovación se despidió por entre el cortinaje y se fue hacia la Carrera de San Jerónimo, mientras los señoríos, señorías e invitados se lanzaron a un vino español, del que, cuando el Beduino consiguió llegar desde su escaño, sólo quedaban restos de patatas fritas. Un paisano, algo calamocano y veterano de esas lides, le murmuró:

«¡Que hay que espabilar!», y sacando de debajo de un mantel una botella medio llena le ofreció una copa: «Que el vino español te sea benigno».

Aquel mediodía lluvioso y un tanto lejano en las imágenes reales, el Beduino aprendió con quiénes iba a jugarse el futuro próximo. Y en la calle, recuperada la unión de él con el Labordeta, mientras comían en el pequeño restaurantillo Casa Manolo, el mismo que durante los cuatro años siguientes visitaría con asiduidad para degustar las buenas croquetas del lugar, ambos al mismo tiempo se preguntaban por qué vericuetos tendrían que avanzar para no aparentar ser más ignorantes de lo que realmente eran en materia de política.

—¿Tú crees que estamos preparados para andar entre estos barandas?

—No. Sólo hay que ver los currículos de ellos y el nuestro. Nosotros en la inopia del desarrollo, intentando entender a nuestros paisanos, mientras ellos, casi todos, se ponen de cargos hasta el culo.

—¿Entonces?

—A las barricadas.

—¡Qué coño dices!

—Que tendremos que apostar duro si queremos existir en medio de esta brumosa existencia. Solo, con los del Grupo Mixto como una bandera unitaria.

—¿Querrán?

—Están como nosotros, en la misma pobreza, en el mismo olvido. Juntos seremos algo, y eso que sus currículos tampoco son mancos.

—Labordis, tienes razón: ¡a las barricadas! Contra una mayoría absoluta sólo cabe la estrategia del Empecinado: la guerrilla.

Contra una mayoría absoluta. La risa

Aquella noche en la sede de CHA todos estábamos borrachos de alegría, porque el partido había conseguido un diputado. En medio del jolgorio y del griterío, el Beduino, que había andado durante la campaña y se había pateado todo el territorio aragonés, comprobando los silencios de muchos lugares, el esfuerzo de otros y la buena voluntad de la mayoría, se acercó a su álter ego y le murmuró al oído:

—¿Se puede saber por qué tanta alegría si el PP ha sacado mayoría absoluta?

El Labordeta se lo quedó mirando y, a través de ese espejo que es la mala conciencia, le murmuró:

—Da lo mismo. Esta noche somos felices. Mañana ya seremos conscientes de la realidad, pero hoy sólo nos queda el sueño. Beduino, lo hemos conseguido.

El estrépito del jolgorio fue en aumento, y cada vez que en la tele salía alguno de los de la mayoría absoluta, arreciaban los abucheos. Había una alegría bastante incomprensible para el Beduino, que ya veía el rodillo pasando por encima de las pobres carnecitas temblonas de los chicos del PSOE, de CiU, del PNV, de los de Izquierda Unida y de los del Mixto. Todos abocados al silencio, mientras el bigotito del señor Aznar —con su gesto de personaje indefinido— anunciaba que iba a gobernar para todos.

El Beduino, un tanto ya con el vino tinto en la sesera, se lo quedó mirando y comprobó, como seguiría comprobando durante cuatro años, que detrás de esa mirada inquisitorial había un resentido contra la sociedad en general y contra las gentes progresistas y el separatismo en particular.

—Te conozco ya, pajarel. Te conozco desde siempre.

Y vaciando de un trago el vaso, buscó por las mesas algún piscolabis abandonado. No quedaba nada y el hambre le hizo acercarse a uno de los camareros.

—¿Queda algo?

—Sólo panecillos.

—¡Pues vengan panecillos!

Cuando llegó el saquete, los cuatro o cinco colegas que aún andaban por el salón se acercaron y juntos dieron buena cuenta del producto.

—¿Te acuerdas de cuando nos pusimos de pan hasta el culo, en Calatayud?

Quien hablaba en ese momento era un ciudadano que en varias ocasiones condujo el coche con el que fueron a algunas localidades, hasta que le comentaron que el chico tenía un ojo confuso y veía poco. En ese momento, mientras hablaba, llevaba un parche de pirata y se echó a reír como un descosido cuando, levantando el parche, mostró la cuenca vacía.

—Pero nunca tuvimos ningún accidente.

—Eso es verdad; pero estuvimos a punto de dárnosla varias veces, y si no nos caímos al río en Burbáguena, fue por el murete de la carretera.

Y mientras el sopor crecía, el Beduino pensaba en los coloquios que a todo el mundo le daba por organizar, invitando a los cabezas de lista a hablar de todo y sobre todo. Quiso negarse, pero tuvo que acudir a los organizados por los arquitectos, ateeses, huérfanos de RENFE, militares sin graduación, monjas de Jesús Sacerdote y los Escolapios. De mañana, de tarde y de noche los cinco cabezas de lista tenían que hablar de asuntos que la mayoría de ellos desconocía.

La «señora» del PP siempre se negaba a discutir con «los siervos de la gleba», y éstos, para marcar diferencias, dejaban una silla vacía, en medio de todos, como si con ese gesto le infligiesen un castigo popular. Finalmente, mayoría absoluta.

Las radios, las teles y los periódicos también dedicaban grandes espacios a la ignorancia. La ventaja era que uno es casi siempre menos ignorante que quien pregunta y, rocambolescamente, puedes conducir a éste a un callejón de difícil salida.

Eso lo había aprendido en mi pueblo cuando los carniceros catalanes venían a comprar ganado. Sólo fingiéndonos más ignorantes que cualquiera de ellos acabábamos vendiéndoles los corderos al precio que nos apetecía. Y los cochines, cerdos en castellano, aparecían siempre como productos invendibles. Pero los vendíamos. Con esa táctica monegrina saqué adelante tanto coloquio, tanta entrevista, tanto intento de arrancarte las entrañas, con el amor cariñoso de joderte la carrera política. Y como al nieto de la tía Josefa
la Barata
de La Almolda, la carrera política le importó muy poco, podía sacudirse la ropa y llenar de polvo monegrino a tanto ilustre tontito como hay por las lindezas de este país. Por muy ilustres que sean, navegar con carniceros catalanes es una escuela por la que todos los políticos deberían pasar; así se limpiaría el tedio de tanto culo asentado en los hemiciclos nacionales, autonómicos, locales o vaya usted a saber en qué administración le van a colocar. A mí, por amistad, en las Cortes generales. ¡Ahí es nada!

Todo empezó a las doce de la noche del 24 de febrero en una placita recoleta de la Zaragoza ilustre, con el hermoso palacio de Fortea en una esquina, el palacio --museo de Pablo Gargallo— en el centro; el recuerdo de la Torre Nueva, desde la que se avisaba durante los Sitios por dónde venía la francesada, y la iglesia dedicada a san Felipe, con sus dos columnas churriguerescas.

Aquella noche todos teníamos la esperanza de que una persona que representase a los beduinos de estas tierras agrestes, huertanas o duras, llegase a las Cortes, allá en Madrid. La cosa estaba difícil, agria, porque enfrente se encontraban los mayoritarios, con sus maquinarias, sus medios de comunicación, sus poderes.

Nosotros no teníamos nada de nada. Sólo unos escasos concejales y unos pocos diputados autonómicos, obligados a soportar el poderío de la desfachatez y de la bronca.

Hubo, en medio de la humildad de nuestros procederes, alguno que elevó la moral de todos los compañeros. El gran acto de la plaza de toros, en donde a modo «suicida» nos metimos, para por lo menos llevar a seis mil paisanos. Lo conseguimos con unas colaboraciones excelentes: Petisme, Pablo Guerrero, que tiene todavía que llover, Imanol con su
Zure tristura
, que ahora lo rebusco en la memoria cuando se me ha ido del todo, y el gran Paco Ibáñez, que, bajo la emoción de sus canciones, gritó desgarradoramente: «¡Viva el Frente Popular!». Otra utopía de aquella utópica campaña en la que, en muchos lugares a los que fuimos, acudían veinte o treinta oyentes. Pero Zaragoza puso la guinda que se transformó en una «placeta» de señoría en el Congreso de los Diputados.

A voz en grito, cuando ya amanecía en la sede, nos pusimos a cantar como locos.

La prensa, la radio y la televisión se habían ido, y la respuesta siempre era la misma: seré una humilde mosca cojonera para que se acuerden de nosotros.

Antonio, mi segundo conductor de la campaña, me preguntó, al verme tan alegre, si quería que me llevase a casa. «Estoy bien —respondí—, aunque sabes que no es verdad», y como lo sabía, se sentó a mi lado, abrió un Cariñena y con una paciencia absoluta repartió el vino entre los que quedábamos.

Cuando la luz del día ya inundaba las ventanas del local, Antonio me recordó lo chusco que resultaba cuando en un pueblo de escasos habitantes coincidíamos dos candidatos, o tres, para dar el mitin del día. Las gentes, naturalmente, se quedaban en casa, y los mitineros, con los dos, tres o cuatro militantes de su partido, acudíamos al café, o al casino, a tomar algo antes de iniciar la vuelta a casa. En esos lugares coincidíamos los «mitineadores» de otros partidos y con más o menos humor reconocíamos la barbaridad de esas campañas inútiles. En varios pueblos acabábamos cenando juntos y pagando a escote, como buenos colegas, aunque la «señora» nunca coincidió con nosotros. Ella no podía hacer esas vulgaridades, y es que los que siempre andábamos de roceros éramos los de CHA, los del PSOE y los de IU; es decir, los que en esos momentos teníamos menos cosas que comunicar o decidir: el Beduino en la incógnita, el de IU en la ausencia, y los del PSOE olfateándose la abrumadora mayoría que este pueblo nuestro iba a dar a un ciudadano como Aznar y su cohorte.

Al día siguiente estuve toda la jornada metido en la cama con la cabeza como un bombo, y por ella igual me giraban los hermanos Graco que alguno de esos personajes del tumulto pepero, como podía ser el señor Oreja disfrazado de
cowboy
e intentando sacarme de la cabeza, con discursos y soflamas patrióticas, mi humilde militancia en un tímido partido nacionalista.

En esos días Chunta no era todavía el enemigo público número uno de los bienpensantes y de la gente de «orden» de mi país; por eso nos trataban como a buenos chicos que pronto dejarían de aparecer por las entrañas rudas de la política local y nacional. Les hacíamos gracia. Éramos como náufragos en mitad de una mar tranquila y serena controlada por los de siempre.

Los acomodos

El primer lío comenzó el día en el que la administración del Congreso empezó a colocar a los grupos. Los mayoritarios se llevan la mejor parte: buenos despachos, buenas salas de reuniones y lugares agradables para pasar el día. El resto va acumulando vericuetos y pasillos, hasta que el hartazgo es inadmisible y los veteranos del Grupo Mixto deciden poner punto y final a tanto desmadre. En la sexta legislatura, como en ese mismo grupo había dos diputados de Herri Batasuna, la administración del PP envió a todo el Mixto a un piso en la plaza de las Cortes, sin ninguna vigilancia, sin las condiciones mínimas para trabajar y con un solo baño para los ocho o nueve diputados. Aprovechaban las permanencias en el edificio noble —en Palacio como dicen los ujieres— para descargar sus interioridades.

—Aquello fue la casa de tócame Roque y ahora no nos da la gana de repetir esa misma situación.

Quien encabezaba la protesta era la representante de Eusko Alkartasuna, la diputada Begoña Lasagabaster, a la que el Beduino miraba asombrado de que en un cuerpo tan menudo cupiese tanta energía.

—No podemos repetir lo de estos años pasados.

—Que nos coloquen bien, con dignidad.

Los gallegos del Bloque insistían, y también lo hacía Saura, representante de Iniciativa per Catalunya, náufrago del desmadre de Nueva Izquierda.

Los nuevos —José Núñez, del Partido Andalucista, Puigcercós, de Esquerra Republicana, y un servidor— apoyábamos la queja, porque durante la mañana nos habían mostrado el lugar donde algunos habían pasado cuatro años: ¡vergonzoso!

Y tira y afloja.

—No hay sitio.

—Sí lo hay.

Y en ese combate nos colocaron en un piso, el tercero, en unos despachitos justos, con vistas a un triste patio interior. A nuestros jefes de prensa y secretarias o secretarios los ubicaron en el pasillo, separados por mamparas de plástico, soportando estoicamente las corrientes de aire y saludando, con retranca, a todo el personal que pasaba por delante de ellas o de ellos. Llegaron a tener tan buen rollo que algunos jefes se quejaban del pequeño desmadre existente en ese pasillo, ya que la «seriedad» del Congreso —dirigido por la señora Rudi— se veía trastocada y embarcada hacia un jolgorio indigno de un lugar casi, casi, sacrosanto, por lo serio y repulido que se quería mantener.

El pasillo era el resumen de la España multicultural y multiforme, que decía mi paisano Gracián, pues allí estaban Euskadi, o País Vasco, según la anotación; la Cataluña de izquierdas —Esquerra e Iniciativa—, y un poco más al fondo la Cataluña conservadora: los de CiU, con su «capellán», el señor Jané, y ese inefable y gran tipo, Xavier Trias.

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