Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados (8 page)

BOOK: Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados
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Se debatió la totalidad. Se dijeron cosas muy brutales, y en el momento de la votación, aunque algunas voces de mi partido pidieron el «no», y Saura me repitió una y otra vez a lo largo de la tarde que votase negativo, yo les dije, a unos y a otros, que iba tan sólo a abstenerme, porque el «no» abriría una dura represión mediática e ideológica contra CHA y, de paso, contra mí.

Me equivoqué de medio a medio: un mes después una emisora de radio local me preguntó por mi abstención; le expliqué los motivos; quiso saber más y más y, cuando la entrevista ya había terminado, le dije al periodista: «Mira, a mí lo de la ETA ya me importa un huevo. Estoy harto de que ocupen siempre las primeras páginas».

Aquello se grabó en la cola de la cinta, pero un «buen amigo» rescató sólo ese trozo, lo envió al periódico local, regional o lo que fuera y durante el mes de agosto, casi todos los días, el diario publicaba unas cartas de «lectores» insultándome de las formas más burdas. La campaña alcanzó tales cotas que en aquellos días pensé en devolver el acta de diputado para, siendo un ciudadano más libre, contestar e intentar explicar la verdadera historia de todos aquellos sucesos.

Aguanté gracias al ánimo que me dio Félix Romeo Pescador, quien devaluaba cariñosamente las firmas —algunas de ex consejeros de alguno de los gobiernos aragoneses— y me animaba a seguir adelante. Llamé al director de la publicación para que contemplase la posibilidad de permitirme escribir algo sobre todo aquello, cuando ya en ABC el periodista Herrera había escrito un artículo en el que me llamaba traidor, aunque él sabía que después del asesinato de Jiménez Abad yo había escrito uno en el Periódico de Aragón donde denunciaba, con firma y rúbrica, el oscurantismo gansteril de ETA. El director me dijo que aceptaba el artículo con la condición de que él añadiera unas líneas para explicar la posición de la editora.

Nunca lo escribí y nunca esperé esa reacción de un viejo colega de combates democráticos; pero hemos visto tantas y tantas chaquetas vueltas o regresos a los viejos orígenes de tiempos del señor «Caudillo», que a uno ya no le asombra nada, o casi nada. Reconozco que aquel verano del cero dos no fue un buen tiempo de vacaciones. Volví, durante largas noches de insomnio, a recordar las palabras de mi abuela la almoldana «La política es una madrastra sin entrañas».

Otros menesteres

Si por casualidad el día del reparto de funciones parlamentarias sacabas una papeleta con la denominación de Diputación Permanente sabías, de entrada, que las vacaciones de Navidad o del verano te las iban a interrumpir cada vez que uno de los grupos, con posibilidad de hacerlo, pidiese que se tratasen temas, unas veces urgentes y otras de mero trámite, necesarios para aquellos grupos políticos que tienen la obsesión de que se les vea, de que nadie se olvide de que están allí. Y lo hacen, supongo, porque se aburren y les gusta el edificio del Congreso más que su casa, o su montaña, o su playa, donde tienen que aguantar a los niños, o nietos, o suegra, o marido, o a un vecino pesado que todos los días se empeña en echar una partidita. ¡Congreso, dulce Congreso!, se podría decir parafraseando a Joaquín Sabina.

Los días de Diputación Permanente, el edificio presentaba una tranquilidad envidiable, y los que teníamos que ir porque no nos quedaba otro remedio agradecíamos el silencio de los pasillos y el buen «rollo» que se mantenía entre todos los diputados, y digo todos aunque a la hora de ir a comer era con los más colegas con quienes acudías al restaurante del edificio o, un poco cansado de las panoplias congresuales, te ibas a un restaurante donde los camareros ya sabían los platos que te tenían que servir, sobre todo unas riquísimas croquetas de jamón que levantaban siempre el decaído ánimo de una mañana aburrida, donde las peroratas de unos y otros nos envolvían en esa tela de araña viciosa que es hablar por hablar. Pero nadie cedía su turno. Todos lo utilizaban hasta que aparecía la luz roja del cronómetro.

El 24 de enero de 2001 el Grupo Popular convocó a la Diputación para tratar sobre una proposición no de ley acerca de la presencia y divulgación de la música tradicional en la programación de Radio Nacional de España. Parece broma, pero no lo fue.

Ese mismo día se pidió la convocatoria de las comisiones conjuntas de Agricultura, Pesca y Alimentación, para que explicasen las medidas adoptadas frente al brote de encefalopatía esponjiforme, o sea qué se iba a hacer con las vacas locas. En esa misma fecha se empezaron a tratar la regularización de inmigrantes y la actuación en general frente a ese fenómeno.

Al mismo tiempo aparecieron dos solicitudes de convocatoria firmadas por un diputado llamado José Luis Rodríguez Zapatero, en las que se pedían comparecencias para que se explicase lo de las vacas locas y lo del submarino inglés Tireless, que andaba en la bahía de Gibraltar arreglando sus chapucillas nucleares.

Intento recuperarlo en la memoria y siempre veo al actual presidente y no al anónimo diputado que con toda seguridad pasó horas de tedio en la sala de Exteriores, donde los sillones eran cómodos y la magnitud del espacio te permitía, a veces, olvidarte de que alguien había decidido joderte las vacaciones, sabiendo que aquella Diputación Permanente servía muy poco bajo un Gobierno con mayoría absoluta.

Entre otros menesteres como portavoz de tu formación política —no teníamos otro—, cada ocho meses tenías que asistir, los martes, a la reunión de la Mesa y Junta de Portavoces, órgano a través del cual se preparaba todo el programa de las actividades parlamentarias de la semana siguiente.

Al Beduino siempre le vinieron grandes aquellas reuniones y, acabándose el platillo con queso y jamón y un café cortado que servían, intentaba por todos los medios seguir el debate, en el que siempre se trafulcaba, porque el partido totalitario lo rechazaba todo.

Se discutía largo, y el Beduino ya iba calando por dónde iban los tiros de aquella entidad. Lo que sucedía era que cuando, después de semanas, empezaba a pillar el hilo del negocio, se le acababa el turno y hasta ocho meses después no tenía que regresar a esa actividad. Nunca consiguió aprender todo el tejemaneje del tinglado, y menos mal que, como último de la fila, le tocaba sentarse a la larga mesa donde se reunían los portavoces, al lado de una muchacha, una letrada, Mercedes Araujo, que siempre tenía que sacarle del fondo ridículo de un mar inexistente, pero complicado para un inepto en cuestiones legislativas como era nuestro hombre. Miraba las órdenes de la semana, las proposiciones de ley y no de ley y las preguntas de los miércoles por la tarde para ¿controlar? al Gobierno.

Algunas veces los partidos mayoritarios cambiaban sus propuestas por otras nuevas, y allí tenías al Beduino repasando las hojas donde venían las del Grupo Mixto, por si alguna de aquellas variaciones podía afectar positivamente a alguna de su grupo y así participar en el debate, adjuntándose a la nueva propuesta.

Nunca las encontrabas, y luego, una vez en tu despacho, y recapitulando con María, que era nuestra asistente y sabía del «protocolo» aquel más que muchos viejos diputados, te mostraba una proposición de nuestro grupo que podía entrar en la nueva referencia del Popular o del Socialista. Había que llamar a Mercedes y en un pleno ir de portavoz en portavoz, solicitando que admitiesen aquella petición que se había perdido entre tanto papeleo. Al principio se pasaba un poco de vergüenza, pero con el tiempo se convertía ya en un ritual ante el que los otros grupos se sonreían al verte con tu folio pidiendo las firmas.

Ser portavoz de tu partido podía conducir a las actitudes y situaciones más variadas: desde una sanjuanada con el Rey, pasando por una comida con una delegación de la Duma rusa o asistir al funeral por los militares muertos en el accidente del Yakovlev. Podías pasar del olvido a la risa terminando en la situación más amarga y desesperada.

Al santo del Rey no iba, no por razones ideológicas —aunque soy republicano de hondura, este hombre me cae bien—, sino porque mi mujer se llama Juana y ese día lo pasamos en familia, y ésa era una buena excusa para que el Beduino no anduviese por los andurriales de la gente de orden donde varaban desde el señor Carrillo hasta Blas Piñar.

No sé muy bien por qué, pero en esos cuatro años al Beduino le tocaron dos «santos reales» y, al no asistir al evento, el diputado andalucista, que tenía tipo y porte para lucirlo en el palacio de Oriente, siempre le pedía la invitación y, cuando confirmaba su asistencia, una voz de esas metálicas, supongo del Ministerio del Interior, le recordaba que la invitación era personal e intransferible. A pesar de todo, como los del Mixto nunca íbamos a la fiesta, intentó por cuatro veces conseguir un pase, ya que a él nunca le tocó la suerte de besar las manos de la Reina, saludar a su Rey y andar de cháchara sevillana con el Príncipe.

Otro de los menesteres en los que a veces te veías envuelto era el de las recepciones y comidas con delegaciones extranjeras. De las tres o cuatro a las que me tocó asistir, ninguna tan asombrosa como la recepción de la Duma rusa. Insisto en lo de rusa porque algunas veces, en medio del calvario de estar enfrentados en la gran mesa para comer con ciudadanos que no hablaban español y sólo una miaja de inglés, se nos escapaba aquello de «ustedes los soviéticos». Y lo entendían enseguida.

De todos ellos sólo un funcionario de la embajada de Rusia en Madrid manejaba muy bien nuestro idioma, y en el entrante de la comida, mientras unos y otros levantaban el vaso de vino para brindar, cada uno en su idioma, me explicó que llevaba ya muchos años en España y que había sido miembro de la delegación de la embajada que arrió la bandera de la Unión Soviética e izó la de la nueva Rusia.

Fue una comida digna de análisis, porque sólo un intérprete no llegaba a explicar lo que todo el mundo quería saber de esa nueva nación que ahora nos enviaba esta delegación con una consejera de Cultura que había sido estrella del cine.

La animación fue ascendiendo gracias a la buena comida, en eso el Congreso lo hace muy bien, y sobre todo a los vinos, que desaparecían de las botellas a gran velocidad.

Finalizada la comida, la actriz rusa levantó la copa de cava y con ese hermoso idioma que sale de la delicadeza de un pueblo sufriente, hizo votos por la paz y por la amistad futura de las dos naciones. Lo mismo se dispuso a hacer la presidenta, que de pronto, cuando iba a brindar, se vio interrumpida por el vozarrón de un miembro de la delegación, que se puso a entonar una canción popular rusa.

De pie, con los brazos extendidos, con las copas en alto, con las caras alegres de los rusos y el sofoco de alguno de los nuestros, permanecimos mientras duró la canción. Cuando terminó, no aplaudimos, no podíamos, y nos tomamos el cava a paso ligero, porque en escasos minutos comenzaban aquellas sesiones depresivas para intentar controlar la política de un Gobierno que, con su mayoría absoluta, falsificó la realidad e intentó, ante debacles trágicas, ocultar el dolor bajo una capa de firmeza castrense. Me refiero al desastre del Yakovlev del 26 de mayo de 2003 y, sobre todo, al espectáculo montado en la base de Torrejón para desviar la atención de una tragedia.

Me tocaba hacer de portavoz del Grupo Mixto cuando nos anunciaron que por la tarde los Reyes, el Príncipe, el Gobierno y los representantes del Congreso y el Senado íbamos a asistir al funeral que se iba a celebrar en una gran explanada en el recinto de la base de Torrejón.

Nos llevaron allí en un coche oficial. En él viajábamos el portavoz del PNV, señor Anasagasti, y yo. Fuimos en silencio, y lo único que dijo Iñaki durante el trayecto fue, casi con un murmullo: «Qué desastre, qué desastre, qué desastre». Lo repitió por tres veces, y el propio conductor del automóvil miró por el retrovisor con ojos asombrados.

Estremecido me quedé cuando vi los sesenta y dos catafalcos con la bandera española formando un gran cuadro en el centro, rodeados de los familiares que, en silencio, contemplaban los ataúdes donde tenían que estar sus muertos.

Había mucho dolor; desconocíamos que también hubiera rabia. Cuando aparecieron Aznar y el ministro Trillo, los familiares comenzaron a abalanzarse sobre ellos.

—Esto terminará en tragedia —me murmuró Anasagasti.

Y todos los que ocupábamos las sillas de autoridades, incluidos altos cargos de la Iglesia, temimos que la rabia fuese a más y de allí saltase una chispa ante tanto dolor, (no conocíamos las conversaciones que varios de los fallecidos habían mantenido con sus familiares antes de subir al avión que se estrelló).

En un momento una mujer joven salió de un grupo y se fue hasta uno de los féretros a abrazarlo. Pensaba que en él estaban los restos de su hermano, y a los soldados de la policía militar no les resultó fácil conseguir que lo soltara y devolverla a su sitio.

Comenzaron a oírse insultos contra el presidente del Gobierno y contra el ministro, que se cortaron de raíz en el momento en que hicieron su aparición los Reyes. La Reina, con una actitud magnífica, se acercó a los familiares y uno a uno fue saludando, con una intensa e indisimulada tristeza, a las viudas, a los huérfanos, dándoles un cariñoso beso y abrazo.

Cuento esto porque un personaje de larga sotana y símbolos de obispo dijo, para que lo oyésemos todos los que estábamos alrededor:

—Y luego algunos hablarán mal de los Reyes.

Nunca perdón, siempre jodienda.

Con un calor insoportable para esa época del año transcurrió el acto funeral castrense, que llegó a su punto álgido cuando el Rey fue colocando las medallas sobre la bandera que cubría cada uno de los féretros y, por la megafonía, se oía el nombre del muerto.

Luego los soldados fueron retirando los ataúdes, mientras sonaba una marcha fúnebre y los familiares se acercaban a los coches de las funerarias para seguirlos hasta las localidades donde serían enterrados o incinerados.

Pronto se empezó a comprobar que los ataúdes no contenían los restos que se habían anunciado por megafonía y poco a poco se tuvo noticia de todo lo que sobre ese accidente fueron denunciando las familias.

Ante tal cúmulo de falsedades y mentiras, en la Diputación Permanente de aquel verano pedimos, por dos veces, la comparecencia del ministro de Defensa, la primera, el 17 de julio, para que nos explicase los datos de que disponía de las condiciones del Yakovlev-42; la segunda, el 29 del mismo mes. Ante la incomparecencia, volvimos a solicitar la presencia del ministro, para que nos explicara el trámite que se dio a las protestas de los familiares y que el ministro entregó en la Comisión de Defensa, así como las demás circunstancias que se habían producido en relación con el accidente.

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