Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados (13 page)

BOOK: Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados
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Lo mismo preguntaba sobre la definitiva situación comercial del recién inaugurado AVE para viajar hasta mi ciudad, que sobre el futuro del Archivo de la Corona de Aragón.

Machacábamos sobre incumplimientos del Protocolo de Kioto o sobre el futuro de los trenes convencionales, que iban desapareciendo de las estaciones situadas fuera de la línea del AVE. Las gentes de esas zonas nos escribieron una y otra vez con sus quejas. Nosotros nos quejábamos por escrito con el convencimiento de que a esas alturas, noviembre de 2003, en todos los ministerios lo que había era nerviosismo por un futuro en el que Aznar se iría a sus negocios y Rajoy llegaría con toda la arrogancia de un registrador de la propiedad. ¡Lo que nos faltaba!

El 22 de diciembre, en mitad de la Lotería Nacional, todavía preguntaba el Beduino sobre las ayudas a asociaciones de trasplantados y sobre las ayudas del Ministerio de Medio Ambiente a los pueblos del Pirineo.

Nunca se nos iba a contestar. Como papeles volanderos irían de despacho en despacho hasta caer, aburridos, delante de un funcionario, no un becario, cansado y desengañado, que miraría aquellas preguntas con la sorna y la ironía que sólo los viejos empleados ministeriales son capaces de mostrar, y más cuando la legislatura está a punto de acabarse y hay que pensar en los futuros directores generales con los que habrá que idear el
planning
—¡qué modernos!— de las nuevas estructuras ministeriales. Es decir: que se vayan a paseo todas las viejas preguntas por escrito.

Hay que ahorrar papel. Muy curioso todo este complejo burocrático que se esconde en los amurallados y barrocos edificios ministeriales.

Cada vez que pasaba por delante de alguno de ellos, me acordaba de mi viejo amigo ácrata que acariciaba sus muros para ver si algo de aquellos poderes se le contagiaba a su dura vida de ciudadano de a pie.

Así, poco a poco, las fiestas de Navidad se nos vinieron encima, y todavía los recuerdos de algunos festivales contra la maldita guerra resonaban en las cabezas de muchas personas que no entendían qué estaba pasando con todo aquel lío y seguían viendo esa imagen de las Azores, donde tres futuros «comparecientes» ante el Tribunal de La Haya se mofaban de la humanidad completa.

La paz, allí y aquí, se había roto. El triste funcionario de Hacienda, un tipo resentido como pocos, se vio de golpe encumbrado al lado del «emperador» y del cónsul de Britania. Perdió completamente el sentido desoyendo a todos los ciudadanos que, a golpe de calle, pedíamos la paz y preguntábamos, una y otra vez, dónde estaban aquellas armas de destrucción masiva, que no aparecían.

Toda la podredumbre de una gran farsa comenzaba a rodar. No sabíamos dónde iría a parar, pero en su frenazo alguno se daría de morros contra tanta mentira.

Llegaron las vacaciones de Navidad y, con la idea de que no volvería a la legislatura siguiente, regresé a mi monegrina ciudad de Zaragoza, con los pertrechos acumulados durante los cuatro años de permanencia en la Villa y Corte, y que iban desde libros recibidos como regalo hasta pequeños fetiches que seguidores de CHA nos traían desde países exóticos.

Las encuestas empezaban a funcionar y a nosotros nos seguían dando un diputado, mientras la distancia entre Rajoy y Zapatero disminuía a pasos agigantados.

Había nervios por todos los lados, y como nosotros habíamos dejado de ser aquellos buenos chicos que nunca acabarían molestando, los medios de comunicación, afectos a la derecha, comenzaron, ya desde esos días, a triturar nuestra manera de ser y a demostrar que nunca llegaríamos a nada. Tenían razón, pero estaban más nerviosos que una novia en su noche de bodas: eran agrios y faltones, y siempre que podían intentaban sacar a la luz pública alguna de las dudas ideológicas que CHA tenía y que, defendida por una minoría que anhelaba la independencia de Aragón como realidad y nunca como utopía, les servía a esos poderes, que permanecen intocables y que intentan seguir controlando todos los aspectos de la vida cotidiana, intelectual y económica, como excusa para denunciarnos como si fuésemos, o casi, compañeros de viaje de ETA. Era todo tan asombroso y falso que nos faltaban palabras para desmentir tal cúmulo de mentiras.

En tiempo de tormenta lo mejor es buscar un buen cobijo, y el nuestro iba a ser la palabra razonada, la demostración de nuestra actitud en la vida cotidiana y nuestro alejamiento de todo aquello que parecía tan exagerado. Al final, cada uno tuvo que batallar con sus propias mentiras.

A pesar de todo, estábamos preparados, y hasta el presidente del partido se compró unos zapatos nuevos «para caminar», nos dijo; y me animaba a que yo hiciese lo mismo.

Estuve a punto, porque después de cuatro años en la Carrera de San Jerónimo, en ascensores y pasillos, cruzándome con individuos vestidos de gris, aprendí cómo diferenciar a los guardaespaldas de los diputados plurales: por los zapatos. Los baratos y no muy limpios, seguro que eran de guardaespaldas o de algún tipo del Mixto.

Las marcas brillantes e italianas las calzaban, sobre todo, los diputados de Valencia y Murcia. Los andaluces lo intentaban, pero no pasaban de los Callaghan riojanos.

Segunda Parte
El interregno

La vida parlamentaria se había acabado, aunque las Cortes seguían vivas y los humildes miembros de la Diputación Permanente permanecíamos al loro de lo que se nos pudiese venir encima en cualquier momento, tal y como andaba el mundo, con la guerra de Iraq en pleno apogeo y los atentados integristas, junto con la contestación a una política de absoluto desprestigio y cinismo de prepotencia.

El 1 de enero hubo un brutal atentado en Iraq, situación que acabó convirtiéndose en noticia casi diaria. Por fin, el 19 de enero se disolvían las Cortes y el Beduino regresaba a Madrid para recoger el resto de sus pertenencias y retornaba a su tierra con todos los bártulos acumulados. A pesar del entusiasmo de la dirección de CHA, convencida de que volveríamos a la Carrera de San Jerónimo, yo, visto el panorama tensísimo de las encuestas en el combate entre el PP y el PSOE, apostaba, por lo bajini, por la vuelta a la tranquilidad pequeñoburguesa de la vieja Zaragoza y las charlas vespertinas con los amigos sobre literatura, pintura, fútbol y otros temas propios de una vida lánguida y confortable, con escasos asuntos políticos para la digestión diaria.

El 26 de enero, otro sobresalto: Carod Rovira,
conseller en cap
del Gobierno de Cataluña, se descolgó con una visita a la dirección de ETA, no se sabía muy bien con qué intenciones, pero que en cualquier caso demostraron la inutilidad política de unos ciudadanos que acaban anteponiendo su ombligo al avance de la historia.

Era domingo, y en el asombro incrédulo, llamé a Saura —
conseller
también de la Generalitat— y me lo confirmó. El follón, a escasos días de las nuevas elecciones, nos iba a afectar a todos, y si servidor había recogido el petate madrileño, ahora se traía «las toallas y el albornoz de noche». La ilusión de una nueva aventura del Beduino por los pasillos regios del hemiciclo quedaba tan lejos que, en una larga reunión con los «jefes» del cotarro chuntero, les propuse que se presentasen otros nombres para encabezar la candidatura. No hubo modo de convencerlos, y como al nefasto Beduino le seguían atrayendo los retos casi imposibles, aceptó dar la cara. Al igual que el presidente decidí comprarme unos zapatos de suela de goma, fuertes y que necesitasen poco betún.

Para estrenarlos me los puse para participar, el 15 de febrero, en la gran manifestación contra la guerra de Iraq que se llevó a cabo en Madrid.

Todos pensábamos que las noticias que llegaban de la guerra, los asuntos que se descubrían sobre la gran mentira de las armas de destrucción masiva, que no aparecían por ningún lado, harían subir los votos favorables al PSOE, pero ETA, que siempre había jugado a la ciega brutalidad de la negación, declaraba el 18 de febrero que había decidido no atacar Cataluña. ¿Y tú, maño, qué haces mientras tanto? Mirar al pasado, porque el futuro, con esas declaraciones, se pone turbio, sobre todo para aquellos que, no sé muy bien la razón, estamos coaligados con partidos nacionalistas catalanes y vascos. Con lo humildes que somos, a la hora de las hostias, todas para nosotros.

El 27 de febrero se inició la campaña electoral. Tres nuevos pesos pesados encabezaban por primera vez las tres formaciones nacionales: por el PP, Rajoy, ilustre registrador de la propiedad, que había sido ministro de todo y heredaba, por el dedo de Aznar, la responsabilidad de llegar a presidente. Parecía, y ésos eran los rumores madrileños, que la toga presidencial era para Acebes, ojito derecho del jefe, pero Rato se enfurruñó y reclamó que, si ése era el plan, hubiese primarias. Aznar se acojonó, dicen, y señaló con el dedo al gallego. Rato se marchó a las Américas.

Por el PSOE, Rodríguez Zapatero. Aportaba un aire juvenil y un rostro amable, y a la gente le parecía un ciudadano capaz de cumplir con su palabra —prometía la vuelta de las tropas españolas de Iraq—, pero todavía carecería de la suficiente rasmia para arrastrar a los viejos barones de su partido.

La lista de IU estaba encabezada por Gaspar Llamazares. Como siempre, la gente de esta coalición guardaba al enemigo en casa, y Gaspar iba a tener que trabajar duro —sabía hacerlo— para sacar adelante, desde todas las dudas ideológicas y personalistas, unas siglas necesarias para que los socialistas nunca se olvidaran de su ala izquierda.

CiU estrenaba candidato, un paisano natural de la localidad oscense de Alcampell llamado Josep Antoni Duran i Lleida. Era, como dirían en mi tierra, un candidato repulido y coquetón, elegante, y del que llegaría a admirar su calva —soy calvo también— tan reluciente. Veterano en estas lides parlamentarias, seguro que ponía guindas sabrosas a alguna de esas tardes tediosas en que los mayoritarios se enzarzaban, sin compasión ni miramientos, con los pobres y humildes sufridores de las periferias.

El PNV mandó a Anasagasti al Senado y colocó como líder a una persona que aparecía como más obediente al aparato y menos radical que el viejo republicano. Era un diputado joven con un currículo asombroso: Josu Erkoreka.

La lista de Coalición Canaria estaba encabezada por el alcalde de El Sauzal, que ya había estado por esas tierras cortesanas en dos legislaturas anteriores, Paulino Rivero.

En el Grupo Mixto encabezábamos las listas los mismos que habíamos hecho de portavoces: por los andalucistas, Núñez; por ERC, otra vez Puigcercós; por el BNG, Paco Rodríguez, que continuaba; por Eusko Alkartasuna, Begoña Lasagabaster, y por CHA, el abajo firmante. Como dicen en el mundo del toro: ¡que Dios reparta suerte!

Aparecían dos nombres nuevos que, seguro, acababan por esas lindes. Uno era el de la representante de una coalición que se denominaba Nafarroa Bai —o sea, «Navarra sí»— y que se llamaba Uxue Barcos, y el otro sería el sustituto de Joan Saura —ahora
conseller
—, Joan Herrera. Él y Llamazares iban a tener trabajo para levantar la moral de la izquierda de todo el país.

La gran verbena comenzó y los grandes partidos ocuparon tantos y tantos minutos en los medios de comunicación, que los «inocentes» aparecíamos en esas horas en que sólo los verdaderamente enganchados a la tele podían vernos.

—Somos un residuo político —me decía un militante depresivo.

—Hombre, no es para tanto —respondí—. Al fin y al cabo a los del Mixto los sacan sus teles autonómicas. El problema somos nosotros; como no tenemos de eso, aparecemos perdidos en la galaxia. Pero siempre hay alguien que te encuentra y se pone muy contento de verte perdido en las madrugadas televisivas.

—Pues vaya mierda.

—Es lo que hay y no nos queda otro remedio que aguantarnos.

—No estoy de acuerdo —replicó.

—Yo tampoco —reconocí—, pero no sé qué podría hacerse para desfavorecer a los fuertes y apoyar a los débiles.

—Mandar todo esto a «cascala».

—Y que vuelvan los salvapatrias.

—Eso no.

—Pues a jugar el juego que ha costado muchas cárceles, mucho exilio y mucha sangre —dije.

—De acuerdo. Pero también, y no me lo negarás, todos, ellos y nosotros, esperábamos otras maneras de hacer democracia.

—Ellos, unos están viejos, muchos muertos, y tú y otros como tú, incluido yo, pintamos lo que pichorras en Pastriz; es decir, nada. Si hemos llegado hasta aquí es porque a algunos les interesaba. No lo olvides.

Y tras esta discusión comenzábamos la campaña para la octava legislatura. Era nuestra segunda campaña electoral.

La segunda campaña electoral

Esta nueva campaña iba a adoptar aspectos más profesionales, y lo que un día fue voluntarismo por parte de la militancia se transformó en una organización que intentaba, con todos los medios posibles, dar respuesta al reto en que estaba lanzada España y las tierras agrestes del Beduino, que, más viejo y un poco más cansado, se lanzaba, arrastrado por el ánimo de sus paisanos, a buscar, pedir o rogar el voto con los restos de jovialidad que aún le quedaban.

En esta ocasión la Chunta contrató a un conductor profesional, Dámaso, quien simpatizaba con las ideas de la organización y a lo largo de los días se transformó en un colega que soportó con paciencia las idas, las vueltas y revueltas, los pequeños o buenos refrigerios. Durante los mítines, Dámaso contaba los asistentes para que el jefe, Bizén Fuster, que hacía pareja siempre con el Beduino en estos itinerarios, se quedase tranquilo y cuando llegase a su casa y repasase los diferentes cortes televisivos que su mujer le guardaba de los actos del día, pudiese ir llamando a cada uno de los miembros del partido y recapitular el número de asistentes: en algunos lugares con alegría y en otros con la tristeza de la escasa participación, y que siempre se correspondía —Bizén se lo explicaba así al Beduino— con la buena o escasa actividad de los propios miembros del partido en aquellas zonas.

Y así iban pasando lugares y más lugares en los que el Beduino iría repitiendo las consignas analizadas y preparadas para que los discursos de ambos no coincidieran; pero a Bizén le daba lo mismo. Si hablaba el primero decía todo lo que había preparado el Beduino, y si hablaba el segundo incidía, con mayor radicalidad, en lo que acababa de explicar su colega y añadía nuevos aspectos de la política «regional-nacionalista» que él asume con total beligerancia.

En esos momentos, mientras escuchaba las reivindicaciones lanzadas a la sala y veía a su colega entusiasmado con el instante que estaban viviendo, el Beduino, siempre más escéptico y mucho más incrédulo frente a la condición humana, pensaba en la calidad y la fe que, como animal político, transmitía su jefe en esos días un tanto ásperos, porque a veces se dicen y se aseguran ideas y proyectos que uno sabe que nunca se llevarán a cabo. Pero las campañas son las campañas.

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