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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (19 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
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I

El sexo, más que ningún otro elemento de la vida humana, es aún mirado por muchos, quizás por la mayoría, de un modo irracional. El homicidio, la peste, la locura, el oro y las piedras preciosas —todas las cosas que son objeto de esperanzas o miedos apasionados— han sido vistos, en lo pasado, a través de una niebla mágica o mitológica; pero el sol de la razón ha disipado ahora la niebla, excepto en algunos rincones. La nube más densa está en el territorio del sexo, cosa natural quizás, ya que el sexo es la parte que se mira más apasionadamente por la mayoría de las personas.

Sin embargo, se está haciendo manifiesto que las circunstancias del mundo moderno trabajan para efectuar un cambio en la actitud pública hacia el sexo. El cambio o los cambios que han de producirse no pueden indicarse con certidumbre; pero es posible distinguir algunas de las fuerzas que ahora actúan, y discutir sus probables resultados sobre la estructura de la sociedad.

En lo que respecta a la naturaleza humana, no puede decirse que sea imposible producir una sociedad en la cual haya muy poco comercio sexual fuera del matrimonio. Sin embargo, las condiciones necesarias para este resultado pueden lograrse muy difícilmente en la vida moderna. Vamos a considerar cuáles son.

La mayor influencia para logar la monogamia es la inmovilidad en una región donde haya pocos habitantes. Si el hombre no tiene apenas ocasiones de salir de su casa, y rara vez ve a otra mujer que su esposa, le es fácil ser fiel; pero si viaja sin ella, o vive en una populosa comunidad urbana, el problema se hace proporcionalmente más difícil. La siguiente contribución a la monogamia es la superstición: los que sinceramente creen que el «pecado» lleva al eterno castigo, pueden tratar de evitarlo, y hasta cierto punto lo hacen, tanto como se podría esperar. La tercera contribución a la virtud es la opinión pública. Donde, como en las sociedades agrícolas, todo lo que hace un hombre lo saben sus vecinos hay motivos poderosos para evitar lo que condenan los convencionalismos. Pero todas estas causas de comportamiento correcto son mucho menos potentes de lo que solían ser. Hay menos gente que vive aislada; la creencia en el fuego del infierno está desapareciendo, y en las ciudades grandes nadie sabe lo que hace el vecino. Por lo tanto, no es sorprendente que tanto los hombres como las mujeres sean menos monógamos de lo que eran antes del industrialismo moderno.

Claro que puede decirse que, aunque un número cada vez mayor de gente deja de observar la ley moral, no hay razón para alterar nuestras normas. Los que pecan, se nos dice a veces, deberían saber y reconocer que pecan, y que un código ético es igualmente bueno aunque sea difícil de cumplir. Pero yo replicaría que un código es bueno o malo según fomente o no la dicha humana. Muchos adultos, en lo profundo de sus corazones, creen aún lo que les enseñaron en la niñez, y se sienten pecadores cuando sus vidas no están de acuerdo con las enseñanzas de la escuela dominical. El daño que se hace no es meramente introducir una división entre la personalidad razonable y consciente y la personalidad infantil inconsciente; el daño reside también en el hecho de que las partes válidas de la moralidad convencional se desacreditan con las partes inválidas, y se llega a pensar que, si el adulterio es excusable, también lo es la ociosidad, la deshonestidad y la crueldad. Este peligro es inseparable de un sistema que enseña a los jóvenes, en bloque, un número de creencias que tienen que desechar cuando son adultos. Durante el proceso de la rebeldía social y económica, probablemente desecharán lo bueno y lo malo.

La dificultad de llegar a una ética sexual viable surge del conflicto entre el impulso de los celos y el impulso de la poligamia. No hay duda de que los celos, aunque en parte son instintivos, son convencionales en muy alto grado. En las sociedades en que un hombre es considerado objeto del ridículo si su mujer le es infiel, el marido tendrá celos aunque no quiera a su mujer. Así los celos están íntimamente unidos con el sentido de propiedad, y disminuyen cuando dicho sentido está ausente. Si la fidelidad no forma parte de lo que se espera convencionalmente, los celos disminuyen. Pero aunque existe más posibilidad de disminuir los celos de lo que supone mucha gente, hay límites muy definidos mientras los padres tengan deberes y derechos. Mientras esto sea así, es inevitable que los hombres quieran tener alguna seguridad de que son los padres de los hijos de sus esposas. Si las mujeres han de tener libertad sexual, los padres tienen que desaparecer y las mujeres no deben esperar que sus maridos las mantengan. Esto puede ocurrir con el tiempo, pero habrá un cambio social profundo, y sus efectos, buenos o malos, son incalculables.

Entretanto, si el matrimonio y la paternidad han de sobrevivir como instituciones sociales, se necesita una cierta transigencia entre una completa promiscuidad y una perpetua monogamia. No es fácil decidir en un momento dado la mejor transigencia; y la decisión variaría de acuerdo con las costumbres de la población, como la seguridad de los métodos del control de la natalidad. Sin embargo, hay cosas que pueden decirse definitivamente.

En primer lugar, es indeseable, tanto fisiológica como educacionalmente, que las mujeres tengan hijos antes de los veinte años. Por lo tanto, nuestra ética debe hacer de esto un caso raro.

En segundo lugar, es improbable que una persona sin experiencia sexual previa, ya sea hombre o mujer, pueda distinguir entre la mera atracción física y la clase de afinidad necesaria para que un matrimonio sea un éxito. Además, las causas económicas obligan a los hombres, en general, a posponer el matrimonio, y no es probable que permanezcan castos desde los veinte a los treinta, ni deseable psicológicamente que lo hagan; pero es mucho mejor que, si tienen relaciones temporales, no sea con profesionales sino con muchachas de su clase, cuyo motivo sea el afecto, en lugar del dinero. Por estas razones, los jóvenes solteros deben tener libertad siempre que se eviten los hijos.

En tercer lugar, debería ser posible el divorcio sin censura alguna de las partes, y sin que se le considerase una deshonra. Un matrimonio sin hijos debería terminarse cuando lo desease cualquiera de los cónyuges, y todo matrimonio debería terminarse por mutuo consentimiento, con un previo aviso de un año necesario en cada caso. El divorcio, claro está, debería ser posible por otras razones: locura, abandono, crueldad, etc.; pero el mutuo consentimiento debería ser la razón más usual.

En cuarto lugar, habría que hacer todo lo posible para que las relaciones sexuales no tuvieran una mancha económica. En la actualidad, las esposas, como las prostitutas, viven de la venta de sus encantos sexuales; e incluso en las relaciones libres temporales, se espera que el hombre asuma todos los gastos. El resultado es que hay una mezcla sucia del dinero con el sexo, y que frecuentemente los motivos de las mujeres tienen un elemento mercenario. El sexo, incluso cuando la Iglesia lo bendice, no debe ser una profesión. Es justo que la mujer reciba su pago por cuidar de la casa, cocinar y atender a los hijos, pero no únicamente por tener relaciones sexuales con un hombre. Tampoco la mujer que ha amado y ha sido amada por un hombre debe vivir de la pensión para alimentos, cuando el amor ha terminado. Una mujer, como un hombre, debe trabajar para ganarse la vida, y una mujer ociosa no es intrínsecamente más digna de respeto que un gigoló.

II

Dos impulsos muy primitivos han contribuido, aunque en grados diferentes, al advenimiento del código corriente aceptado de conducta sexual. Uno de ellos es el pudor, y el otro, como dijimos antes, son los celos. El pudor, en alguna forma y grado, es casi universal en la raza humana, y constituye un tabú que sólo debe romperse de acuerdo con ciertas formas o ceremonias, o, al menos, en conformidad con alguna etiqueta reconocida. No debe verse todo, ni deben mencionarse todos los hechos. Esto no es, como suponen algunos modernos, un invento de la época victoriana; por el contrario, los antropólogos han hallado las formas más complicadas de gazmoñería entre los salvajes primitivos. El concepto de lo obsceno tiene profundas raíces en la naturaleza humana. Podemos ir contra él por amor a la rebeldía, por lealtad al espíritu científico, o por el deseo de sentirnos malvados, como le ocurría a Byron; pero con eso no lo desarraigamos de nuestros impulsos naturales. Indudablemente, los convencionalismos determinan, en una comunidad dada, exactamente lo que se considera indecente, pero la existencia universal de algún convencionalismo es la evidencia concluyente de una fuente no meramente convencional. En casi todas las sociedades humanas, la pornografía y el exhibicionismo se consideran delitos, excepto cuando, como ocurre frecuentemente, forman parte de ceremonias religiosas.

El ascetismo —que puede tener o no una conexión psicológica con el pudor— es un impulso que parece surgir sólo cuando se ha llegado a un cierto grado de civilización, pero entonces puede hacerse poderoso. No se halla en los primeros libros del Antiguo Testamento, sino que aparece en los últimos, en los Apócrifos y en el Nuevo Testamento. Igualmente entre los griegos existía poco en la época primitiva, y fue avanzando con el transcurso del tiempo. En la India nació muy pronto y adquirió gran intensidad. No trataré de hacer un análisis psicológico de su origen, pero no dudo que se trata de un sentimiento espontáneo que existe, hasta cierto punto, en casi todos los seres humanos civilizados. Su forma más débil es la repugnancia a imaginar un individuo reverenciado —especialmente una persona poseída de santidad religiosa— dedicado al amor, el cual se considera apenas compatible con un alto grado de dignidad. El deseo de liberar el espíritu de la servidumbre de la carne ha inspirado muchas de las grandes religiones del mundo, y es aún muy poderoso incluso entre los intelectuales modernos.

Pero los celos, a mi entender, han sido el factor más potente de la génesis de la moralidad sexual. Los celos, instintivamente, originan la cólera; y la cólera, racionalizada, se convierte en reprobación moral. El motivo puramente instintivo tiene que haber sido reforzado, en una fase primitiva del desarrollo de la civilización, por el deseo masculino de tener asegurada la paternidad. Sin seguridad a este respecto, la familia patriarcal hubiera sido imposible, y la paternidad, con todas sus consecuencias económicas, no habría podido ser la base de las instituciones sociales. Por lo tanto, era malo tener relaciones con la mujer de otro hombre, pero ni siquiera reprensible el tener relaciones con una mujer que no fuera casada. Había excelentes razones prácticas para condenar al adúltero, ya que promovía la confusión y frecuentemente el derramamiento de sangre. El asedio de Troya fue un ejemplo extremo de las perturbaciones debidas a la falta de respeto por los derechos de los esposos, pero algo semejante, aunque en escala menor era de esperar cuando las partes eran menos encumbradas. No había, claro, en aquella época, derechos correspondientes para las esposas; un marido no tenía deberes para con su esposa, aunque tenía el deber de respetar la propiedad de los otros esposos.

El antiguo sistema de la familia patriarcal, con una ética basada en los sentimientos que hemos estado considerando, era, en cierto sentido, satisfactorio: los hombres, que dominaban, tenían considerable libertad y las mujeres, que sufrían, estaban totalmente sometidas, y su desdicha no parecía importante. La pretensión de las mujeres de ser iguales a los hombres es lo que más ha contribuido a hacer necesario un nuevo sistema en el mundo actual. La igualdad tiene que ser asegurada de dos maneras: o exigiendo de los hombres una monogamia igual a la exigida antes a las mujeres; o permitiendo a las mujeres, igualmente que a los hombres, un cierto aflojamiento del código tradicional. El primer camino fue el preferido por la mayoría de los precursores de los derechos de la mujer, y es aún el preferido de las iglesias; pero el segundo tiene en la práctica más partidarios, aunque la mayoría de ellos dudan de la justificación teórica de su conducta. Y los que reconocen que se necesita una ética nueva encuentran difícil saber con justicia cuáles deben ser sus preceptos.

Hay otra fuente de novedad, y es el efecto del criterio científico en el debilitamiento del tabú acerca del conocimiento sexual. Se ha llegado a entender que muchos males —por ejemplo las enfermedades venéreas—, no pueden ser eficazmente combatidos a menos que se hable de ellas mucho más abiertamente de lo que se permitía antes; y se ha hallado también que la reticencia y la ignorancia suelen tener efectos dañinos sobre la psicología individual. La sociología y el psicoanálisis han hecho que los eruditos lamenten la política del silencio con respecto a los asuntos sexuales, y muchos educadores prácticos han adoptado la misma postura, por su experiencia con los niños. Los que tienen un criterio científico acerca de la conducta humana encuentran imposible llamar «pecado» a ningún acto; se dan cuenta de que todo tiene origen en nuestra herencia y nuestro medio, y que mediante el dominio de estas causas, más que mediante la denuncia, se evita el proceder dañino para la sociedad.

Al buscar una nueva ética de conducta sexual, no debemos dejarnos dominar por las antiguas pasiones irracionales que dieron origen a la antigua ética, pero debemos reconocer que pueden, accidentalmente, haber producido algunas sanas máximas, y que, ya que éstas existen, aunque quizás debilitadas, forman parte de los datos de nuestro problema. Lo que nosotros podemos hacer positivamente es preguntarnos qué reglas morales van a producir la dicha humana, recordando siempre que, cualesquiera que sean, no es probable que se observen universalmente. Es decir, tenemos que considerar el efecto que van a tener esas reglas en realidad, no el que tendrían si se las observase plenamente.

III

Miremos luego la cuestión del conocimiento sobre temas sexuales, que surge primero y es el menos difícil y dudoso de los diversos problemas que nos conciernen. No hay razón sana, de ninguna clase, para ocultar la verdad al hablar a los niños. Sus preguntas deben ser contestadas y su curiosidad satisfecha exactamente igual en lo relativo al sexo que a las costumbres de los peces, o cualquier otro tema que pudiera interesarlos. No debe haber sentimiento, porque los niños no sienten lo que los adultos, ni ven en ello ocasión para que se hable enfáticamente. Es un error el comenzar con los amores de las abejas y las flores; es inútil andar con rodeos en las realidades de la vida. El niño al que se le dice lo que quiere saber y se le permite ver desnudos a sus padres no tendrá lascivia, ni obsesión sexual. Los niños educados en una ignorancia oficial piensan y hablan mucho más acerca del sexo que los muchachos que siempre han oído tratar este asunto en el mismo nivel que cualquier otro. La ignorancia oficial y el conocimiento real les enseñan a ser hipócritas con los mayores. Por otra parte, la ignorancia real, cuando se consigue mantenerla, es generalmente una fuente de escándalo y de angustia, que hace difícil la adaptación a la vida real. Toda ignorancia es lamentable, pero la ignorancia en un asunto tan importante como el sexo es un grave peligro.

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