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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (16 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
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Paine no supo lo grande del papel desempeñado por Morris en sus desgracias, pero no perdonó a Washington, después de cuya muerte, al oír que se iba a levantar una estatua del gran hombre, dirigió las siguientes estrofas al escultor:

Tomad de la mina la piedra más fría y dura.
No necesitáis tallarla: es Washington.
Pero si lo hacéis, esculpidla con rudeza
y en el corazón grabad… Ingratitud.

Esto no se publicó, pero en 1796 se publicó una larga y amarga carta a Washington, que terminaba:

En cuanto a vos, traidor en la amistad privada (pues así habéis sido conmigo, y en el momento del peligro) e, hipócrita en la vida pública, el mundo vacilará en decidir si sois un apóstata o un impostor; si habéis abandonado los buenos principios, o si los habéis tenido.

Para los que solamente conozcan al Washington de la leyenda éstas son palabras muy fuertes. Pero 1796 era el año de la primera lucha por la Presidencia, entre Jefferson y Adams, en la cual Washington apoyó al último, a pesar de su creencia en la monarquía y en la aristocracia; además, Washington se ponía del lado de Inglaterra, frente a Francia, y hacía cuanto podía para impedir que se extendieran los principios republicanos y democráticos a los cuales debía su propia elevación. Estas razones públicas, unidas a una grave querella personal, demuestran que las palabras de Paine no carecían de justificación.

Podría haber sido más difícil para Washington dejar a Paine languideciendo en la prisión, si aquel hombre audaz no hubiera pasado el resto de sus días de libertad expresando literariamente las opiniones teológicas que él y Jefferson compartían con Washington y Adams, quienes, sin embargo, tenían buen cuidado de evitar todas las confesiones públicas de heterodoxia. Previendo su encarcelamiento, Paine se dispuso a escribir
La Edad de la Razón
, cuya primera parte terminó seis horas antes de su arresto. Dicho libro escandalizó a sus contemporáneos, incluso a muchos que estaban de acuerdo con su política. En la actualidad, aparte de unos cuantos pasajes de mal gusto, en él hay poca cosa que no apoyen la mayoría de los sacerdotes de esta época. En el primer capítulo dice:

Creo en un solo Dios, y nada más; y espero la dicha en la otra vida. Creo en la igualdad de los hombres, y creo que los deberes religiosos consisten en hacer Justicia, en amar y tratar de hacer feliz a nuestro prójimo.

Éstas no eran palabras vacías. Desde el momento de su primera participación en los asuntos públicos —su protesta contra la esclavitud en 1775—, hasta el día de su muerte, se opuso constantemente a toda forma de crueldad, la practicasen su propio partido o sus contrarios. El gobierno inglés de aquel tiempo era una oligarquía despiadada, que usaba el Parlamento como un medio de hacer bajar el nivel de vida de las clases más pobres; Paine patrocinaba la reforma política como la única cura de esta abominación, y tuvo que huir para salvar la vida. En Francia, por oponerse al innecesario derramamiento de sangre, fue encarcelado y estuvo a punto de morir. En América, por combatir la esclavitud y defender los principios de la Declaración de Independencia, fue abandonado por el gobierno en el momento en que más necesitaba su apoyo. Si, como mantenía y ahora creen muchos, la verdadera religión consiste «en hacer justicia, en amar y tratar de hacer feliz a nuestro prójimo», entre sus contrarios no había ninguno que tuviera tanto derecho a ser considerado un hombre religioso.

La mayor parte de
La Edad de la Razón
consiste en la crítica del Antiguo Testamento desde el punto de vista moral. En la actualidad, hay muy pocos que consideren las matanzas de hombres, mujeres y niños que figuran en el Pentateuco y en el Libro de Josué como modelos de virtud, pero en la época de Paine se consideraba impío criticar a los israelitas cuando los aprobaba el Antiguo Testamento. Muchos sacerdotes píos le respondieron. El más liberal de ellos fue el Obispo de Llandaff, que llegó a reconocer que había partes del Pentateuco no escritas por Moisés y que parte de los salmos no estaban compuestos por David. Tales concesiones le hicieron incurrir en la hostilidad de Jorge III y perdió toda oportunidad de ser trasladado a una sede más rica. Algunas de las respuestas del Obispo a Paine son curiosas. Por ejemplo,
La Edad de la Razón
se permitía dudar de que Dios hubiera mandado realmente la matanza de todos los hombres y mujeres casadas entre los madianitas, pero que se perdonase a las doncellas. El Obispo respondió con indignación que las doncellas no se conservaron con fines inmorales, como Paine había sugerido malignamente, sino como esclavas, para lo cual no podía haber objeción ética. El ortodoxo de nuestros días ha olvidado lo que era la ortodoxia de hace ciento cuarenta años. Se ha olvidado aun más completamente de que los hombres como Paine son los que causaron, frente a la persecución, el suavizamiento del dogma de que ahora disfrutamos. Incluso los cuáqueros rechazaron la petición de Paine para que le enterrasen en su cementerio, aunque un granjero cuáquero fue uno de los pocos que siguió su cadáver hasta la tumba.

Después de
La Edad de la Razón
, el trabajo de Paine dejó de ser interesante. Durante largo tiempo estuvo muy enfermo; cuando se restableció, no halló esfera de acción en la Francia del Directorio y el Primer Cónsul, Napoleón, no le trató mal, pero naturalmente no tenía puesto para él, como no fuese de posible agente de la rebelión democrática en Inglaterra. Tuvo la nostalgia de América, recordando su éxito y su popularidad en aquel país, y quiso ayudar a los partidarios de Jefferson contra los federalistas. Pero el miedo a que lo capturasen los ingleses, que indudablemente lo habrían ahorcado, lo mantuvo en Francia hasta el Tratado de Amiens. Por fin, en octubre de 1802, desembarcó en Baltimore, e inmediatamente escribió a Jefferson (entonces Presidente):

He llegado aquí el sábado, procedente del Havre, después de una travesía de sesenta días. Tengo varias clases de modelos, ruedas, etc., y en cuanto pueda sacarlos del barco y llevarlos a bordo del paquebote de Georgetown, iré a presentaros mis respetos. Vuestro agradecido conciudadano,

Thomas Paine

No dudaba de que todos sus antiguos amigos, excepto los federalistas, lo acogerían bien. Pero, había una dificultad; Jefferson había tenido una dura lucha por la Presidencia y, durante la campaña, el arma más eficaz contra él —usada inescrupulosamente por los sacerdotes de todos los credos—, había sido la acusación de infidelidad. Sus enemigos exageraron su intimidad con Paine y los llamaban «los dos Toms». Veinte años después, Jefferson estaba aún tan impresionado por la estrechez de criterio de sus compatriotas que replicó a un pastor unitario que deseaba publicar una carta suya: «¡No, por nada de este mundo!… Buscar la comprensión en los cráneos locos de Bedlam valdría tanto como empeñarse en inculcar la razón en el de un atanasio… Por lo tanto, libradme del fuego de Calvino, y de su víctima Servet». No era sorprendente que, cuando les amenazaba la suerte de Servet, Jefferson y sus secuaces políticos no quisieran hacer ostentación de su amistad con Paine. Fue tratado cortésmente, y no tuvo motivo de queja, pero las antiguas y fáciles amistades quedaron entonces muertas.

En otros círculos le fue peor. El doctor Rush de Filadelfia, uno de sus primeros amigos americanos, no quiso trato con él: «Sus principios —escribió—, expuestos en su
Edad de la Razón
, fueron tan ofensivos para mí, que no quise renovar el trato con él». En su vecindad se vio arrollado y se le negó un asiento en la diligencia; tres años antes de su muerte no se le permitió votar, alegando que era un extranjero. Fue falsamente acusado de inmoralidad y de excesos en la bebida, y los últimos años de su vida los pasó pobre y solo. Murió en 1809. Cuando agonizaba, dos sacerdotes entraron en su habitación y trataron de convertirle, pero él se limitó a decir: «¡Dejadme en paz! ¡Buenos días!». Sin embargo, los ortodoxos inventaron el mito de una retractación en el lecho de muerte que fue creído por muchos.

Su fama póstuma fue mayor en Inglaterra que en Estados Unidos. El publicar sus obras era, claro está, ilegal, pero se hizo repetidamente, aunque muchos hombres fueron a la cárcel por tal delito. El último proceso con este motivo fue el de Richard Carlile y su esposa, en 1819: Carlile fue condenado a tres años de prisión y a pagar una multa de 1.500 libras y su esposa a un año de cárcel y 500 libras de multa. En ese año fue cuando Cobbett trajo los huesos de Paine a Inglaterra y estableció su fama como uno de los héroes de la lucha de la democracia en Inglaterra. Sin embargo, Cobbett no dio a sus huesos un lugar de reposo permanente. «El monumento contemplado por Cobbett —dice Moncure Conway
[5]
—, no se levantó jamás». Hubo gran conmoción parlamentaria y municipal. Un pregonero de Bolton fue encarcelado nueve semanas por proclamar la llegada de los restos. En 1836 los huesos pasaron, con los efectos de Cobbett, a manos de un depositario (West). El Lord Canciller se negó a considerarlos como una posesión, y fueron conservados por un viejo jornalero hasta 1844, en que pasaron a B. Tilley, un mercader de muebles que vivía en el Nº 13 de Bedford Square, en Londres… En 1854, el reverendo R. Ainslie (unitario) le dijo a E. Truelove que poseía «el cráneo y la mano derecha de Thomas Paine», pero eludió las preguntas subsiguientes. Ahora no quedan huellas ni siquiera del cráneo ni de la mano derecha.

La influencia que Paine tuvo en el mundo fue doble. Durante la Revolución Americana inspiró el entusiasmo y la confianza, y por ello facilitó mucho la victoria. En Francia su popularidad fue transitoria y superficial, pero en Inglaterra inauguró la obstinada resistencia de los plebeyos radicales contra la larga tiranía de Pitt y Liverpool. Sus opiniones acerca de la Biblia, aunque escandalizaron a sus contemporáneos aun más que su unitarismo, podrían ser ahora sustentadas por un Arzobispo, pero sus verdaderos partidarios fueron los hombres que trabajaron en el movimiento a que dio lugar: los encarcelados por Pitt, los que padecieron bajo las Seis Leyes, los owenistas, cartistas, sindicalistas y socialistas. A todos estos campeones de los oprimidos dio un ejemplo de valor, humanidad y consecuencia. Cuando se trataba de asuntos públicos, se olvidaba de la prudencia personal. El mundo decidió, como suele suceder en tales casos, castigar su falta de egoísmo: hasta el día de hoy, su fama es menor de lo que habría sido si hubiera sido menos generoso. Se necesita alguna ciencia mundana, incluso para asegurar las alabanzas por la falta de ella.

Gente bien

Escrito en 1931

Pienso escribir un artículo celebrando a la gente bien. Pero el lector puede desear saber primero quién es la gente que considero bien. Llegar a la cualidad esencial puede ser quizás un poco difícil, por lo cual comienzo enumerando ciertos tipos comprendidos en la denominación. Las tías solteras son invariablemente bien, en especial si son ricas; los sacerdotes son bien, excepto en los raros casos que se escapan a Sudáfrica con un miembro del coro después de simular un suicidio. Las muchachas, siento decirlo, son raramente bien actualmente. Cuando yo era joven, la mayoría de ellas lo eran; es decir compartían las opiniones de sus madres, no sólo acerca de los asuntos sino, lo que es más notable, acerca de los individuos, incluso de los muchachos. Decían «Sí, mamá» y «No, mamá», en los momentos apropiados; amaban a sus padres porque éste era su deber, y a sus madres porque evitaban que se desviasen lo más mínimo. Cuando se comprometían para casarse, se enamoraban con decorosa moderación; una vez casadas, reconocían como un deber el amar a sus esposos, pero daban a entender a las otras mujeres que aquél era un deber que realizaban con gran dificultad. Se portaban bien con sus padres políticos, aunque ponían en claro que otra persona menos amante del deber no lo habría hecho; no hablaban mal de las otras mujeres, pero apretaban los labios de una forma que indicaba que lo habrían hecho a no ser por su caridad angelical. Este tipo es el que se llama una mujer pura y noble. El tipo, ay, ahora existe apenas excepto entre las ancianas.

Afortunadamente, los sobrevivientes tienen aún gran poder: presiden la educación, donde luchan, con bastante éxito, para mantener una hipocresía victoriana; presiden la legislación en lo relativo a los «problemas morales» y con ello han creado y fomentado la gran profesión del contrabando de alcoholes; aseguran que los jóvenes periodistas expresen las opiniones de las dignas ancianas en lugar de expresar las suyas, con lo que aumenta el alcance del estilo de tales jóvenes y la variedad de su imaginación psicológica. Mantienen vivos innumerables placeres que de otro modo habrían terminado en el hastío: por ejemplo, el placer de oír malas palabras en el escenario y de ver en él una mayor cantidad de piel desnuda de lo que se acostumbra. Especialmente, mantienen vivos los placeres de la caza. En una población rural homogénea, como la de un condado inglés, la gente está condenada a cazar zorros; esto es caro y a veces peligroso. Además el zorro no puede explicar claramente cuánto le disgusta que le cacen. En todos estos respectos, la caza de seres humanos es un deporte mucho mejor, pero si no fuera por la gente bien, sería difícil cazar seres humanos con la conciencia tranquila. Los condenados por la gente bien son caza permitida; ante el grito del cazador, los cazadores se reúnen y la víctima es perseguida hasta la cárcel o la muerte. Especialmente bueno es el deporte cuando la víctima es una mujer, ya que se satisface la envidia de las otras mujeres y el sadismo de los hombres. Conozco en este momento una mujer extranjera, que vive en Inglaterra, en una unión feliz y extralegal, con un hombre que la ama y a quien ama; desdichadamente sus opiniones políticas no son lo conservadoras que sería de desear, aunque sólo son meras opiniones, que no se traducen en actos. Sin embargo, la gente bien se valió de esto para informar a Scotland Yard y esa mujer va a ser devuelta a su país natal para que se muera de hambre. En Inglaterra, como en Estados Unidos, el extranjero es una influencia moralmente degradante, y todos tenemos una deuda de gratitud con la policía por el cuidado que pone en que sólo los extranjeros excepcionalmente virtuosos tengan permiso de residir entre nosotros.

No hay que suponer que toda esa gente bien sean mujeres, aunque, claro está, es mucho más común que la mujer sea bien y no el hombre. Aparte de los sacerdotes, hay muchos hombres bien. Por ejemplo, los que han hecho una gran fortuna y ahora están retirados de los negocios y gastan su fortuna en obras de caridad; los magistrados son también casi invariablemente gente bien. Sin embargo, no puede decirse que todos los defensores de la ley y el orden sean gente bien. Cuando yo era joven, recuerdo que una mujer bien dijo, como un argumento contra la pena capital, que el verdugo no podía ser una persona bien. Personalmente no he conocido a ningún verdugo, por lo cual no he podido probar este argumento empíricamente. Sin embargo, conocí a una señora, que conoció en el tren a un verdugo, sin saber quién era, y cuando le ofreció una manta, porque hacía frío él dijo: «Ah, señora, usted no haría esto si supiera quién soy», lo cual parece demostrar que después de todo era una persona bien. Esto, sin embargo, puede ser excepcional. El verdugo de la obra de Charles Dickens,
Barnaby Rudge
, que categóricamente no es una persona bien, probablemente es más típico.

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