Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados (18 page)

BOOK: Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados
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Cuando bajé de la tribuna y me senté en mi escaño, un diputado del PSOE aragonés, cuyo nombre prefiero olvidar, me dijo:

—Ahora vienes tú a resucitar a Hipólito.

—¡Que no tenga que resucitaros a vosotros!

En ese instante la representante de IU por Valencia iniciaba un discurso violento contra mis palabras. Era la posición de los izquierdosos que, por tomar aire, eran capaces de vender, como siempre habían hecho, a su padre y a su madre.

Cuando terminó Isaura y le pregunté el porqué de aquel discurso tan violento, contestó:

—Es lo que me han escrito.

Alguien nos había revelado afirmaciones realizadas por los líderes del PAR y de IU; la consigna era: a nosotros «ni agua». Como dice el corrido mexicano: «Arrieros somos y en el camino andamos».

Muy pronto se iba a descubrir el pastel de la estafa y si ese año íbamos a conseguir unos buenos presupuestos era por la amistad con Fernández Marugán y con Jesús Membrado, del PSOE aragonés, que apoyaron, tras largas negociaciones, nuestros planteamientos.

Un día don Marcelino Iglesias afirmó que hacía falta mucho valor para votar no al Estatuto. Quiero decirle a él y a todos los que votaron sí que a esas horas de la película lo que hacía falta era mucha mansedumbre para votar sí por aquel texto inútil, que para nada iba a mejorar —ya se ha demostrado— la situación del épico país del Beduino y sus paisanos.

La Ley de la Memoria Histórica

Otro proyecto que iba a levantar ampollas entre los miembros del PP y sus roucos y varelas de griterío callejero fue el de Ley de la Memoria Histórica, que intentaba restituir en su sitio a los que perdieron la guerra, a los que sufrieron persecuciones franquistas y a todos aquellos que en las cunetas de las carreteras españolas fueron asesinados por falangistas y requetés.

La ley iba a salir adelante aunque el señor Zaplana, portavoz agreste y pinturero del PP en la legislatura, incidiese en todos los males que el proyecto traería para España. Acabada su larga diatriba, después de mentar a Azaña y a Indalecio Prieto como ejemplo de españoles honrados, dijo:

—Reconozca que esta ley hace bien poco por las víctimas, pero en cambio se ha volcado en atender a quienes aún hoy ni siquiera respetan la libertad, la dignidad, la democracia, la Constitución, como son los terroristas. A ésos sí que se les permite beneficiarse de algún tipo de ayudas de las contempladas en esta ley.

»El resultado de esta ley es que en estos dos últimos años hemos visto reabrirse viejas cuentas que dimos por cerradas.

Finalmente, el señor presidente de la cámara le dijo: —Gracias, señor Zaplana, no le puedo permitir más. El señor Zaplana señaló:

—Acabo, señor presidente. Señores de la mayoría, dejen de mirar por el retrovisor y miren al frente. —Rumores—. Si de verdad miran al frente, si de verdad creen que la política de consenso —¡«Jodo», pienso yo!— es algo de lo que nos podemos sentir orgullosos los ciudadanos españoles, y especialmente la clase política, vuelvan a ella.

Si vuelven sinceramente a ella, saben que allí nos encontrarán. Gracias.

Aplausos de las señoras y los señores diputados del Grupo Parlamentario Popular, puestos en pie.

El señor presidente dijo:

—Gracias. Comenzamos el turno de fijación de posiciones. En primer lugar, señor Labordeta.

—Muchas gracias, señor presidente. Quiero comenzar esta fijación de posiciones leyendo el texto del catedrático de la Universidad de Zaragoza Julián Casanova, que dice: «Los pasados traumáticos de guerras y dictaduras suelen provocar conflictos entre diferentes memorias individuales y de grupos, entre distintas maneras de mirar la historia», y como declaró hace ya décadas el historiador conservador alemán Ernst Nolte, a propósito del nazismo: «El pasado no quiere irse». Precisamente por estas razones, añado: nuestro pasado corresponde a cuarenta años de represión, y por eso queremos salir del pozo del terror y del dolor que sobrepasó a la Guerra Civil, en el mismo 1939 (las Trece Rosas Rojas), y terminó en noviembre de 1975.

»Vamos a dar nuestro apoyo a esta ley, porque queremos que todos los heridos de la guerra sean de una vez caballeros mutilados, y no que los que defendieron la legalidad republicana sean putos rojos, y que hoy, víspera de difuntos, a todos los familiares de todos aquellos que fueron asesinados en las cunetas y en las tapias de los cementerios durante la dictadura, les llegue una paz verdadera al sentir reparada en parte (no del todo) su brutal injusticia. Ojalá que la teoría de Nolte sobre el nazismo no se cumpla con el franquismo y que el pasado del enfrentamiento fratricida y la brutal represión de la dictadura puedan quedar ya para las páginas de los libros de historia.

»Señor Zaplana, Azaña e Indalecio Prieto murieron en el exilio.

»Muchas gracias.

Aplausos. Un señor diputado pregunta:

—¿Y tú dónde estabas?

He aquí una buena muestra del consenso que estuvimos sufriendo durante cuatro años.

Todos los discursos fueron por la línea de sacar adelante la ley con una mayoría, pero hubo un discurso que personalmente me emocionó por la ideología conservadora de la diputada de Coalición Canaria, señora Oramas González, y que con una posición de fijación muy clara iba a dar su voto afirmativo a esta ley diciendo:

—Ampliación de derechos, honor y paz para todas las familias españolas e igual dignidad, memoria familiar y memoria pública para afrontar un futuro común. Ése es el deseo de los españoles y es el apoyo que Coalición Canaria dará a esta ley.

»Tan sólo quiero decir que nos hubiese gustado que en esta tribuna personas como Florisel Mendoza, Pedro Lezcano o Ramón Rojas hubieran visto hoy aprobada esta ley. Nuestra memoria para ellos. Muchas gracias.

A la hora de la votación la ley sacó mayoría y con una gran ovación se festejó a las gentes que, desde la tribuna de invitados, habían seguido el proceso. Muchos de aquellos hombres y mujeres lloraban, y a mí, por qué coño no decirlo, se me arrasaron los ojos en lágrimas. Pensaba, con la vieja ingenuidad del Beduino, que habíamos ganado una dura pelea.

El pasillo del buen rollo

Por tercera vez nos trasladaban a los del Grupo Mixto —los supervivientes— de lugar. Ahora nos llevaban a la Cuarta Ampliación, que era un enorme edificio en la otra acera de la Carrera de San Jerónimo y que antes había sido el Banco Argentaria, de cuyo pasado guardaba una enorme caja fuerte en el sótano, al que de vez en cuando bajábamos para mostrar la hermosa caja a los beduinitos que venían a la Villa y Corte a ver a sus representantes. Era tan espectacular que no se habían atrevido a cambiar su ubicación.

A nosotros, a los cinco supervivientes de mayores glorias políticas, nos instalaron en la planta baja, al lado del comedor de diario y junto a la puerta de entrada, por donde muchos diputados y funcionarios atravesaban el amplio pasillo al que daban nuestros despachos.

Nada más entrar, como guardiana del recinto de los secretos peor guardados, estaba Ana, nuestra asistenta, quien se preocupaba de que, beduinos o no, asistiésemos a lo que teníamos que asistir, sin faltar nunca.

Su mayor preocupación, y la nuestra, era la junta semanal de portavoces, y como a cada uno de los portavoces del Mixto nos tocaba estar presente una vez cada cinco meses, era fácil que se te olvidara ante el ajetreo del papeleo; gracias a ella salíamos con cierta dignidad de estos trances.

También se ocupaba de los ritmos de participación en el resto de avatares que cada diputado tenía, como era presentar proposiciones por la cuota existente, hacer preguntas orales y participar en el reparto de las comisiones de confraternización entre nuestras Cortes y las del resto del mundo mundial.

En la pared de su despacho, bajo el vapor del humidificador que nublaba el paisaje, un gran mural representaba la función de cada uno de nosotros.

Frente a ella, y en un despachito coquetón, estaba la jefa de prensa del Bloque, Eva, que, con su aspecto de niña, equivocaba al personal al encontrarse frente a una persona con un enorme sentido del humor, que levantaba puyas entre los adscritos a las Galicias por intereses partidistas y no de corazón.

A continuación estaba el despacho de las dos secretarias de ese mismo grupo.

Una de ellas, Marisa, militante de las izquierdas de siempre, me hablaba tan bajito, que con mi sordera apenas oía lo que me decía.

—Marisa, coño —le espetaba—, habla más fuerte que la época de la clandestinidad ya pasó y no te oigo.

En ese instante subía un poquito el tono, pero los años de cárcel habían hecho mella en su interiorización de la tristeza y de la amargura.

Luego venían los dos despachos de los dos diputados, Olaia y Paco. Con ella nos reímos muchas tardes, mientras nos contaba sus viajes por el mundo: se apuntaba a todos los que había. Sobre todo le gustaba recordar el de México, donde, fuesen donde fuesen, siempre les agasajaban con un «tequilita». Y el buen estado de ánimo era total.

Era, como he dicho, una militante radical del Celta de Vigo, y también una excelente parlamentaria en asuntos de política social. Siempre estaba en todos los debates.

Paco era la cara soterrada de una radicalidad ejemplar a la hora de defender aquello en lo que creía y oponerse a pronunciamientos que no podía soportar.

Defendía a Cuba, se enfadaba con los del PNV cuando atacaban a Venezuela y ponía siempre una gota de escepticismo en el futuro de la dignidad política de nuestro país.

Mediada la legislatura, sus colegas gallegos formaron parte del Gobierno de esa comunidad, y a Paco lo veías, muchas veces, con un enorme cabreo, votando propuestas que su dignidad no le permitía aceptar.

—¿Qué tal, Paco?

—Fatal.

Y no quiso repetir nueva legislatura porque aquel personaje recto e inflexible, que se doblaba como un mimbre cuando por teléfono hablaba con su madre, se sintió al final de la legislatura un tanto ajeno a los avatares que sucedían en su país.

—Ella está mayor —afirmaba como excusa para no regresar a Madrid.

Todo era posible.

El siguiente despacho lo ocupaba Helena, con hache, que para eso es de Donostia, jefa de prensa de EA.

Como todos (a excepción de Uxue, que era fumadora), tenía la puerta abierta al amplio pasillo, y conforme avanzaba el tiempo y la amistad aumentaba entre todos, su cobijo, en el que nunca le funcionó el ambientador, se convertía en sala de reuniones a la que acudíamos, desde un servidor, hasta los conductores de grupos ajenos al nuestro, conserjes y Chaves, un personaje jefe de todas las infraestructuras del Congreso, repartidor de salas y despachos, zalamero con las chicas y un tipo realmente divertido.

Helena, que había trabajado muchos años en la SER, nos servía a todos cuando, náufragos del despiste madrileño, acudíamos a ella pidiendo apoyos con gentes que conocía muy bien. Siempre estaba dispuesta al favor con una sonrisa contagiosa, que muchas veces te levantaba el ánimo cuando venías molesto de una comisión, de un pleno o de la Junta de Portavoces, que aquel mes te había correspondido.

A su lado, su «jefa», Begoña, viajera impertérrita y diputada sólida que, una y otra vez, defendía sus posiciones frente a muchas voces agrestes que se levantaban contra ella desde frentes dispares y, a veces, asombrosos.

Recordaré siempre su figura menuda, sentada a mi izquierda en el hemiciclo, justo al lado de mi oído negado, y sonriéndole todas las veces en que ella me hablaba y yo no la oía. Cualquier día podía haberme pedido la independencia de Guipúzcoa y Zaragoza, y yo, sonriente, habría respondido que sí a sus pretensiones.

En uno de sus viajes, en esta ocasión a Escocia, le pedí que me trajese una buena gorra de esa tierra, y me trajo la mejor, la que, por mucho que le llueva encima, no se cala.

Y la recordaré por su sentido del humor, por sus tardes de plenos sofocando críticas de los bienpensantes de todos los bandos, y observando los movimientos migratorios en los distintos escaños de cada uno de los grupos mayoritarios.

Unas veces tenía la puerta abierta y otras cerrada. Una incógnita.

Ainhoa, en el siguiente despacho, siempre aparecía muy azacanada, leyendo, desde las primeras horas de la mañana, un buen número de periódicos, que iban de los dos de ámbito nacional más importantes a alguno de Navarra, su territorio, y de Euskadi, los coaligados de su partido, Nafarroa Bai. Era la jefa de prensa, y siempre que había que rescatar una noticia que se quedaba en el olvido, ella te la preparaba.

Con un carácter alegre, nunca la vi enfadada a pesar de que en su tierra hubo manipulaciones electorales de lo más rastrero, para reaupar al Gobierno foral a un personaje de esos que nunca sabes cómo han podido llegar a donde han llegado.

Junto a ella, siempre con la puerta cerrada para que nadie la viese fumar (era superior a sus fuerzas), estaba Uxue Barcos, a la que estuvimos a punto de llevar a la alcaldía de Pamplona y que la perdió por los juegos malabares del partido del Gobierno central. Digo estuvimos porque, desde que empezó a correr el rumor de su candidatura, el Grupo Mixto en pleno se puso a borrar sus posibles dudas y a confirmarle una seguridad que ella tenía pero que a veces no afloraba. Salió, y desde ese día su vida fue un ajetreo de más teléfono y más viajes de ida y vuelta sin descanso.

A su lado estaba mi despacho, de puertas abiertas y de largas tertulias con los paseantes, los visitantes y los compañeros.

De vez en cuando, si tenía que escribir algo, cerraba momentáneamente la puerta, pero no pasaba mucho tiempo hasta que alguien, extrañado de ver la puerta entornada, llamaba, asomaba la cabeza, pedía perdón y esperaba en un sofá magnífico, que se encontraba en el pasillo para visitantes imprevistos.

Tenía poco follón sobre la mesa, porque en cuanto un asunto se había solucionado, retiraba el papeleo, ya que mi horror a los folios es tan enorme como el que algunas personas tienen al vacío.

Sólo tenía algunos libros, de lo más variados, desde uno sobre el general Rojo, hasta otro de la batalla de Teruel, pasando por las memorias de mi antiguo alumno, Federico, que hojeaba cansinamente y en el que descubrí, por ejemplo, que una de las veces que habla de mí, concretamente en Barcelona y tras el asesinato de Puig Antich, dice una verdad y un error. La verdad es que el PSUC se desentendió de su muerte.

El error es que él cuenta que cuando llegamos a la Universidad Central, donde había un recital de La Bullonera y mío, dice que como no había nadie lo suspendimos. No fue así. Lo dimos, y al final un agente de la Policía Armada se acercó a mí y me dijo:

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