Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados (20 page)

BOOK: Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados
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Papeles volanderos

En los ocho años que anduve de diputado, beduino o no, escribí textos que satisfacían mi amargura o mi sorna, mi irritabilidad o mi sosiego: todos ellos caminaban a la orilla de los sucesos y de los humores del momento.

Me resulta curioso comprobar que los titulares de las columnas andaban cambiando como en un intento de alejar de mí el carácter de las anteriores páginas; al final, leídas con la distancia que proporcionan el tiempo y la lejanía, descubro que siempre quise decir lo mismo ocultando esa igualdad bajo parafernalias literarias distintas. Suponía que lo hacía en una búsqueda de realidades diferentes: mentira; siempre dije lo mismo, ya que los humores son siempre los mismos, bajo la lluvia, el sol, los otoños y los inviernos, aunque en una época te suden las manos, en otra se te queden los pies helados y en otra la belleza de los atardeceres no pase de un brochazo sobre el sol enrojecido del poniente.

Para empezar, en el año 2001 descubrí el metro haciendo desde mi domicilio el viaje hasta la estación de Sevilla, en pleno pulmón económico y en buena parte administrativo. Hasta esa fecha, desde mi llegada a la Corte, estaba a orilla de las calles de Fuencarral y Hortaleza, una zona saturada de vendedores de costo y otras sustancias y que iba dejando el paso a un barrio gay en el que la delicadeza y el nuevo ambiente recuperaban unas calles vivas, relajadas y divertidas. Por las mañanas, cuando iba hacia el Congreso, elegantes camareros de cafeterías inquietas me saludaban con un «buenos días, diputado» acompañando sus palabras con gestos de cariñosos saludos. Un buen paseo para iniciar el tortuoso camino de un hemiciclo dominado por la trituradora de Aznar y sus seguidores.

El 11 de septiembre de 2001, a esa hora en que las Torres Gemelas se hundían espectacularmente bajo el terrorismo, ocupaba mi nuevo domicilio que me abría una perspectiva nueva de Madrid: las mañanas fatigosas de metro y las vueltas vespertinas con el mismo aire fatigado con que las gentes, inmigrantes y currelas, regresaban a sus barrios en largos viajes subterráneos. Charangas folclóricas animaban ese tedio, aunque muy pocos viajeros teníamos ganas de agradecerles esa salutación o despedida. Los humores no estaban para risas.

A mí, beduino provinciano, aquel mundo de los largos pasillos, las escaleras automáticas, las voces de la megafonía y el estrujamiento colectivo venía a colocarme en un mundo entre deprimente, angustioso y muy atractivo en un grado de masoquismo elitista, porque sabía que aquel mundo no era el mío, como tampoco lo era el de los colegas que residían por los aledaños del Congreso y con los que nunca me crucé por los bajos de ese Madrid atractivo y desorbitado del metro.

Sí lo era el de aquellos hombres y mujeres que, a primeras horas de la mañana, se embarrancaban en las puertas de los vagones intentando no perder su viaje. A veces, cuando el tumulto era insoportable, me quedaba contra la pared —no tener que fichar era un lujo— y contemplaba aquella pequeña batalla. Casi siempre, esas veces que esperaba al siguiente se quedaban conmigo unos músicos ecuatorianos, o mexicanos o vaya usted a saber de dónde, y en la espera entonaban alguna canción melancólica andina y, antes de que llegara el tren siguiente, pasaban la boina. Me gustaba tanto aquella escena que siempre andaba en el interior a esas horas en que sabía que los músicos trabajaban por los andenes.

De eso escribía en una crónica semanal que se titulaba «Metro Sevilla» y que de vez en vez también la utilizaba para hacer alguna crítica a las militantes del PP que acudían a los plenos rebosantes de peluquería.

Un paisano les pasó a las ciudadanas diputadas aquella crónica y como «furias» de tragedia griega se abalanzaron sobre mí, en el hemiciclo, con tal rabia que Saura, que andaba sin saber de dónde venía aquella violencia, se acojonó. Y eso que él había sido militante del rojerío clandestino.

A partir de entonces regresé a la crónica sentimental.

La muga

Durante el año 2005 inicié una nueva columna con el intento de traspasar lindes y fronteras. La idea surgía de una vieja canción bearnesa en la que el enamorado esperaba que un día las altas cumbres pirenaicas se allanasen y pudiese pasar al sur de ellas a ver a su enamorada.

A mí, en aquellos momentos, en el curso 2005, me parecía un sueño, y romper fronteras siempre había sido una de mis intenciones. Acabar con esa manía de ser de un lado y rechazar a los de otros lados: las viejas fronteras divisionistas.

Escribo en una de esas columnas:

Los días nunca acaban completos y los nubarrones se proclaman por el fondo del horizonte donde se asegura que el señorito Aznar, el de la guerra, el del Trasvase, el de la ignorancia con el resto de España desde su trofeo maximalista de la mayoría absoluta, prepara su vuelta echando a la cuneta a su «buen Rajoy» y recuperando los rostros más duros de la dura imagen de esa España vieja y descolorida.

Nunca, dicen, segundas partes fueron buenas; pero entre determinadas fuerzas económicas, religiosas, y manipuladoras, el regreso del «hijo pródigo» se vería envuelto en alharacas y ditirambos. Todo para que el «niño» no se sienta que lo dejaron solo y vea que siguen siendo fieles a la faz intransparente de ese castellano ignoto.

En el principio del verano escribo estas palabras huyendo de la «barbarie madrileña»: «Me pongo tierno en esta calurosa tarde del segundo día del verano y me olvido de los aquelarres políticos y de las furias de tanta mosca sartriana como cunde en el diario cotarro de los nuevos y viejos estatutos».

ETA se desparrama en valentonas bastante burdas y supongo que todo ese discurso acaba sirviendo para que las huestes batasuneras se sientan tranquilas y que los jefes puedan seguir en el «negocio».

Me encierro en la cálida sonoridad de los versos de Rilke y espero que, en estas tardes infinitas de junio, la sombra de los arrallanes cubra de gloria los últimos vestigios de la gran desbandada estival.

Sólo la viagra nos salvará de la tragedia y ella nos conducirá a la muerte dulce de los días fornicativos y deslenguados.

Durante el curso 2006 escribo una nueva columna a la que llamo «Vuelta de tuerca» y es una sucesiva reflexión sobre el tiempo huido en una ciudad provinciana con provincianos como yo, cuya alegría se encerraba en los humildes cines de programa doble.

La ciercera

Durante los años 2007 y 2008 colaboro con un periódico de Madrid, recién, recién, que me permite hacer unos análisis crudos de lo que pasa por la política de este país.

La califico de esa manera porque en mi tierra, cuando el cierzo, el viento dominante en el valle del Ebro y que recorre la dirección desde el noroeste, se pone borde, te ataca, porque de un ataque se trata, por todas las direcciones. Lo que en esos años estaba pasando en el hemiciclo eran sucesivas cierceras, arrebatadas por miembros adustos del PP.

Con esos textos delante, ya con el tiempo superado, me doy cuenta de que mi visión de los aspectos interiores de la res publica no tiene nada que ver con la realidad: soy un ingenuo, un gilipollas que se cree que todo lo que supone que es bueno para las gentes, los países y los mares. Al final, ni unos ni otros se aclaran, y como yo tampoco lo hago, me retiro a mis montañas más queridas. Intentaré, en las páginas que quedan y con las que anteceden, explicar un tantico este mundo que se nos vuelve desmesuradamente complicado y complejo.

En esos días decido no regresar a la política y vuelvo a la ingenuidad de un adolescente, si es posible, y hasta me pongo a escribir, de nuevo, versos. Curioso cómo los hemiciclos secan a los poetas y elevan de rango a los defenestrados de las riberas adyacentes al mar o a la meseta.

Nunca hay que poner en duda las máximas dogmáticas y a veces cretinoides de los jefes. Dudar de sus máximas conduce al ostracismo que consiste en volver a la oficina de tu ciudad de provincias, recordar con nostalgia los buenos momentos que viviste junto a los jefes y despotricar contra aquellos colegas de partido que te arrebataron, por más obedientes, el acta de diputado.

Ahora ves a muchos de aquellos dioses caídos y lo único que queda de ellos es el retrato, por cierto bastante mediocre, con que los ministerios premian a sus hijos predilectos, por los pasillos.

¿Qué se hace con aquellos personajes que han ocupado varias carteras? He aquí una duda hamletiana y agreste; seguro que ya hay un protocolo para estas situaciones.

Los medios

Uno de los aspectos que más te asombraba, cuando como beduino lejano llegabas al Congreso, era la cantidad de periodistas de todos los medios que había por todas las partes del edificio.

Estaban los de los grupos parlamentarios; estaban los de los medios nacionales; estaban los de los medios autonómicos; estaban las grandes firmas y algún enloquecido que un día muy señalado aparecía con su micro y su humilde casete y te preguntaba en nombre de Radio Benabarre.

La primera sorpresa te la llevabas la atardecida que salías de estar con el Rey. Te acojonabas y pensabas en los futbolistas, en los toreros o en los grandes actores de cine. Luego, con el tiempo, ibas poniendo cara a aquella masa informe y en las ruedas de prensa, a las que acudían todos, los ibas conociendo e ibas teniendo conciencia de los distintos escalones que estos muchachos, numerarios o becarios, ocupaban en el ranking de aquel enorme lío.

Las grandes firmas sólo aparecían por «Palacio» los mismos días que el de Benabarre, o cuando algún acontecimiento extraordinario les interesaba para su pluma.

Se pavoneaban por el pasillo (la M 30) que circunvalaba el hemiciclo, siempre detrás de primeras figuras de los partidos.

No estaban mucho tiempo, y en el escaso que lo hacían, subían y bajaban a la cafetería con la intención, según ellos, de aclarar información en forma de una excelente cerveza y unos magníficos pinchos de tortilla.

Eran asiduos los de diarios de ámbito nacional, como Manolo Sánchez, de
El Mundo
; Anabel Díez o Camilo Valdecantos, de
El País
, junto al orondo Raimundo, de
El Periódico de Catalunya
.

Fijos por los pasillos, escaleras y comisiones estaban los hombres y mujeres de confianza de los partidos. Mi amigo Chimi acudía siempre en mi ayuda cuando tenía que resolver alguna duda sobre su partido, el PSOE, o sobre chismes y noticias que rodaban por las ilustres alfombras de Palacio.

Algunos vivían del periodismo en internet, pero como soy tan escaso en esto de los envíos por ondas etéreas, nunca conseguí que me convencieran para una entrevista.

Y luego había una «raza» especial, que eran los miembros de las agencias, que aguantaban hasta el final de la jornada en el Congreso, que se enteraban de todo, que preguntaban a las horas más intempestivas tu opinión sobre un suceso que desconocías y del que acababas enterándote gracias a ellos.

Se sentaban donde podían y tenían siempre cara de fatigados. Es muy dura esta condición, y por esa misma razón, me llamasen a la hora que me llamasen, siempre les respondía. Fueron, durante muchos años, la única fuente que nos servía para contar nuestras cuitas parlamentarias, ya que un corresponsal de un diario aragonés se dedicaba sobre todo a manipular las intervenciones para dar gusto a sus jefes.

Un día apareció Noemí, la periodista de Aragón Televisión, y desde ese mismo instante me quedé tranquilo, porque, al igual que todos mis compañeros cuando salían de los plenos se encontraban con sus televisiones, ahora yo me iba a encontrar con la sonrisa de esta muchacha y me tenía que olvidar del gesto de joven «seminarista», que siempre había tergiversado o ignorado la mayoría de mis intervenciones.

El año 2007 se terminaba y como todos los meses de diciembre la Asociación de Periodistas Parlamentarios preparaba una cena en el hotel Palas y entregaba una serie de premios a los diputados.

Ese año nos dieron, ex aequo, es decir la mitad para cada uno, el premio al buen trato con la prensa al diputado de Esquerra Republicana, Agustí Cerdà —un tipo con un humor y una dignidad envidiables—, y a mí.

Cuando subimos al pequeño estrado entoné una jota de despedida, al estilo de mi tierra, que decía:

De los que se van del corro,

allá va la despedida.

De los que se van del corro,

aquí se quedan los guapos

y nos marchamos los buenos.

Reconozco que pillé un tono excelente y una gran ovación cerró mi permanencia como diputado, con un enorme recuerdo a todos los que, durante ocho años, nos alegraron los días, nos amargaron las horas, pero siempre con la voluntad de ser dignos para todos aquellos que nos votaron.

Este texto lo inicié en Madrid —días de lejana soledad—, lo reemprendí en Zaragoza, la entrañable madrastra de tanto huérfano de su amor, lo recuperé en Altafulla, Tarragona, con el mar como huida de la pesada carga terrícola, y lo terminé en Villanúa, Huesca, en el Pirineo aragonés, al pie de Collarada, una montaña de dos mil ochocientos ochenta y cinco metros de altitud, a cuya cima, en otro tiempo, cuando la vida te sorprendía sin atributos, ascendí varias veces.

Cuento todo esto porque el refrán beduino se hace realidad en estas páginas con los humildes viajes por las orillas del Ebro, al lado del Mediterráneo y por la frontera con Francia. Así, casi como un viaje minúsculo, terminando aquí, con el otoño a la vuelta de la esquina y la melancolía de la vejez, tan próxima, en los ojos cansados de este «animal tímidamente triste», que escribió estos versos con apenas veinte años y que ahora repite con nostalgia y con recuerdos.

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