Read Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados Online
Authors: José Antonio Labordeta
Lo enviamos a Justicia; nos lo devolvieron. Lo enviamos a Interior; nos lo devolvieron. Mientras el informe andaba en manos de la Presidencia de Gobierno, la prensa anunció un asesinato. Nuestro peticionario se tomó la justicia por su mano, matando a su mujer y suicidándose luego.
Cuarenta años después de la guerra los sucesos seguían apareciendo, y esta pareja, de casi ochenta años, era una dramática demostración de ello.
Había peticiones increíbles, como la que solicitaba la castración del párroco de su pueblo, o aquellas otras de un colectivo levantino que, desde su lugar geográfico, enviaba una y otra vez peticiones en defensa de pequeños puentes en Asturias, pasos a nivel en el País Vasco, o el apoyo a la conmemoración de un simpático evento en algún lugar de Castilla.
Las cárceles siempre estaban en primera línea, o bien para dolerse del régimen penitenciario o bien para hacer peticiones como aquella de un interno que, a punto de obtener la libertad, pedía seguir en «su» cárcel, con sus amigos, ya que, después de veinte años de régimen carcelario, lo poco que tenía lo tenía en «su» prisión y nada le quedaba fuera. Naturalmente, el ministerio desoyó radicalmente la petición y nuestro consejo. Si en algún momento había tenido la seguridad de que no servíamos para nada, ese asunto me lo ratificó. En el fondo, los partidos mantienen esta comisión porque así le dan un cargo a un militante, le ponen un despacho y un letrado a su servicio, y un agradecido más.
Uno de esos días en que, si no recuerdo mal, andaba en la comisión de Control de RTVE, un ujier se acercó y por lo bajini me comunicó que el presi de Peticiones andaba buscando frenéticamente a los miembros.
Mientras esperaba uno de los lentísimos ascensores de la segunda ampliación, recapitulaba sobre lo que acababa de oír en la comisión de la que salía y pensé que el grado de cinismo de los mayoritarios estaba llegando a niveles de juzgado de guardia.
Empujado por el colectivo de comisionados, me vi de golpe en el fondo del ascensor, contemplando la elegancia y el saber hacer de la mayoría de los diputados, en cuyos zapatos uno podía verse reflejado.
—¿Cómo lo haces?—le pregunté a un portavoz.
—Mucamas filipinas.
Y toda la grey se echó a reír.
Cuando llegué a la pequeña sala de reuniones, al presidente y al letrado también los vi con unos zapatos lustrosísimos.
—¿Mucama filipina?—pregunté.
—Limpia de la Puerta del Sol.
Al cabo de un buen rato estábamos en la sala cuatro personas, ya que al grupo sólo se había sumado el diputado de Izquierda Unida.
—Se ha recibido una petición extraña y resulta difícil discernir qué hacer con ella.
El peticionario solicita la esterilización sexual del rey don Juan Carlos por temor a que transmita alguna enfermedad venérea a doña Sofía.
El Diputado de IU y yo nos miramos e, incapaces de contener la risa, soltamos una sonora carcajada.
—Esto es muy serio —aseguró el presidente, azorado por el tema.
—Hagamos dos envíos. Uno a la Zarzuela y otro a la Moncloa. Que ellos juzguen.
—Me parece bien —afirmé—. La copia de la Zarzuela se la podríamos enviar también a doña Sofía.
—¡Basta de coñas! —se sofocó el presidente.
—Pero ¿es que usted cree que una petición así se puede tomar en serio?
—Ha entrado —afirmó temeroso el letrado.
—Pues que salga —sugerí.
Y al final lo políticamente correcto condujo a archivar el tema. Increíble, pero así se escribe la historia menuda y diaria de las gentes y de los países.
Si un día alguien tiene tiempo y necesidad de ser doctor, en esa comisión cuenta con material para analizar la España menuda, colectiva, sin héroes, pero con ciudadanos solidarios, asediados, enfrascados en combates aparentemente nimios y sin sentido, pero que para ellos son más importantes que una ascensión al Everest sin oxígeno. Lo absurdo es seguir manteniendo esa ficción de legalismo populista e inservible.
Otra institución, de algún modo semejante a la anterior, es la del Defensor del Pueblo. Este organismo se da en muchas partes de Europa y en bastantes de España desde los oscuros días de la Edad Media; pero como institución estatal, y por lo tanto nacional, no se había instituido. Fue en el proceso democrático cuando se fundó, pero sin disolver ese otro organismo que es el de Peticiones.
El organismo del Defensor languidecía en manos de voluntariosos ciudadanos próximos a la Democracia Cristiana hasta que un día el partido del Gobierno nombró defensor a un personaje del bando contrario. Todos nos quedamos asombrados, y en especial un servidor, que tenía amargos recuerdos de ese hombre cuando presidió, en los primeros ochenta, la unidad entre el Partido Socialista de Aragón (PSA) con su partido, el PSOE. Produjo tal desconcierto en las ingenuas filas del partido aragonés que uno, que andaba entre el pasotismo puro y el radicalismo socio-verde de esta formación, adquirió de él una imagen de manipulador poco fiable.
Como parecía que en esos momentos las nuevas huestes de su partido andaban preparando el asalto al poder, los militantes de la vieja guardia eran enviados a los escaños más altos del hemiciclo, por encima incluso de los que ocupaba el Grupo Mixto, situación que para quien había estado en el Gobierno era como una afrenta que llevaba con la mayor ironía, y siempre que podía, viniese o no a cuento, se burlaba de los nuevos como si de unos becarios se tratase.
En medio de esta situación, Txiqui Benegas nos comunicó la novedad:
—El nuevo defensor del pueblo va a ser Mújica.
—¿Y quién va a defender al pueblo de él?—ironizó un peneuvero de la fila de delante.
A Benegas no le hizo gracia la broma y pocos minutos después la noticia se hizo oficial. Nadie entendió casi nada, y el Beduino, al que cada vez le costaba más entender el trajín político, le preguntó a Saura:
—Y esto, ¿por qué?
—Siempre conviene tener a un descontento contrario entre tus filas. Se hace más tuyo que los tuyos.
—Pero eso será porque ya andaba entre los suyos.
—Siempre fue un hombre de contradicciones, pero desde el asesinato de su hermano ha traspasado la raya.
Y efectivamente, muchas de sus conclusiones finales en sus informes iban a estar más cerca de los presupuestos del Partido Popular que de su larga trayectoria ideológica, con prisión en Burgos incluida.
Trimestralmente el defensor debía presentar un informe a la Cámara, en el que analizaba todas las quejas recibidas, como en Peticiones, y las críticas a muchas de las instituciones estatales, públicas y privadas. Unos días antes de su comparecencia, la Oficina del Defensor envió el grueso tocho a los portavoces, que con infinita paciencia leímos aquellos puntos que por interés geográfico, humano o legalista nos interesaban.
Tras su primer informe al Congreso, el Beduino había preparado una larga contestación crítica, ya que muchos puntos estaban en el lado contrario de lo que pensaban el inclemente nieto de monegrina y su formación política.
El hemiciclo, a esa madrugadora hora de las nueve de la mañana, se encontraba casi vacío. Sólo estábamos los portavoces de esa comisión, bostezadores del largo informe que ya habíamos tenido en nuestras manos, y algún diputado o diputada que gustaba de esas mañanas llenas de un sabor entre aterciopelado, agreste y furtivo. En las bancadas del Gobierno, sólo el ministro de Justicia, con unas gafas oscuras para disimular esa mirada tan suya que parece alcanzar apenas un poco más allá de sus propias pupilas.
Terminado el informe, bajé hacia la tribuna. Tras subir a ella no vi al defensor, y solté un breve discursito sobre la indelicadeza del señor Mújica.
—Es que ahora —me aclaró el vicepresidente de la Cámara— el señor defensor no puede quedarse aquí y tiene que subir a la tribuna de invitados para escucharle.
Avergonzado por mi desconocimiento total sobre los procedimientos de la casa, apenas si tuve valor para leer mi informe.
Miré una y otra vez hacia la tribuna, en la que no aparecía el defensor, ya que para llegar a ella hay que recorrer un pequeño camino por los pasillos y escaleras del edificio. Así que cuando casi estaba dando las gracias al vice, que ejercía de presi, apareció el señor Mújica y me hizo un gesto, un guiño de excusa.
Días más tarde la Oficina del Defensor nos invitó a comer en su sede. Con el tiempo el Beduino comería y cenaría bastantes veces a costa de sus escasas comisiones, además de otro tipo de invitaciones para los portavoces del Grupo Mixto.
—Vaya bronca que me echaste.
—Es el puro desconocimiento de los procedimientos parlamentarios, en los que, por cierto, ando bastante despistado todavía.
—Aquí, cuando llevas un año ya has aprendido todo lo que tienes que aprender.
—Espero que así sea o me voy a mi casa a repasar los manuales del buen parlamentario.
—¿Hay de eso?—preguntó un diputado del grupo mayoritario.
—No creo, pero habría que escribirlo y publicarlo, porque aquí nos pegamos muchas horas sin saber por dónde viene el aire y por dónde se va el agua.
—Por el Ebro —ironizó un diputado de costas emergentes.
Ni lo miré. Mújica enseguida intervino para apaciguar los posibles ánimos agitados.
Si alguien inventó algo para controlar al personal, eso fue la televisión, y por esa razón todos los gobiernos apechugan con su desvergüenza democrática y la utilizan, la manipulan y abusan de ella sin ningún pudor.
La ingenua Primera Cadena nos controló a muchos con sus Noches de sábado, sus concursos millonarios y los grandes fastos en el estadio de Chamartín los días de San José Artesano, o sea, los prohibidos Primeros de Mayo.
A través de ella vimos aquella España en blanco y negro donde el Caudillo arrebataba a las masas con sus discursos ramplones y aquella voz de vicetiple que tanto debía de gustar a un buen puñado de compatriotas, que se emocionaron el día en que el señor Arias Navarro notificaba, con voz meliflua e hipo descongestionador, la muerte de aquel que durante cuarenta años nos tuvo a todos bajo un puño cerrado.
La televisión llegaba para notificarnos toda la barahúnda de emociones que sufrían en aquellos momentos los españoles, y vimos cómo pocos días después, de golpe, llegaba el color a las dos cadenas y aparecían otras. Pero las del Gobierno seguían siendo las principales, y el personal, desde el primer momento de aquello que llamaron transición, tuvo mucho interés en que ese órgano de poder mediático fuese controlado por los miembros del Parlamento, con la ingenuidad democrática de los que venían de largos años de informativos manipulados.
Cuando llegué a esa comisión pronto me di cuenta de que controlar Televisión Española era como una especie de juego entre la hormiga y el elefante. Ellos, los del Gobierno, lo tenían todo con su mayoría, y si les faltaba algo nombraban a directores generales al servicio del aparato estatal, como fue el caso del señor González Ferrari, cuya obediencia le sirvió para obtener prebendas importantes para su futuro profesional, aunque su pregón del día del Pilar en Zaragoza acabó con una rechifla general por parte de los miles de zaragozanos que estaban bajo el balcón del Ayuntamiento dispuestos a abuchear a quien constituía el símbolo de una burda manipulación televisiva.
Su oscuro sucesor fue el señor Sánchez Domínguez, quien, aupado al poder tras el ascenso de su partido, llegó a pasarse la comisión de Control por las entrepiernas.
Ambas dos.
En la comisión la oposición utiliza ciertas preguntas para criticar la política partidista del Gobierno, que sacan a la luz para demostrar lo equilibrada que es esa política y lo bien que lo hacen los directores generales.
Hay también proposiciones no de ley —las famosas «peneles»— que en aquellos años nunca jamás, al menos las de la margen izquierda, llegaron a buen puerto, porque a la hora de la votación, aunque sumásemos los votos entre democristianos, rojerío en general y socialistas desteñidos, la mayoría absoluta acababa con los sueños de los irredentos.
Un día en que mi paisana Mercedes Gallizo presentó una de esas peneles y conseguimos sacarla adelante, porque varios diputados del PP andaban por otros lares, lanzamos un grito de victoria, que un mes después el Gobierno echó por tierra.
Ese día volví a entender el fraude de muchos de los procesos que se llevan a cabo en el Parlamento, y por esa razón, con el tiempo, cuando el cinismo sobrepasa el sentimiento de inutilidad, siempre que una persona, saturando mi paciencia, acudía al despacho para que personalmente le resolviera asuntos irresolubles, recurría al sistema de poner un rostro serio y, con la voz mas profunda, proponer:
—El asunto es muy difícil y complicado, pero creo que con una proposición no de ley vamos a conseguir avanzar en su buena solución.
Siempre supe que el avance consistía en que en los ministerios esas proposiciones pasaban de mesa en mesa, de despacho en despacho, hasta que el olvido recuperaba el orden establecido.
La comisión se reunía una vez al mes desde las nueve de la mañana hasta cerca de las dos. Era los miércoles, justo el día en que por la tarde había control del Gobierno —otra pamema—, y por esa razón los de la oposición acudíamos con toda la carga dialéctica posible y denunciábamos de todo y sobre todo.
Al poco de llegar pregunté, con toda la buena voluntad del mundo, lo siguiente:
«Opinión del director general del Ente Público de Radio y Televisión Española acerca de la información ofrecida en la radio y la televisión el día 8 de octubre de 2000 relativa a la manifestación celebrada en Zaragoza contra el Plan Hidrológico Nacional y el trasvase del Ebro».
La respuesta: «Suficiente».
Más de cien mil zaragozanos habíamos salido a la calle, y en la tele sacaron, sobre todo, las declaraciones del ministro y de alguna persona de las zonas del sureste que reclamaban el agua. De los nuestros, ni una palabra.
Y esa manipulación llegó a su punto culminante el día en que el «servidor» del Gobierno, señor Urdaci, manipuló la información sobre la Huelga, y cuando tuvo que dar la rectificación de la noticia, exigida por la sentencia de la Audiencia Nacional, dijo, al referirse al sindicato Comisiones Obreras: «CC.OO...», y lo restante es preferible no oírlo. Nada pasó. Todo siguió inamovible. Impertérritos los jefes y asqueados los que tomábamos en serio aquello de la dignidad y de la libertad de expresión.