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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (69 page)

BOOK: Politeísmos
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—Álex...

Él sonrió con suavidad.

—Hola, princesa.

—Estás de pena.

—Estoy de puta madre. Un par de coces y un ojo morado; más me duele el principio de úlcera que llevo encima desde que intenté probar qué pasaba tragándome de golpe tres cajas de aspirinas. Fran es un maricón... y yo otro, porque he estado a punto de ir al hospital, pero es que me acojoné: no conseguía fumar —Álex soltó una breve carcajada y se la sofocó al momento con una mueca ahogada y los ojos muy abiertos—. Me cago en el puto perro —murmuró—. Sólo jode cuando me río. No debería ni mirar el tabaco, pero me la pela: me he cosido a gelocatil y me pienso fumar un cigarro. ¿Quieres?

Paula tenía una cara de enorme contrariedad.

—Álex, ¿qué haces aquí?

—Dar un paseo, como tú. ¿Nos colamos en el Pardo? Igual sigue el mismo guarda del rifle que cuando teníamos dieciocho...

—Álex, quiero estar sola.

—Puedes estar sola conmigo al lado.

La chica acabó de cruzar el raíl y se puso a andar por el borde de arena, por el caminito que se perdía entre rastrojos junto a la vía. El lobo la siguió.

—Paula —la llamó con voz grave—. ¿Estás bien?

—¿Tú qué crees, Álex? ¿Por qué crees que he venido aquí?

—Porque te apetecía alejarte del ruido, las luces y la polución madrileña, ¿no? Allí delante está la valla del coto. Un polvo, un salto, y para dentro. ¿Recuerdas cuando nos dedicamos a acojonar ciervos, como niños pequeños?

Ella se giró y le contempló lenta, prolongadamente.

—Estoy embarazada.

Álex soltó una carcajada nerviosa, fuera de lugar, pero enmudeció al verle la mirada. Mientras ella se daba la vuelta y seguía caminando, él se quedó congelado en el sitio, como si le hubieran echado un jarro de agua.

—¿Estás segura? —articuló.

—Desde hace un par de semanas tengo el pecho duro como la piedra y unos cambios de humor que no son normales. Como en otras ocasiones me había obsesionado, no hacía ni caso.

—Eh... Puede ser otra falsa alarma, Paula.

—Tengo los senos tirantes, cansancio, mal humor, cinco días de retraso de la regla y dos rayas en el predictor.
No
es una falsa alarma —la loba bajó la cabeza y se le fragmentó la voz—. Tanto tiempo deseándolo, tanto tiempo esperándolo... Y justo cuando no lo quiero, me viene el regalo.

Álex se mordió el labio inferior.

—¿Y qué has venido a hacer aquí?

—Lo sabes perfectamente.

Él tomó aire.

—Paula, no irás en serio...

—Voy completamente en serio. Y no me vas a sacar ni a rastras, así que te recomiendo que te marches. Voy a hacerlo como lo pensamos con dieciocho años: con los pies en la tierra. Muerte de lobos. Estás aquí para impedirlo. Lamento decirte que no vas a conseguirlo. Tal y como yo te veo ahora mismo, te doy una patada y no te levantas del suelo.

—¿Podemos hablar? —preguntó con la voz desgarrada. Le costaba pronunciar; otra vez le dolía como si le hubieran puesto un alfiletero en los pulmones. Se sacó la caja de paracetamol y se tragó dos, procurando por todos los medios no toser.

—No hay nada de que hablar —respondió Paula—. Vete, por favor.

La loba siguió andando sin prestarle atención. Pasó junto a una encina en cuya copa se ocultaba un cuervo inmenso, con la pechuga, la barba y la cresta erizadas. Las plumas negras de la librea le brillaban como espejos. Graznó levemente cuando Álex se aproximó a trompicones entre las carreteras de barro reseco, detrás de Paula. El lobo enarcó una ceja.

—Pírate, Lucien —musitó entre dientes.

Pero el pájaro sacudió las alas y levantó el vuelo encrespando las plumas. Los siguió, planeando sobre sus cabezas.

—Paula, hay... hay otras salidas.

La loba no se volvió.

—¿Has leído a Kipling? —le preguntó—.
El libro de la selva
. Pero el de verdad, no las adaptaciones ñoñas.

Él pestañeó, sin entender a qué venía eso.

—De pequeño. Me flipaba. Me jodía lo indecible cuando se volvía con los humanos...

—Yo casi me lo sé de memoria. ¿Recuerdas qué hizo la loba con el niño humano? Lo metió en su lobera, y cuando se lo pedían al grito de “Soy yo, Shere Khan, el que habla”, ¿recuerdas lo que respondió ella? —moduló la voz ferozmente—. “Y yo soy Raksha, el Demonio, quien te contesta”.

—Es la hostia ese momento, con la loba en la guarida, cuando sólo le brillan los dientes blancos y los ojos verdes —comentó Álex.

—“El cachorro de hombre es mío, y muy mío, y correrá y cazará con la manada”. La loba tiene debilidades que el lobo no tiene. Le pregunta el lobo si guardará al niño, y la loba suspira: “¡Guardarlo! Desnudo vino de noche, hambriento y solo, y no tenía miedo. Ha echado al lado a uno de mis lobeznos. ¡Por supuesto que lo guardaré!”. Álex, yo no podría abortar. Te lo digo de verdad. Y además, no es tan fácil como te piensas.

Habían llegado a la valla del Pardo. Al otro lado, se espesaba el bosquecillo. Paula caminó junto a la verja hasta regresar a las vías y al cartel azul de prohibido el paso con la corona real. La loba se sentó sobre el raíl, metiendo los pies en los cascotes para hacerse hueco entre los travesaños de hormigón. Se quedó mirando la segunda vía que hacía un peldaño hacia abajo.

—Aquí lo pensamos. Aquí me quedo. Adiós, Álex. Me ha gustado verte. Ya que estás aquí, dame un cigarro. Y márchate.

Él tomó asiento a su lado, con la extraña sensación de haber vivido aquello hacía milenios, aunque habrían pasado unas tres horas desde que dejaron el museo del ferrocarril. Extrajo dos cigarros del paquete, pero el suyo no pudo fumárselo. Lo sostuvo encendido en la mano.

—Paula.

—No me vas a dejar en paz, ¿verdad?

—¿Me dejarías tú a mí?

La loba le contempló despacio.

—No. Claro que no.

Paula le puso una mano blanca sobre la pierna. Le besó los labios suave, lentamente, sin violencia, con infinita tristeza. El cuervo se había posado sobre el cartel de propiedad real y clavaba las garras en el aluminio.

—Sabes a sangre —dijo ella cuando se separó.

Él se encogió de hombros y el movimiento le taladró la caja torácica. Decidió estarse quietecito.

—Tu puto perro —contestó.

Paula echó el aire de la calada con el suspiro.

—Me hubiera gustado tanto poder hacerle feliz, Álex... Lo va a pasar mal cuando se entere. Fran es buena gente.

—Tu chucho también y no te acuestas con él —replicó el lobo, con ganas de responder: “Y a mí que me follen, ¿no?”.

—Álex, me lo estás poniendo más difícil.

—Y más que te lo voy a poner —hizo un volatín con el pitillo. Iba a acercárselo a la boca cuando el pinchazo de las costillas le hizo detener el gesto—. Paula, vámonos de aquí. Vamos a mi casa. Me la pela el niño. ¿Estás preñada? Pues qué le vamos a hacer. Trago. Le pido a Lucien que haga sus ceremonias chorras para que se le meta un bicho dentro cuando nazca, y si se parece a Fran lo espabilo a hostias.

Paula soltó la carcajada.

—Menos lobos...

—No: más. Muchos más —pero ella seguía riendo con amargura—. Coño, que va en serio. A mí me la sopla cuidar a un crío que ya haya nacido, siempre que sea espabilado y tenga animal dentro. Lo que no quiero es
producirlo
.

Ella dejó de reírse. Apartó la vista. Hurgó con el pie en la grava blanca que había entre las vías.

—No puedes entenderlo. Estoy atrapada. Estoy entre la espada y la pared. No hay salida. Antes de que sea demasiado tarde, antes de que pierda de verdad... dejo el juego.

—¿Pero por qué, joder?

—Porque si salgo de aquí es para volver con Fran, para siempre. Para regresar a mi vida, a mi casa, a mi trabajo, a mi redil, a mi mansa y amargada rutina. Y no quiero hacerlo. Te juro que no quiero volver a domesticarme. Tú no sabes las cosas que he soñado, que he notado, que he sabido. Ha sido increíble
sentirlo
, Álex.
Creer
otra vez; saberse grande, fuerte, altiva, salvaje y libre, tan libre que hasta el cuerpo que habitas te parece una pesada cárcel de carne. No quiero olvidar eso. No quiero volver a olvidarlo.

Álex apretó los puños. Tomó una decisión súbita.

—Pues te acompaño.

El cuervo graznó desde el letrero.

¡No, boludo! ¿Qué hacés?

—¿Qué tonterías dices, Álex? ¿Vamos a montar un Romeo y Julieta? Sé serio.

—Melodramas los justos, Paula. Si tú te matas me voy contigo porque no tengo nada mejor que hacer.

—No ponen nada bueno en la tele esta noche, ¿no? —se apretó las sienes—. Qué absurdo. Tenemos veintiséis años, Álex, no dieciocho. Matarse por amor es casi una impostura.

—¿Amor? Qué mariconada. Tú te matas porque estás hasta la polla y yo porque no ponen nada bueno en la tele. Es perfecto. Lo veo en los titulares del periódico de mañana: “Gilipollas se suicida porque echaban programas del corazón”.

Ella se rió a su pesar.

—Eres imbécil, Álex. Y me estás haciendo daño.

—Paula... —él flexionó los dedos—. Mira, lo cierto es que no tengo ninguna prisa. Me lo estoy pasando de puta madre últimamente. Preferiría que nos fuéramos los dos a Lisboa y nos dedicáramos a ser felices, pero si tú me dices que quieres
irte
de verdad, yo me meriendo lo que me queda de hombre en dos bocados... y me voy contigo. Una promesa es una promesa.

—Estás de coña.

—Yo no —sonrió con un lado de la boca—. ¿Y tú?

—¿Te crees que así me vas a convencer para que no lo haga, Álex?

—Paula, te juro por lo más sagrado que si quieres irte, yo no voy a evitarlo. Eso sí, princesa: vamos a esperar hasta mañana, ¿verdad? Porque no creo que pasen cercanías de noche. ¿Echamos un polvo? Por matar el tiempo...

El cuervo aleteó con desesperación, como un polluelo que pidiera comida. Desmesuró el pico, mostrando el rombo rojizo del interior de la boca con la lengua puntiaguda. Alzó el vuelo y dio unas vueltas en círculos, como un murciélago. Se posó con las garras corvas en la cumbre de la verja, hinchó el buche y graznó con potencia.

Lucien abrió los ojos en el catre de la trastienda.

—Ángeles. Llamalo al celular.

Álex le cogía la mano a Paula cuando empezó a sonar una musiquita absurda en su bolsillo. A la loba le entró una risa nerviosa. La escena tenía su punto ridículo.

—Me cago en la puta. Esto es oportunidad, joder —se sacó el móvil del bolsillo y, cuando vio el nombre que aparecía en pantalla, puso una mueca torcida de diversión. Se levantó, tomó puntería y le lanzó el teléfono al enorme pájaro negro que se agarraba al letrero.

—¡Largo, Lucien!

El cuervo aleteó por encima, para volver a posarse. El móvil se golpeó contra la verja y el suelo y se apagó.

—¿Es tu amigo? —preguntó Paula.

—Joder que si lo es. Siempre tocando las pelotas.

Se apretaron las manos y se echaron boca arriba sobre la grava, entre los dos raíles. A Álex los travesaños de hormigón se le clavaban en toda la zona dolorida, aunque apenas sobresalían entre los cascotes. El cielo estaba lleno de estrellas. La luna era como una moneda limada a la derecha.

La loba se tendió sobre él. Le acarició la cara y le vio la expresión de dolor por el peso. Se apartó.

—Estás destrozado, Álex. Lo mismo tienes una costilla rota.

—No creo.

—¿Y tú querías echar un polvo? No te puedes ni mover.

—Paula, vamos a follar aunque me caiga a trozos antes de correrme, ¿me oyes? Ayúdame a despelotarme que solo no puedo —le pidió tirando de las botas.

Ella le quitó el abrigo y le sacó la camiseta.

—Tienes el codo desollado.

—Pues chúpame la sangre, hostia. Te parecerá raro; ha atravesado la luna de un coche.

Se quedaron completamente desnudos. La loba no se atrevía casi a tocarle. Él se estrechó con furia a su carne, le clavó los dientes en el cuello, hundió las uñas en su espalda.

—Vamos, princesa. No me voy a romper. Y si lo hago... tampoco importa. No vamos a pasar de mañana.

—Álex, no quiero hacerte daño.

—Abrázame, joder —le gruñó al oído—. Abrázame. Apriétame, estrújame, aráñame, muérdeme.
Hazlo
.

Paula le cogió la nuca, pasó los dedos por el cabello oscuro y espeso. Era como acariciar a un gato a contrapelo.

—Te quiero, Álex.

—Y yo a ti. No sabes cuánto, joder.

—Sí que lo sé.

Rodaron sobre la grava, se golpearon contra el acero de los raíles mientras se lamían, se besaban, se daban dentelladas y se sacudían al compás, entre gemidos que no se sabía muy bien si eran de dolor o de éxtasis. El cuervo bajó y subió la cabeza con un movimiento rápido, mecánico. Abrió el pico y gorjeó. Saltó a una encina más alejada y se acicaló las plumas rémiges.

Cuando terminaron, se quedaron muy quietos. Álex la ciñó con los brazos y no se movió un ápice. No quería salir de ella, no quería separarse de ella, no quería sentirla lejos. Continuaron así mientras las estrellas se movían en el firmamento. Paula le abrazaba con las piernas. Sólo se ocupaban de mirarse y de respirar, de jugar a cogerse los labios entre los dientes, de besarse la frente, los párpados, las mejillas y la boca. La loba tenía el sabor salado de la sangre de Álex en la lengua, y le lamía las heridas con ansiedad de animal que asea a sus crías. El lobo volvió a empalmarse sin que se hubieran separado, y continuaron hasta que aullaron bajo la luna menguante, alta en el cielo lleno de luces. Se tendieron exhaustos. Álex se sentía incapaz de levantar un dedo. Le dolía todo el cuerpo. Pasaron horas en silencio, mirando las estrellas. Les sorprendió un traqueteo lejano.

Paula se incorporó, entumecida y tiritando de frío.

—¿Qué hora es?

El lobo intentó levantarse sin éxito. Ella le ayudó tirando de su mano.

—Las tres o las cuatro de la mañana.

—¿Viene un tren? No puede ser.

—Será un mercancías; creo que pasan por la noche. ¿Prefieres un tren de viajeros, princesa? Pues hasta por la mañana, nada.

La loba contuvo una risa algo histérica.

—Me da igual. ¿Por qué vía viene?

—Se oye por allá —señaló Álex—. Es la de abajo.

Saltaron de una vía a otra. El tramo de raíles era completamente recto hasta donde alcanzaba su vista. Enseguida lo divisaron. El cuervo se lanzó en picado a por ellos. El lobo chascó los dientes. Hizo un aspaviento, como para apartarlo, y Lucien se alejó unos metros, pero siguió graznando desesperado.

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