Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados (3 page)

BOOK: Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados
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Por el centro de la fila se asentaba el Bloque Gallego con tres diputados que ponían en el aire la suave nostalgia de Rosalía de Castro, acompañada de un humor bastante socarrón. Su jefe de prensa, en esas horas en que el personal no andaba por la casa, entonaba melodías de Julio Iglesias, un tanto avergonzado de que un nacionalista radical gustase de ese melifluo cantante de origen galaico.

Un diputado elegante y curioso era José Núñez, del Partido Andalucista, que siempre, a pesar de que su ideología andaba más ladeada hacia la conservación que hacia la izquierda, tuvo a lo largo de aquellos cuatro años un comportamiento magnífico y nunca eludió sus responsabilidades ideológicas. Sólo cuando aparecían temas del País Vasco y compromisos con el gobierno del mismo, rechazaba el consenso y se apartaba hacia posiciones más neutras. Fue un excelente representante de la Andalucía elegante y culta. En los ordenadores de Paloma, su jefa de prensa, siempre había una pegatina que decía: «Se habla andalú». Era verdad.

Otros acomodos

Nuevos acomodos eran los asientos en el hemiciclo y el reparto de las comisiones entre todos los miembros del Grupo Mixto.

Para empezar hay que explicar qué es eso del Grupo Mixto, porque cuando al Beduino le dijeron que él estaba adscrito a esa formación, le vino a la memoria el tren mixto que tomaba en Zaragoza para ir hasta su pueblo y que la mitad era de mercancías, vacas y ovejas sobre todo, y la otra mitad tercera clase, asientos de madera, un sofoco en verano y una tiritera en invierno. Allí, le decía su madre, vamos los pobres, los que no pintamos nada, el rebús de la sociedad. Y eso éramos los del Mixto: los sobrantes, los mitad vaca y mitad cordero y, en las noches de luna, ciudadanos agrestes dispuestos a defender con ahínco lo que siempre creímos que era justo. Casi nunca acertábamos.

Y esa imagen cruda y adusta de su madre repitiendo una y otra vez las palabras precisas para dibujar aquel tren, le volvieron de golpe mientras los veteranos del grupo ponían encima de la mesa las distintas comisiones.

—Se ponen en un papel y vamos sacando cada uno una; si a alguien no le gusta la que le ha tocado, puede cambiarla.

Antes de coger uno de los papeles, el Beduino le pidió a un compañero que le explicase qué era eso de las comisiones, para qué servían y cuántas eran. El colega le aclaró las dudas y cuando le explicó que había dieciséis comisiones permanentes y legislativas, el Beduino preguntó:

—Y eso, ¿qué significa?

—Significa que hay dieciséis comisiones que legislan, en las que se proponen leyes.

—¿Que legislan?

—Sí.

—Yo no quiero ninguna de ésas.

—Por qué?

—Porque en mi tierra el epitafio que han colocado al más importante ideólogo de las realidades sociales y políticas, que fue Joaquín Costa, reza: «No legisló». Me gustaría que a mí me saludasen, en mitad de Los Monegros, con las mismas palabras, y es que mis paisanos están convencidos de que quien legisla se mancha, se corrompe. Siempre te miran con suspicacia.

—Hay otras que no legislan, y normalmente a nadie le gusta formar parte de ellas.

—Pues para mí.

Y sin participar en el sorteo, el Beduino se hizo cargo de la comisión de Control de RTVE, de Peticiones, Mixta de Relaciones con el Defensor del Pueblo, Mixta para el Estudio de la Droga y, como nadie quería la Constitucional, se la «endilgaron» con la excusa de que en esa legislatura no se iba a tratar ningún tema que pasase por dicha comisión. Ya veríamos.

Y con esas maneras tranquilas de resolver los problemas nos fuimos preparando para el día en que habría que ir a la Zarzuela para decirle al Rey si íbamos a votar a favor o en contra de la candidatura del señor Aznar, a quien, con su mayoría absoluta, iba a importarle un pito nuestra posición. Pero el ritual es el ritual, y había que cumplirlo por muy absurdo que fuera.

Otro aspecto importante de los acomodos es la altura del lugar que ocupas en el hemiciclo: cuanto más abajo, es decir, cuanto más cerca estés del poder, o del poder opositor, más importancia tiene el partido al que perteneces.

En el Mixto eso no tenía ninguna consecuencia, porque éramos los que éramos y nos sentábamos donde nos sentaban, pero detrás de nosotros estaban sentados todos los «fuera de tienta» de las viejas glorias y ahora desplazados por los nuevos. A veces, un diputado desaparecía de un escaño y era enviado más abajo o más arriba, dependiendo siempre de la calidad o del desastre de sus decisiones.

En mi escaño terminaba la línea de la izquierda política; el siguiente escaño lo ocupaba un diputado del PP con el que el Beduino hizo buenas migas y con el que llegó, en las dos navidades que les tocó vivir próximos el uno al otro, a intercambiarse décimos de lotería.

Un día el hombre se me quejó, y tenía razón, de que en nuestros altozanos hacía demasiado calor; envió un escrito a la presidenta y pocos días después descubrí que lo habían mandado a uno de los rincones más lejanos.

—Pero ¿qué coño ha pasado?—le pregunté.

—Nada, que como hacía calor, ¿recuerdas?, le escribí a Rudi sin pasar por el conducto legal, que era el portavoz, y por eso me han mandado a aquel rincón en que el calor es asfixiante y te sientes como si estuvieses en la calle de Alcalá. No te enteras de nada.

Uno de los ejercicios más divertidos que los del Mixto teníamos en las aburridas jornadas de largos informes sobre Bruselas y sus tediosos compromisos era cotillear si había alguna movida en los escaños y, si la había, recurrir a los chismorreos de los pasillos. Todo por encima de las tediosas tardes, que acababan en noches bien entradas, hablando de los complicados vericuetos de la Unión Europea y el futuro de nuestros grandes negocios.

Visitar la Zarzuela

Unos días antes de este evento todo son consejos sobre la actitud a mantener ante el Rey: debes llevar corbata; debes limpiarte los zapatos; debes, como republicano, llevar la tricolor en la solapa; nunca debes llamarle Majestad; debes esperar que te dé paso en los pasillos, y debes, al final, intentar comportarte con naturalidad.

Con corbata, con zapatos limpios, sin llamarle Majestad y dejándole pasar por las puertas, iba a ser difícil comportarme con naturalidad y, por esa razón, durante varios días ensayé ante el espejo de casa mis actitudes, mis sonrisas, mis frases prefabricadas, hasta que, harto de tanta gilipollez, abandoné toda parafernalia e intenté olvidarme del día señalado.

Como las visitas son de menor a mayor número de diputados obtenidos y nosotros salimos con la ayuda de los cielos, iba a ser el primero siguiendo aquella máxima de los últimos etcétera, etcétera.

A lo largo de esos días, y como suceso atractivo, varias emisoras de radio invitaron al Beduino y en todas le preguntaron qué iba a llevar, cuál iba a ser su voto y qué le iba a pedir al Rey. Él se trabucaba con tanta pregunta y en cada lugar describía su traje: uno con una chaqueta cruzada de la boda de su primo; confirmaba lo de los zapatos: «Me los he comprado en unas rebajas, ahí al lado», y se ponía nervioso cuando le preguntaban que cómo un republicano iba a ver al Rey. «Todos lo ven y nosotros acatamos el orden constitucional», respondió, tan a gusto, y descubrió que en las entrevistas había que adornar con falsedades las afirmaciones más rotundas.

En una de esas emisoras estuvo como contertulio el señor Peñafiel, de quien le habían asegurado que era el que más sabía de reyes, reinas, princesas y protocolos.

Su aspecto era el de un dandi de buena familia que ha sabido, desde siempre, estar con el poder y con los que mandan. Su manera de hablar, de gesticular, de vocalizar y de mirar correspondían a alguien que tiene tal seguridad en lo que dice, que el pobre Beduino apenas pudo mantener la vista y se preguntaba una y otra vez quién le había invitado a esa tertulia radiofónica.

—¿Va usted a ver al Rey?

—Sí, señor, pasado mañana.

—Llevará usted corbata?

—Sí, señor, una decorada por Agustín Ibarrola, y la llevaré como muestra de solidaridad con él, ahora que le andan jodiendo algunos de sus paisanos.

Se hizo el silencio entre los tertulianos, y al final Peña-fiel tomó de nuevo la palabra y dijo:

—Si el Rey sólo le da la mano, es una muestra de correcta relación. Si le toma al mismo tiempo del antebrazo, será una demostración de mayor amistad. Si le da la mano y le da unos golpes suaves en el antebrazo, eso será ya el colmo de fraternidad y amistad.

—¿Y qué cree usted que me hará?

—Le dará la mano. Sólo la mano. Es usted un hombre ajeno al ajetreo cortesano.

Si continúa otra legislatura, seguro que le toma del antebrazo. Ya lo verá.

Y con el recuerdo de esas indicaciones el Beduino se metió en el coche oficial que le iba a llevar hasta el palacio de la Zarzuela.

La tarde estaba un poco triste, era una de esas típicas de los primeros días de primavera y, aunque todo empezaba a florecer, el Beduino veía el entorno demasiado apagado.

Se miró a sí mismo y se comprobó el traje, la corbata luminosa, los zapatos brillantes, las uñas limpias, bien afeitado y un poco pasado de perfume parisino que le habían aconsejado unos amigos del pueblo. «Estás hecho un figurín», pensó mientras el conductor le explicaba que a la entrada del recinto tendría que enseñar el carné de diputado.

El carné es algo que se parece más al de un funcionario de las fuerzas de Orden Público que al de un diputado de esta España democrática. Y es que al Beduino, cada vez que lo abría, le recordaba a aquellos salvoconductos franquistas que se exigían a los españoles para viajar, sobre todo a los chicos jóvenes cuando se desplazaban del pueblo a la capital para seguir los estudios.

Antes de cruzar la valla vio a un lado un entoldado que protegía de la fresquera de la tarde a los chicos de los medios de comunicación, y como el Beduino era el primero y al mismo tiempo resultaba un tipo curioso, le esperaban casi, casi, como si se tratase de un crack deportivo o taurino.

Los guardias miraron una y otra vez el interior y los bajos y nuestro hombre comenzó a sentir ganas de orinar.

—¿Sé podrá mear antes de ver al Rey?

—No creo.

—Pues vaya jodienda.

Abrieron la valla y entraron en el recinto. El atardecer se iba haciendo suave y lento, y la visión de grupos de ciervos reposando, corriendo o saltando le dio al Beduino una enorme tranquilidad, porque le recordaban a los rebaños de su pueblo regresando en los atardeceres, y en mitad de la polvareda, hacia la paridera a beber agua y pasar la noche. Por un momento olvidó dónde estaba, hasta que un ujier entorchado y engalanado le abrió la puerta y el jefe de la Casa Real le saludó con cordialidad.

«Menos mal que hace fresquillo y no me sudan las manos», pensó el Beduino mientras le iban abriendo puertas y en un pequeño recibidor le hacían acomodarse en un sillón duro y un tanto incómodo. Cuando se quedó solo miró los cuadros, los barquitos de miniatura, los muebles escasos, y llegó a la conclusión de que ese edificio no semejaba la residencia de un rey, sino que parecía más la finca londinense de un lord. «A lo mejor, a don Juan Carlos le habría gustado ser un lord británico», pensó, y justo cuando la sonrisa se desparramaba por su rostro, el jefe militar de la Casa Real le pidió que le acompañase.

El Rey lo esperaba en la sala, y una pequeña cohorte de fotógrafos inundaba la estancia con sus flashes, y, mientras esto sucedía, el Beduino pensaba en lo alto que era ese hombre y lo ridículo que iba a resultar en las fotos su metro sesenta de estatura frente a esos dos metros de «hombrón», como diría su abuela.

Desde el principio hubo una gran cordialidad en la conversación y en el trato. El Rey me dio la mano al tiempo que me apretó el antebrazo —pensé en Peñafiel—, y es que él pasó muy buenos tiempos por las tierras aragonesas.

—¿Llegó usted a probar los chocolates con nata de la cafetería Niké?—preguntó.

—No, señor —respondí—. En mi pueblo lo más que se toma es bien espeso.

Luego salieron a relucir las cafeterías a las que acudían los cadetes a tomarse unos muy buenos bocadillos, y, tras repasar sus estancias en Candanchú para esquiar, atacamos uno de los temas que a él parecían preocuparle, y a mí mucho:

—Qué hacemos con el agua?

Y durante un buen rato la conversación giró en torno a este tema. Unas veces con cierta ironía por mi parte, para saludar a los voceros de los trasvases, mientras que en otras, como acusación, el dedo del Rey reclamaba mayor solidaridad a los que tenemos más agua.

—Ésos son los vascos y los gallegos —dije.

—Y ustedes.

—Sí, sobre todo en Los Monegros. Vaya usted a saludarles y dígales que les sobra el agua.

—Pero ¿y las nieves del Pirineo?

—Apenas nos dan para llenar los pantanos. Por cierto, ahora ya no va usted por Candanchú. En Villanúa, un día la hija de un exiliado republicano en Francia se asombró de que ella pudiera comer en el mismo comedor que usted lo estaba haciendo en esos momentos. Le entró una temblera y se acordó de su padre.

Sonrió y confirmó:

—Sería en el Reno.

—Sí, señor, allí mismo. Le tienen a usted en todas las paredes.

Suavemente me condujo hacia los temas de política internacional, «porque a mí me interesan todos los puntos de vista», aclaró. Y hablamos de Oriente Próximo, del caos de aquel territorio y lo complicado que iba a ser encontrar alguna solución.

—Crear dos estados —dijo.

—Ésa debería de ser la solución, pero usted sabe que cada día que pasa ésa está más lejos de conseguirse y, por el contrario, empiezan a aparecer fuerzas dispuestas a que el caos reine en todo el territorio.

—¿Dónde están esas fuerzas?

—Por demasiados lugares de la tierra.

Luego me mostró unas hermosas maquetas de barcos de las viejas escuadras españolas y, como quien no quiere la cosa, me preguntó sobre mi posición respecto al nuevo presidente del Gobierno.

—Al señor Aznar no le vamos a dar nuestro voto. Su concepto de la política no tiene nada que ver con el que nosotros sostenemos, y, aunque el nuestro es un humilde voto, no nos interesa que sea para él.

Cuando nos despedimos sólo me dio la mano, y me acordé del análisis del señor Peñafiel, aunque supongo que tres cuartos de hora hablando de agua, de nieves pirenaicas, de problemas de Oriente Próximo, de maquetas de barcos y de votos al presidente confunden a cualquiera, y a él, por mucho Rey que fuese, supongo que también debieron de desconcertarlo.

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