Read Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados Online
Authors: José Antonio Labordeta
El señor Rivero, a la manera de Pilatos, envió el informe sobre el suceso al presidente de las Cortes, y el señor Marín, que estaba encantado de haberse conocido y no quería bullas que viniesen de aquella comisión, dejó morir el proceso. Peor que con Kafka.
Y así, en ese intento de ir hilvanando y deshilvanando el duro ovillo del asunto, llegamos, en contra de todos los medios —esta vez sí— de comunicación, a unas conclusiones que, junto a los aspectos humanitarios, mejorías de los servicios de las fuerzas de seguridad y más medios para infiltrarse en el mundo del terrorismo islamista, serían muy criticadas. Sin embargo, cuando años después el tribunal leyó la sentencia, sus conclusiones se parecían tanto a las nuestras que uno, que, durante días y atardeceres y noches otoñales, aguantó en el tedio de la comisión mentiras y triquiñuelas, se sintió feliz.
Para celebrar todas aquellas jornadas, Olavarría, Barcos y el Labordeta nos fuimos a comer juntos. Como vino, un Enate refinado y oloroso. Nos lo merecíamos contra todos aquellos que ocultaron la verdad.
Pronto empezaron las refriegas violentas contra el Gobierno de Zapatero, y llegaban desde todos los ángulos reaccionarios del país.
No podían soportar que una serie de leyes que iban a liberar a mucha gente represaliada por años de un catolicismo integrista se abriesen paso en una cámara dominada por una mayoría de votos progresistas.
Los órganos reaccionarios se unieron bajo pancartas de falsedad y reclamaron la dimisión del Presidente, a quien el líder de la oposición, señor Rajoy, llegó a decirle que traicionaba a los muertos. Y con esa agria polémica que no debemos olvidar, la derecha se echó a la calle, tomando como principio aquellas palabras de Fraga, «la calle es mía». Y se hizo durante tres grandes manifestaciones de los seguidores del señor cardenal Rouco Varela y sus huestes carcamales y agrias, reclamando la vuelta a aquellos años oscuros en que paseaban al señor Franco bajo palio, como si fuera la hostia, que, aunque, como decía un viejo militante de las izquierdas clandestinas, lo sacaban así porque «era la rehostia».
Y con este triste y negro presagio de negar al Parlamento sus poderes jurídicos, durante varias tardes y anochecidas las calles de Madrid se llenaron de banderas rojigualdas, insultos a Zapatero y reclamaciones de anular todo lo que habíamos decidido sacar adelante en el hemiciclo.
La voz cantante y figura valleinclanesca de todo este tugurio fue el paisano de don Ramón, ahora elevado a la curia cardenalicia.
Como la vida da muchas vueltas, coincidí hace unos años con, supongo que ya, monseñor Rouco en la Televisión Gallega, en uno de esos programas de sábado noche. Con nosotros estaban María Dolores Pradera y los Gemelos.
De pronto, uno de ellos se levantó de su sitio y, acercándose al obispo, le pidió permiso para besarle el anillo. Un poco a contrapelo, el señor Rouco accedió, y cuando se fue al plató, el gemelo comentó que una de las mayores ilusiones de su vida era, siguiendo aquella vieja canción, besarle el anillo al arzobispo.
Todos reímos, y María Dolores puso en duda que aquel señor, «que era muy antipático», fuese arzobispo. —No me defraudes, María Dolores.
—Es arzobispo —nos confirmó un funcionario de la tele.
Años después había vuelto de caballero victorioso, hablando desde la tribuna levantada delante del monumento a Colón, enviándonos a todos el mal de ojo del Papa, que, en carne mortal a través de las hondas hercianas, apareció sobre las cabezas de los más ilustres reaccionarios de la sociedad española.
Los pecadores, mientras tanto, intentábamos sacar nuestras opiniones al aire, a través de las radios y las teles. En las radios hablábamos Uxue, Begoña y un servidor una vez a la semana: estábamos vivos. Y un día Pepa Bueno, directora del programa
Los desayunos de la Uno
, me ofreció participar como contertulio.
Para ello tuve que dejar mi actividad como miembro de la Comisión de Control de Radio Televisión, porque no me parecía honrado estar en un ente y participar oficialmente de su control.
Sé que la directora general de RTVE, Carmen Cafarell, lo sintió, porque una de aquellas diputadas valencianas, a la que posiblemente Zaplana le había prometido la jefatura de este negociado, se convirtió en una durísima y agresiva contrincante, controlando de manera inmisericorde todos los pequeños fallos que las televisiones estatales podían tener, y llegando a veces a la descalificación personal.
Carmen Cafarell terminaba las mañanas agotada, y menos mal que toda la racha de preguntas últimas se las hacían los diputados o diputadas del PSOE, y podía respirar. Era la gran consigna del PP, que en ningún momento aceptaba que las elecciones las había perdido por su propia ineptitud. Los varelas lanzaban rayos y truenos sobre la sociedad española, para justificar sus mentiras sobre el 11 de marzo y sucesivos días.
Las dos tertulias a las que estaba invitado me hicieron regresar a ese sentimiento de beduino periférico y de provincias que nunca acabas de superar, sobre todo si te sientas al lado de gentes como Herrero de Miñón, Nicolás Sartorius o Joaquín Leguina. Venías de la boira densa de los combates lejanos y de pronto te veías al lado de ilustres ciudadanos que habían sido, durante un tiempo, jefes de los procesos políticos.
En la tertulia de
Los desayunos
me sentía muy a gusto con los dos contertulios y con la ironía de Pepa Bueno. Eran personas con talante democrático y uno sentía que a un hombre como Herrero de Miñón la brutalidad de la política española lo habría marginado, dejando en su lugar a un personaje turbio y retorcido como el señor Aznar.
Casi la misma historia pasó con Nicolás Sartorius, que pudo ser secretario general del PCE en un momento en que esta organización necesitaba una cabeza como la suya y, consciente del nido de víboras que se encerraba en aquella formación, abandonó el barco.
La historia no puede volver atrás, pero muchas mañanas, mientras escuchaba a mis dos compañeros de tertulia, pensaba en el resultado óptimo que los sucesos históricos habrían alcanzado con dos personas como ellos.
La cordialidad y el buen tono funcionaron perfectamente hasta que Herrero de Miñón, que no se encontraba a gusto ante las cámaras, presentó una excusa relacionada con su trabajo y nos abandonó. En su lugar se sentó una persona radical de la derecha que trastocó el buen rollo, Isabel Tocino, antigua ministra de Medio Ambiente.
Con su pelo cardado en exceso y su elegancia exquisita, nos obligó a Nicolás y a mí a tomar, a veces, posiciones bruscas, y mi colega llegó, a pesar de su placidez dialéctica, a perder los papeles y enfrascarse en discusiones casi violentas. Ella traía el mismo mensaje adusto del PP, y en un momento llegó a afirmar que la famosa frase por los sucesos de Casas Viejas, «tiros a la barriga», la pronunció Azaña. Se lo negué rotundamente, y siempre los análisis de la política del señor Zapatero eran alterados con la misma visión que se pretendía dar sobre aquellos sucesos.
—Fue Casares Quiroga —repliqué.
Pero no hubo manera. Seguía en sus trece.
En Radio Nacional el rollo no tenía nada que ver. Olga Viza, que conducía el programa, tenía siempre un buen humor realmente envidiable y nunca se sofocaba por lo que se pudiera decir en la emisora.
Para comenzar el programa discurseaba, durante casi quince minutos, un personaje ilustre como es Juan Pérez Mercader, astrofísico y genio de la didáctica científica que con su acento sevillano nos acercaba cariñosamente a los intrincados secretos del Universo. Todos los que a continuación íbamos a participar en la tertulia después de él nos sentábamos ya a la mesa, ante los micrófonos, y lo escuchábamos con verdadera devoción.
Luego Capitán abría nuestro espacio y, junto a Leguina y a Elvira Rodríguez, ex ministra de Medio Ambiente en la legislatura de la mayoría de Aznar, discutíamos tranquilamente sobre los temas de la actualidad.
Con el Estatuto de Cataluña las palabras subieron de tono, no excesivamente, pero mostraban un Leguina jacobino hasta la médula y a una Elvira centralista liberal.
Al final del programa las voces de Capitán y de su compañero imitando a ilustres personajes ponían una nota de humor que nos hacía olvidar las tensiones.
Un día, un taxista, que me reconoció, me aseguró que él sólo oía Radio Nacional.
—Le quiero dar un consejo para Olga.
—Dígame.
—Que no fume tanto, que se le nota en la voz.
En efecto, Olga era una fumadora empedernida, y aquella observación me dejó asombrado. La comenté con ella, y siguió fumando, no sin agradecer públicamente al taxista su consejo.
En el Congreso la vida continuaba, y una serie de leyes conflictivas iba a elevar el tono de la «paz zapateril» que el presidente impartía hacia los bancos irritados de la derecha nacional.
Habíamos superado la ley de matrimonios homosexuales, se habían roto las negociaciones con ETA, queríamos sacar adelante una ley de la Memoria Histórica; todo ello mientras en las calles reventaban los gritos desaforados de odio y rabia de los roucos y varelas en defensa de esa nación que parecía que la hubiesen parido sus padres y sus madres. Lo que buscaban era no dejarnos tomar aliento para tratar sobre la nueva Ley de Educación y de los estatutos de Cataluña y Aragón.
La Ley de Educación, a pesar de la magnífica presidencia de doña Mercedes Cabrera y de su secretario Mario Bedera, se fue descafeinando hasta acabar en una ley que defendía la enseñanza privada y aceptaba la religión católica con una gran ambigüedad. El PP votó en contra, fundamentalmente por la rabia que le producía ver su antiguo proyecto desbancado. No hay que olvidar, para confirmación de esta posición, el mitin final de una diputada en otro tiempo moderada como era Ana Pastor, ex ministra de Sanidad: ante su ataque al trabajo de la comisión me levanté y abandoné la sala, diciendo en voz alta que aquellas frases eran dignas de los programas radiofónicos de la COPE. Luego, como esa ley no era nuestra ley —se había cedido a demasiados chantajes ideológico-religiosos por parte de partidos como PNV y CiU—, nos abstuvimos.
Era curioso escuchar a gentes del PP haciendo la siguiente afirmación:
—Fíjate si será una mala ley que hasta el Labordeta se ha abstenido.
En parte tenían razón.
En aquel año dos proyectos de estatuto nos iban a llevar de calle. Uno, el de Cataluña, por la radicalidad ideológica de tirios y troyanos, pasando por encima de una tranquilidad dialéctica y llevando las discusiones a planos tan primitivos que querían convertir a las fuerzas catalanas en levantiscos guerrilleros y a las fuerzas «nacionales» en verdaderos irracionales incapaces de un razonamiento lógico que llegaron al punto de reclamar, por ejemplo, el boicot a productos catalanes, alegremente, como si esa tierra se fuese a hundir ante tales actitudes.
Quienes más temían, por los pasillos y con la boquita pequeña, a que el Parlament aceptase el borrador y nos lo mandase a Madrid eran una mayoría de diputados del PSOE, radicales jacobinos y centralistas, que lo veían como un arma de doble filo que iba a sacudir las tranquilas aguas de la política.
El Parlament votó afirmativamente, y el estatuto nos llegó al hemiciclo. Antes de que fuese al Senado y éste nos lo devolviese, en la votación nos abstuvimos porque dos enmiendas que presentamos, sobre la gestión conjunta del Archivo de la Corona de Aragón y el respeto a esta tierra mía en el tema del agua, fueron rechazadas.
Esperamos a que volviese del Senado. El asunto del Archivo venía mejorado, y tras una sesión maratoniana y agreste, el Estatuto de Cataluña quedó aceptado.
Cuando sobre la una de la mañana tomaba un taxi para ir a mi casa, el conductor sentenció:
—Ya ha visto, se han roto todos los puentes con Cataluña.
—¡No me joda!
—Lo ha dicho la radio.
—Pero tengo que ir a Barcelona este fin de semana.
—Tendrá que ir en avión.
Cuando llegué a mi casa pensé, amargamente, cómo se manipulaba la realidad en esta tierra de roucos y varelas llegando a afirmaciones tan dramáticas como la que aludía a los puentes.
El otro Estatuto no planteaba problemas a nivel nacional, pero sí nos producía a determinados ciudadanos amargura y rabia, producto de la incapacidad de nuestros jefes autonómicos para sacar adelante un Proyecto que realmente sirviera para esta tierra y que no fuese sólo, como lo es, papel mojado e inútil.
Comencé mi intervención citando a Julio César y sus idus del mes de «martius», porque era el quince de ese mes cuando se iniciaba el trámite parlamentario. Tras dar la bienvenida a las autoridades aragonesas que, como tímidos beduinos, estaban aparcadas en una mesita al pie de la tribuna mientras sus jefes vigilaban desde la zona de invitados, recordé a Shakespeare cuando le dice a César: «Guárdate de los idus de marzo. Guárdate».
Efectivamente, la tronada venía dispuesta a dejarnos a los humildes beduinos de Chunta totalmente fuera de juego.
Comenzaban los interrogantes y reclamábamos si lo que era bueno para Cataluña, Baleares o Andalucía no lo era para Aragón. ¿Cuántas veces había que decir que los aragoneses no queríamos estar en el vagón de cola, sino en la primera fila?
Aclaré cuáles eran nuestras diferencias con el texto presentado, que afectaban básicamente a cinco aspectos: inversiones del Estado; inversiones no incluidas o ahora excluidas; defensa del Ebro; el reconocimiento de las lenguas que se hablan en Aragón y el tema del preámbulo en el que nuestro país quedaba, por obra y gracia de no se sabe qué cabeza pensante, en un territorio recién aparecido en la historia de España.
Denunciamos que no se nos garantizaba ningún tipo de inversiones y quedábamos a merced de las migajas que nos quisieran arrojar, una vez que el Estado hubiera cumplido sus compromisos adquiridos con las otras autonomías.
Para terminar, citando a un ex presidente, dije:
—Comprendo la actitud de Ibarra y no la que prevalece en Aragón con la casi unánime mansedumbre de sus partidos o sólo de sus líderes, no se sabe. Opino que incluso por mera dignidad debería retirarse de las Cortes el proyecto estatutario y esperar a que el Tribunal Constitucional nos diga si valen o no las reformas recurridas. Aragón podría exigir lo mismo en vez de pasar ahora por la vergüenza de conformarse con ser menos, algo que más que fidelidad a España parece simplemente estupidez. Estas palabras —aclaré— son del ex presidente de Aragón don Hipólito Gómez de las Roces.