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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (6 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
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Luego, también, la evolución ha tenido una influencia considerable en los cristianos que la han aceptado. Han visto que no se puede hacer demandas en favor del hombre totalmente diferentes de las que se hacen en favor de otras formas de vida. Por lo tanto, con el fin de salvaguardar el libre albedrío en el hombre, se han opuesto a toda tentativa de explicar el proceder de la materia viva en los términos de leyes físicas y químicas. La posición de Descartes, referente a que todos los animales inferiores son autómatas, ya no disfruta del favor de los teólogos liberales. La doctrina de la continuidad les hace dar un paso más allá y mantener que incluso lo que se llama materia muerta no está rígidamente gobernada en su proceder por leyes inalterables. Parecen haber pasado por alto el hecho de que, si se aboliese el reino de la ley, se aboliría también la posibilidad de los milagros, ya que los milagros son actos de Dios que contravienen las leyes que gobiernan los fenómenos ordinarios. Sin embargo, puedo imaginar al moderno teólogo liberal manteniendo con un aire de profundidad que toda la creación es milagrosa, de modo que no necesita asirse a ciertos hechos como prueba de la divina intervención.

Bajo la influencia de esta reacción contra la ley natural, algunos apologistas cristianos se han valido de las últimas doctrinas del átomo, que tienden a mostrar que las leyes físicas en las cuales habíamos creído hasta ahora tienen sólo una verdad relativa y aproximada al aplicarse a grandes números de átomos, mientras que el electrón individual procede como le agrada. Mi creencia es que esta es una fase temporal, y que los físicos descubrirán con el tiempo las leyes que gobiernan los fenómenos minúsculos, aunque estas leyes varíen mucho de las de la física tradicional. Sea como fuere, merece la pena observar que las doctrinas modernas con respecto a los fenómenos menudos no tienen influencia sobre nada que tenga importancia práctica. Los movimientos visibles, y en realidad, todos los movimientos que constituyen alguna diferencia para alguien, suponen tal cantidad de átomos que entran dentro del alcance de las viejas leyes. Para escribir un poema o cometer un asesinato (volviendo a la anterior ilustración) es necesario mover una masa apreciable de tinta o plomo. Los electrones que componen la tinta pueden bailar libremente en torno de su saloncito de baile, pero el salón de baile en general se mueve de acuerdo con las leyes de la física, y sólo esto es lo que concierne al poeta y a su editor. Por lo tanto, las doctrinas modernas no tienen influencia apreciable sobre ninguno de los problemas de interés humano que preocupan al teólogo. Por consiguiente, la cuestión del libre albedrío sigue como antes. Se piense acerca de ella lo que se quiera como materia metafísica, es evidente que nadie cree en ella en la práctica. Todo el mundo ha creído que es posible educar el carácter; todo el mundo sabe que el alcohol o el opio tienen un cierto efecto sobre la conducta. El apóstol del libre albedrío mantiene que un hombre puede siempre evitar el emborracharse, pero no mantiene que, cuando está borracho, hable con la misma claridad que cuando esté sereno. Y todos los que han tenido que tratar con niños saben que una dieta adecuada sirve más para hacerlos virtuosos que el sermón más elocuente del mundo. El único efecto de la doctrina del libre albedrío en la práctica es impedir que la gente siga hasta su conclusión racional dicho conocimiento de sentido común. Cuando un hombre actúa de forma que nos molesta, queremos pensar que es malo, y nos negamos a hacer frente al hecho de que su conducta molesta es un resultado de causas antecedentes que, si se las sigue lo bastante, le llevan a uno más allá del nacimiento de dicho individuo, y por lo tanto a cosas de las cuales no es responsable en forma alguna.

Ningún hombre trata un auto tan neciamente como trate a otro ser humano. Cuando el auto no marcha, no atribuye al pecado su conducta molesta; no dice: «Eres un auto malvado, y no te daré nafta hasta que marches». Trata de averiguar qué es lo que ocurre para solucionarlo. Un trato análogo a los seres humanos es, sin embargo, considerado contrario a las verdades de nuestra santa religión. Y esto se aplica incluso al trato de los niños. Muchos niños tienen malas costumbres que se perpetúan mediante el castigo, pero que pasarían probablemente si no se les concediera atención. Sin embargo, las ayas, con muy raras excepciones, consideran justo castigar, aunque con ello corren el riesgo de producir locura. Cuando se ha producido la locura, se ha citado en los tribunales como una prueba de lo dañino de la costumbre, no del castigo. (Aludo a un reciente proceso por obscenidad en el Estado de Nueva York.)

Las reformas de la educación se han producido en gran parte mediante el estudio de los locos y débiles mentales, porque no se les ha considerado moralmente responsables de sus fracasos y por lo tanto se les ha tratado más científicamente que a los niños normales. Hasta hace muy poco se sostenía que, si un niño no aprendía las lecciones, la cura adecuada era la paliza o el encierro. Este criterio casi no se aplica ya en los niños, pero sobrevive en la ley penal. Es evidente que el hombre propenso al crimen tiene que ser detenido, pero lo mismo sucede con el hombre hidrófobo que quiere morder a la gente, aunque nadie le considera moralmente responsable. Un hombre que tiene una enfermedad infecciosa tiene que ser aislado hasta que se cure, aunque nadie le considera malvado. Lo mismo debe hacerse con el hombre que tiene la propensión de cometer falsificaciones; pero no debe haber más idea de la culpa en un caso que en otro. Y esto es sólo sentido común, aunque es una forma de sentido común a la cual se oponen la ética y la metafísica cristianas.

Para juzgar la influencia moral de cualquier institución sobre una comunidad, tenemos que considerar la clase de impulso que representa la institución, y el grado en que la institución aumenta la eficacia del impulso en dicha comunidad. A veces el impulso es obvio, otras veces está más oculto. Un club alpino, por ejemplo, obviamente representa el impulso de la aventura, y una sociedad cultural el impulso hacia el conocimiento. La familia, como institución, representa los celos y el sentimiento paternal; un club de fútbol o un partido político representan el impulso hacia el juego competitivo; pero las dos mayores instituciones sociales —a saber, la Iglesia y el Estado— tienen motivaciones psicológicas más complejas. El fin primordial del Estado es claramente la seguridad contra los criminales internos y los enemigos externos. Tiene su raíz en la tendencia infantil de agruparse cuando se tiene miedo, y el buscar a un adulto para que les dé una sensación de seguridad. La Iglesia tiene orígenes más complejos. Indudablemente, la fuente más importante de la religión es el miedo; esto se puede ver hasta el día de hoy, ya que cualquier cosa que despierta alarma suele volver hacia Dios los pensamientos de la gente. La guerra, la peste y el naufragio tienden a hacer religiosa a la gente. Sin embargo, la religión tiene otras motivaciones aparte del terror; apela especialmente a la propia estimación humana. Si el cristianismo es verdadero, la humanidad no está compuesta de lamentables gusanos como parece; el hombre interesa al Creador del universo, que se molesta en complacerse cuando el hombre se porta bien y en enojarse cuando se porta mal. Esto es un cumplido importante. No se nos ocurriría estudiar un hormiguero para averiguar cuál de ellas no cumple con su deber formicular, y desde luego no se nos ocurriría sacar a las hormigas remisas y echarlas al fuego. Si Dios hace eso con nosotros, es un cumplido a nuestra importancia; y es un cumplido aun más importante el que conceda a los buenos una dicha eterna. Luego, hay la idea relativamente moderna de que la evolución cósmica está destinada a producir los resultados que llamamos bien, es decir, los resultados que nos dan placer. Nuevamente aquí es halagador el suponer que el universo está presidido por un Ser que comparte nuestros gustos y prejuicios.

La idea de la virtud

El tercer impulso psicológico que representa la religión es el que ha llevado al concepto de la virtud. Me doy cuenta de que muchos librepensadores tratan este concepto con gran respeto, y sostienen que debe conservarse a pesar de la decadencia de la religión dogmática. No estoy de acuerdo con ellos en este punto. El análisis psicológico de la idea de la virtud demuestra, a mi entender, que tiene su raíz en pasiones indeseables, y no debe ser fortalecido por el
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de la razón. La virtud y el vicio tienen que ser tomados juntos; es imposible destacar la una, sin destacar el otro. Ahora, ¿qué es el «vicio» en la práctica? En la práctica es una clase de conducta que disgusta al rebaño. Llamándola vicio y elaborando un complicado sistema ético en torno de este concepto, el rebaño se justifica al castigar a los objetos de su disgusto, mientras que, ya que el rebaño es virtuoso por definición, pone de relieve su propia estimación en el preciso momento en que libera sus impulsos de crueldad. Ésta es la psicología del linchamiento, y de los demás modos en que se castiga a los criminales. La esencia del concepto de virtud reside, por lo tanto, en proporcionar una salida al sadismo, disfrazando de justicia la crueldad.

Pero, se dirá, la reseña que se ha dado de la virtud es totalmente inaplicable a los profetas hebreos que, después de todo, como se ha mostrado, inventaron la idea. Hay verdad en esto: la virtud en boca de los profetas hebreos significaba lo aprobado por ellos y Jehová. Uno halla la misma actitud expresada en los Hechos de los Apóstoles, donde los Apóstoles comienzan una declaración con las palabras: «Y es que ha parecido al Espíritu Santo, y a nosotros» (Hechos, XV: 28). Esta clase de certidumbre individual en cuanto a los gustos y opiniones de Dios no puede, sin embargo, ser la base de ninguna institución. Ésta ha sido siempre la dificultad con que ha tenido que enfrentarse el protestantismo: un profeta nuevo podía mantener que su revelación era más auténtica que las de sus predecesores, y no había nada en el criterio general del protestantismo que demostrase que su pretensión carecía de validez. Por consiguiente, el protestantismo se dividió en innumerables sectas, que se debilitaron entre sí; y hay razón para suponer que dentro de cien años el catolicismo será el único representante eficaz de la fe cristiana. En la Iglesia Católica, la inspiración, tal como la disfrutaron los profetas, tiene su lugar; pero se reconoce que los fenómenos que parecen una inspiración divina genuina pueden ser inspirados por el Demonio, y que la Iglesia tiene la misión de discriminar, como la del entendido en pintura es distinguir un Leonardo genuino de una falsificación. De esta manera, la revelación quedó institucionalizada. La virtud es lo que la Iglesia aprueba, y el vicio lo que reprueba. Así, la parte eficaz del concepto de virtud es una justificación de la antipatía del rebaño.

Parecería, por lo tanto, que los tres impulsos humanos que representa la religión son el miedo, la vanidad y el odio. El propósito de la religión, podría decirse, es dar una cierta respetabilidad a estas pasiones, con tal de que vayan por ciertos canales. Como estas tres pasiones constituyen en general la miseria humana, la religión es una fuerza del mal, ya que permite a los hombres entregarse a estas pasiones sin restricciones, mientras que, de no ser por la sanción de la Iglesia, podrían tratar de dominarlas en cierto grado.

En este punto, imagino una objeción, que no es probable que me hagan la mayoría de los creyentes ortodoxos, pero que, sin embargo, merece la pena de ser examinada. El odio y el miedo, puede decirse, son características humanas esenciales; la humanidad los ha sentido siempre y siempre los sentirá. Lo mejor que se puede hacer, se me puede decir, es canalizarlos, para que sean menos dañinos. Un teólogo cristiano podría decir que la Iglesia los trata como al impulso sexual que deplora. Trata de hacer inocua la concupiscencia confinándola dentro de los límites del matrimonio. Así, puede decirse, si la humanidad tiene inevitablemente que sentir odio, es mejor dirigir ese odio contra los que son realmente dañinos, y esto es lo que la Iglesia hace mediante su concepto de virtud.

Esto tiene dos respuestas, una relativamente superficial; la otra que va a la raíz del asunto. La respuesta superficial es que el concepto de virtud de la Iglesia no es el mejor posible; la respuesta fundamental es que el miedo y el odio pueden, con nuestro conocimiento psicológico presente y nuestra presente técnica industrial, ser totalmente eliminados de la vida humana.

Vamos a tratar el primer punto. El concepto de virtud de la Iglesia es socialmente indeseable en diversos aspectos; el primero y principal por su menosprecio de la inteligencia y de la ciencia. Este defecto es heredado de los Evangelios. Cristo nos dice que nos hagamos como niños, pero los niños no pueden entender el cálculo diferencial, los principios monetarios, o los métodos modernos de combatir la enfermedad. El adquirir tales conocimientos no forma parte de nuestro deber, según la Iglesia. La Iglesia ya no sostiene que el conocimiento es en sí pecaminoso, aunque lo hizo en sus épocas de esplendor; pero la adquisición de conocimiento, aun no siendo pecaminosa, es peligrosa, ya que puede llevar al orgullo del intelecto y por lo tanto a poner en tela de juicio el dogma cristiano. Tómese, por ejemplo, dos hombres, uno de los cuales ha acabado con la fiebre amarilla en una gran región tropical, pero durante sus trabajos ha tenido relaciones ocasionales con mujeres, fuera del matrimonio; mientras que el otro ha sido perezoso e inútil, engendrando un hijo cada año hasta que su mujer ha muerto agotada, y cuidando tan poco de sus hijos, que la mitad de ellos murió de causas evitables, pero que no ha tenido jamás amores ilícitos. Todo buen cristiano tiene que mantener que el segundo de estos hombres es más virtuoso que el primero. Tal actitud es, claro está, supersticiosa y totalmente contraria a la razón. Pero parte de este absurdo es inevitable si se considera que evitar el pecado es más importante que el mérito positivo, y si no se reconoce la importancia del conocimiento como ayuda para una vida útil. La segunda y más fundamental objeción a la utilización del miedo y el odio del modo practicado por la Iglesia es que estas emociones pueden ser eliminadas casi totalmente de la naturaleza humana mediante las reformas educacionales, económicas y políticas. Las reformas educaciones tienen que ser la base, ya que los hombres que sienten miedo y odio admirarán estas emociones y desearán perpetuarlas, aunque esta admiración y este deseo sean probablemente inconscientes, como en el cristiano ordinario. Una educación destinada a eliminar el miedo no es difícil de crear. Sólo se necesita tratar amablemente al niño, colocarle en un medio donde la iniciativa sea posible sin resultados desastrosos, y librarle del contacto con adultos que tienen miedos irracionales, ya sea de la oscuridad, de los ratones o de la revolución social. Tampoco se debe castigar excesivamente a un niño, mimarlo mucho o hacerle reproches excesivos. El librar del odio a un niño es un asunto más complicado. Las situaciones que despiertan envidia tienen que ser cuidadosamente evitadas mediante una justicia escrupulosa y exacta entre niños diferentes. Un niño tiene que sentirse el objeto del cariño por parte de algunos de los adultos con quienes trata, y no debe ser frustrado en sus actividades y curiosidades naturales, excepto cuando su vida o su salud corran peligro. En particular, no tiene que haber tabú sobre el conocimiento del sexo, o sobre la conversación acerca de materias que la gente convencional considera indecentes. Si estos sencillos preceptos se observan desde el principio, el niño no tendrá miedo ni odio. Sin embargo, al entrar en la vida adulta, el joven así educado se sentirá lanzado en un mundo lleno de injusticia, lleno de crueldad, lleno de miseria evitable. La injusticia, la crueldad y la miseria que existen en el mundo moderno son una herencia del pasado, y su raíz es económica, ya que la competencia de vida o muerte era inevitable en las primeras épocas. Pero ahora no es inevitable. Con nuestra actual técnica industrial podemos, si queremos, proporcionar una existencia tolerable a todo el mundo. Podríamos asegurar también que fuera estacionaria la población del mundo, si no lo impidiera la influencia política de las Iglesias que prefieren la guerra, la peste y el hambre a la contraconcepción. Existe el conocimiento para asegurar la dicha universal; el principal obstáculo a su utilización para tal fin es la enseñanza de la religión. La religión impide que nuestros hijos tengan una educación racional; la religión impide suprimir las principales causas de la guerra; la religión impide enseñar la ética de la cooperación científica en lugar de las antiguas doctrinas del pecado y el castigo. Posiblemente la humanidad se halla en el umbral de una edad de Oro; pero, si es así, primero será necesario matar el dragón que guarda la puerta, y este dragón es la religión.

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