—No me da buena espina —dijo Shelby.
—Vamos —susurró Luce—. Yo la he invocado. Te toca vislumbrarla.
—¿Que me toca? ¿Quién ha hablado aquí de turnos? Eres tú la que me ha arrastrado hasta aquí.
Shelby sacudió las manos como si lo último que quisiera hacer en la tierra fuera tocar el monstruo que Luce sostenía en brazos.
—Sé que dije que te ayudaría a seguir la pista de tu familia, pero me parece que el familiar que hay ahí no es de los que queramos conocer.
—Shelby, por favor —suplicó Luce gimiendo por el peso, el frío y la repugnancia que le producía la sombra—. No soy nefilim. Si no me ayudas, no podré hacerlo.
—¿Se puede saber qué os habéis propuesto?
Se oyó una voz a sus espaldas desde lo alto de la escalera. Steven tenía las manos apoyadas en el pasamanos y la mirada clavada en las chicas. De pie en lo alto, parecía más corpulento que en clase, como si hubiera doblado su tamaño. Sus ojos de intenso color castaño tenían una expresión de enojo, pero Luce notó el calor que irradiaban y se asustó. Incluso la Anunciadora que tenía en los brazos tembló y retrocedió.
Se asustaron tanto que gritaron.
El ruido hizo que la sombra saliera despedida de los brazos de Luce tan rápido que no pudo detenerla, y dejó tras de sí un rastro gélido y nauseabundo.
A lo lejos sonó una campana. Luce vio cómo todos los demás iban hacia la cantina para almorzar. Miles asomó la cabeza por la barandilla y vio a Luce, pero tras observar la expresión airada de Steven, se marchó sorprendido.
—Luce —dijo Steven con más educación de la que ella esperaba—, ¿te importaría venir a hablar conmigo después de la clase?
Cuando levantó las manos de la barandilla, dejó ver que la madera de debajo estaba chamuscada.
Steven abrió la puerta antes de que Luce llamara. Llevaba la camisa gris un poco arrugada y tenía la corbata negra de piqué suelta en el cuello. Con todo, había recuperado su apariencia serena, lo cual suponía todo un esfuerzo para un demonio, como había podido constatar Luce. Steven se limpió las gafas con un pañuelo con monograma y la hizo pasar.
—Pasa, por favor.
El despacho no era grande, pero sí lo bastante amplio para albergar un escritorio grande de color negro y tres estanterías altas negras, abarrotadas con cientos de libros manidos. En cualquier caso, resultaba cómodo e incluso acogedor, ni remotamente parecido a lo que Luce había imaginado que podía ser el despacho de un demonio. En el centro había una alfombra persa. El amplio ventanal estaba orientado al este, en dirección a las secuoyas. A esa hora, a la caída de la tarde, el bosque tenía un tono etéreo, casi de color azul lavanda.
Steven tomó asiento en una silla granate e invitó con un gesto a Luce a sentarse en otra. Ella contempló las obras de arte enmarcadas que llenaban hasta el último centímetro de pared desocupada. La mayoría eran retratos en distintos grados de detalle. Luce reconoció algunos bocetos del propio Steven y varios retratos favorecedores de Francesca.
Luce tomó aire y se preguntó cómo empezar.
—Siento haber invocado a esa Anunciadora. Yo…
—Luce, ¿le has contado a alguien lo ocurrido con Dawn en el agua?
—No. Me dijiste que no lo hiciera.
—¿Se lo has contado a Shelby? ¿A Miles?
—No se lo he contado a nadie.
Él reflexionó un instante.
—¿Por qué llamaste «sombras» a las Anunciadoras el otro día en el barco?
—Se me escapó. Cuando era pequeña, siempre formaban parte de la sombra. Se separaban de ellas y se me acercaban. Era el modo en que las llamaba antes de saber qué eran. —Luce se encogió de hombros—. De hecho, es una estupidez.
—No es una estupidez.
Steven se puso de pie y se acercó a la estantería más alejada, de la que sacó un libro grueso con la cubierta roja polvorienta y lo colocó sobre la mesa:
La República
. Platón. Steven lo abrió por la página exacta que buscaba y giró el libro hacia Luce.
En él se veía una ilustración de un grupo de hombres dentro de una caverna, encadenados entre ellos y de cara a la pared. Por detrás había una hoguera ardiendo. Los hombres señalaban las sombras que proyectaban contra la pared otro grupo de hombres que andaban a sus espaldas. Bajo la imagen, se leía: «La alegoría de la caverna».
—¿Qué es esto? —preguntó Luce.
Su conocimiento sobre Platón empezaba y terminaba en que era amigo de Sócrates.
—Es la prueba de que el nombre que das a las Anunciadoras es muy apropiado. —Steven señaló la ilustración—. Imagina que estos hombres se pasan la vida viendo solo las sombras de la pared. Ellos interpretarán el mundo y lo que en él ocurre a partir de ellas, sin ver siquiera qué es lo que arroja esas sombras. No comprenderán que lo que ven son, de hecho, sombras.
Luce contempló al segundo grupo de hombres, que estaba justo detrás del dedo de Steven.
—¿Así que no pueden darse la vuelta ni ver jamás a la gente y las cosas que crean las sombras?
—Exacto. Y como no pueden ver lo que realmente arroja las sombras, suponen que lo que ven, las sombras de la pared, es la realidad. No tienen ni idea de que solo son meras representaciones y distorsiones de algo más real. —Hizo una pausa—. ¿Entiendes por qué te digo todo esto?
Luce negó con la cabeza.
—¿Quieres que deje de manipular a las Anunciadoras?
Steven cerró el libro de golpe y se fue hacia el otro lado de la estancia. A Luce le pareció como si en cierto modo le hubiera decepcionado.
—No quiero que dejes de manipular a las Anunciadoras, aunque tengo que pedirte que lo hagas. Debes entender a qué te enfrentas la próxima vez que invoques a una. Las Anunciadoras son sombras de sucesos pasados. Pueden ser útiles, pero también pueden contener distorsiones engañosas y, en ocasiones, pueden resultar peligrosas. Hay que aprender muchas cosas. Una técnica limpia y segura para invocarlas; y una vez afinado tu talento, es posible filtrar el ruido de la Anunciadora y su mensaje se puede oír claramente a través…
—¿Quieres decir ese zumbido? ¿Hay algún modo de oír a través de él?
—No importa. Todavía no. —Steven se volvió y hundió las manos en los bolsillos—. ¿Qué pretendíais Shelby y tú hoy?
Luce se ruborizó y se sintió incómoda. Aquella reunión no se estaba desarrollando como había esperado. Pensaba que la castigaría haciéndole recoger la basura.
—Intentábamos averiguar más cosas de mi familia —logró contestar al fin. Por suerte, Steven no parecía tener ni idea de que antes había visto a Cam—. Bueno, en realidad debería decir de «mis familias».
—¿Eso es todo?
—¿Estoy metida en un lío?
—¿No hacíais nada más?
—¿Qué otra cosa podía hacer?
Se le pasó por la cabeza que tal vez Steven pensaba que había intentado contactar con Daniel, enviarle un mensaje o alguna otra cosa; como si ella supiera cómo.
—Invoca a una ahora —dijo Steven abriendo la ventana. Había anochecido, y a Luce el estómago le decía que la mayoría de los alumnos estarían cenando en ese momento.
—No… no sé si sabré.
Los ojos de Steven habían adoptado una expresión más cálida.
—Invocar a las Anunciadoras es como pedir una especie de deseo, pero no es que deseemos nada material, son más bien las ansias de entender mejor el mundo, nuestra función en él, y lo que va a ser de nosotros en el futuro.
Luce pensó de inmediato en Daniel y en lo que ella quería para su relación, y no le pareció que tuviera un papel decisivo en su futuro, y quería tenerlo. ¿Acaso no era ese el motivo por el que había logrado invocar a las Anunciadoras incluso sin darse cuenta?
Nerviosa, se acomodó en su asiento y cerró los ojos. Se imaginó una sombra desprendiéndose de la alargada oscuridad que se extendía por los troncos de los árboles en el exterior, una sombra que se separaba y alzaba, ocupando el espacio de la ventana abierta. Y luego, la vio flotando hacia ella.
Primero percibió un suave olor a moho, como el de las aceitunas negras, y al notar la caricia de la oscuridad en la mejilla abrió los ojos. La temperatura de la estancia había descendido unos grados. Steven se restregaba las manos en el despacho, que súbitamente se había vuelto húmedo y ventoso.
—Así es, ya está —murmuró.
La Anunciadora se hallaba suspendida en la habitación, fina y transparente, no más grande que una bufanda de seda. Se deslizó hacia Luce y luego rodeó con un zarcillo difuminado un pisapapeles de vidrio soplado que había en el escritorio. Luce, asombrada, profirió un grito ahogado. Steven se le acercó con una sonrisa y guió la sombra hasta colocarla en vertical y convertirla en una pantalla negras.
Entonces Luce se la puso en las manos y empezó a tirar de ella cuidadosamente, como si intentara estirar una masa de hojaldre sin romperla, tal como había visto hacer a su madre por lo menos un centenar de veces. La oscuridad se arremolinó hasta adoptar una tonalidad gris apagada; a continuación, apareció una imagen borrosa en blanco y negro.
Un dormitorio oscuro con una cama. Luce —esto es, una Luce anterior— estaba tumbada sobre un costado mirando por la ventana abierta. Tendría unos dieciséis años. La puerta que había detrás de la cama se abría y una cara iluminada por la luz del pasillo se asomaba. Era su madre.
¡La madre a la que Luce había ido a visitar con Shelby! Era más joven, mucho, tal vez cincuenta años atrás, y llevaba las gafas en la punta de la nariz. Sonreía, como si le gustara ver dormida a su hija y cerraba la puerta.
Instantes después, unos dedos se agarraban a la parte baja de la ventana. Luce abrió los ojos con sorpresa mientras la Luce del pasado se incorporaba en la cama. Fuera, los dedos se tensaban para mostrar a continuación un par de manos, seguidas de dos brazos iluminados por la luz azul de la luna. Finalmente asomó el rostro brillante de Daniel entrando por la ventana.
A Luce el corazón le latía con fuerza. Le hubiera gustado poder meterse en la Anunciadora, igual que lo había querido hacer el día anterior con Shelby. Pero entonces Steven chasqueó los dedos y la imagen se desvaneció, igual que una persiana al ser levantada, luego se quebró y se desintegró.
La sombra quedó rota en pequeños fragmentos sobre la mesa. Luce fue a coger uno, pero se le deshizo en las manos.
Steven estaba sentado en su escritorio escrutándola fijamente, como queriendo adivinar qué le había provocado la visión. De pronto a Luce le pareció que lo que acababa de mostrar la Anunciadora era muy privado y no estaba segura de querer que Steven supiera lo mucho que aquello la había conmocionado. A fin de cuentas, técnicamente él pertenecía al bando contrario. En los últimos días ella había podido ver cada vez más el demonio que albergaba en su interior. No solo su carácter feroz, que iba en aumento hasta literalmente hacerle echar humo, sino también sus alas doradas, imponentes y oscuras. Steven era atractivo y encantador, como Cam, y, tal como Luce se recordó, era un demonio, igual que Cam.
—¿Por qué me ayudas con esto?
—Porque no quiero que te hagas daño —susurró Steven.
—¿Esto ocurrió de verdad?
Steven apartó la mirada.
—Es la representación de algo, y quién sabe lo distorsionada que puede estar. Es la sombra de un acontecimiento pasado, no la realidad. Aunque siempre hay algo de cierto en una Anunciadora, nunca es la simple verdad. Por eso son tan problemáticas y resultan tan peligrosas para quienes carecen de la formación adecuada.
Él miró su reloj. En el piso de abajo se oyó una puerta que se abría y se cerraba en el rellano. Steven se puso tenso cuando oyó las pisadas de unos tacones en la escalera.
Era Francesca.
Luce intentó interpretar la expresión de Steven. Él le entregó
La República
y ella se metió el libro en la mochila. Justo antes de que el rostro bello de Francesca asomara por la puerta, Steven dijo a Luce:
—La próxima vez que Shelby y tú optéis por no terminar vuestros deberes, os pediré que escribáis un trabajo de investigación de cinco páginas con citas. Esta vez os habéis librado, pero quedáis advertidas.
—Comprendo.
Luce se topó con la mirada de Francesca en la puerta.
La mujer le sonrió, pero Luce no supo adivinar si se trataba de una sonrisa de despedida, o bien de un modo amable de advertirla de que a ella no se le podía tomar el pelo. Luce se puso en pie temblando un poco, se echó la mochila al hombro, se encaminó hacia la puerta y dijo a Steven:
—Gracias.
Cuando Luce regresó a su dormitorio, Shelby había encendido la chimenea. La
fondue
china estaba enchufada junto a la lamparilla de noche en forma de Buda, y toda la habitación olía a tomate.
—Nos hemos quedado sin macarrones con queso, pero te he preparado sopa. —Shelby le sirvió un cuenco muy caliente, le echó un poco de pimienta fresca negra encima y se lo pasó a Luce, que se desplomó sobre su cama—. ¿Ha sido muy terrible?
Luce contempló el vapor que se elevaba del cuenco mientras pensaba cómo podía expresarlo. Raro, confuso, un poco terrorífico y… revelador.
Pero, no, no había sido terrible.
—Ha estado bien. —Steven parecía confiar en ella, por lo menos hasta el punto de permitirle continuar invocando a las Anunciadoras. Y los demás alumnos parecían confiar en él, incluso admirarlo. Nadie se mostraba aparentemente preocupado por sus filiaciones. Sin embargo, en el caso de Luce, él resultaba críptico y difícil de comprender.
Luce ya había confiado otras veces en la gente equivocada. «En el mejor de los casos, confiar en las personas es una actividad inútil; en el peor, es una buena forma de que te maten.» Eso era lo que la señorita Sophia le había dicho sobre la confianza la noche en que la había intentado matar.
Daniel le había aconsejado dejarse guiar por su instinto. No obstante, a Luce le parecía que sus sentimientos eran poco fiables. Se preguntó si cuando le había dicho eso él ya conocía la Escuela de la Costa, si aquel consejo había sido un modo de prepararla para aquella separación tan prolongada, cuando ella cada vez tendría menor certidumbre sobre su vida. Su familia. Su pasado. Su futuro.
Levantó la vista por encima del cuenco y miró a Shelby.
—Gracias por la sopa.
—No permitas que Steven te desbarate los planes —espetó Shelby—. Deberíamos continuar trabajando con las Anunciadoras. Estoy tan harta de todos esos ángeles y demonios y sus afirmaciones de poder: «¡Oh! Nosotros lo sabemos todo mejor que tú, porque somos ángeles completos y tú, en cambio, no eres más que el hijo bastardo de un ángel que echó una canita al aire».