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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (9 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
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La moralidad corriente es una mezcla curiosa de utilitarismo y superstición, pero la superstición es más fuerte, cosa natural ya que es el origen de los reglamentos morales. Originalmente, ciertos actos se consideraban desagradables para los dioses, y eran prohibidos por la ley, porque la cólera divina podía descender sobre la comunidad, no sólo sobre los individuos culpables. De ahí nació el concepto del pecado, como algo desagradable a Dios. No hay razón para que ciertos actos fueran desagradables a Dios; sería muy difícil decir, por ejemplo, por qué era malo que el cabritillo fuera hervido en la leche de su madre. Pero mediante la Revelación se sabía que así era. A veces, los mandamientos divinos han sido interpretados curiosamente. Por ejemplo, se nos dice que no debemos trabajar los sábados y los protestantes interpretan esto como que nadie debe divertirse los domingos. Pero la misma autoridad sublime se atribuye a la nueva prohibición como a la antigua.

Es evidente que un hombre con criterio científico de la vida no se puede dejar intimidar por los textos de la Escritura o las enseñanzas de la Iglesia. No se contentará con decir «tal acto es pecaminoso, y así termina el asunto». Averiguará si el acto causa daño o si, por el contrario, lo dañoso es la creencia de que el acto es pecado. Y hallará, especialmente en lo respectivo al sexo, que nuestra moralidad corriente contiene una gran cantidad de lo que en su origen era puramente supersticioso. Hallará también que esta superstición, como la de los aztecas, supone una innecesaria crueldad, que se disiparía si la gente estuviera movida por sentimientos cariñosos hacia sus vecinos. Pero los defensores de la moralidad tradicional rara vez son gentes de corazón amante, como puede verse por el amor al militarismo que demuestran los dignatarios de la Iglesia. Uno se siente tentado a pensar que valoran la moral como legítima salida a su deseo de causar dolor; el pecador es presa fácil, por lo cual hay que terminar con la tolerancia.

Sigamos una vida humana ordinaria desde la concepción a la tumba, y notemos los puntos donde la moral supersticiosa inflige sufrimientos evitables. Comienzo con la concepción, porque en ella la influencia de la superstición es particularmente notable. Si los padres no están casados, el hijo tiene un estigma, claramente inmerecido. Si cualquiera de los padres tiene una enfermedad venérea, el niño la heredará probablemente. Si tienen demasiados hijos para sus medios económicos, habrá pobreza, desnutrición, y probablemente incesto. Sin embargo, la mayoría de los moralistas convienen en que los padres no deben evitar toda esta miseria evitando la concepción
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. Para complacer a estos moralistas se inflige una vida de tortura a millones de seres humanos que no debían haber nacido, sólo porque se supone que el comercio sexual es malo, como no vaya acompañado del deseo de tener hijos, aun cuando se sepa que éstos van a ser desdichados. La muerte brusca para ser comido, que era el destino de las víctimas aztecas, es un grado de sufrimiento menor que el que se inflige al niño que nace en un medio miserable e inficionado por una enfermedad venérea. Sin embargo, los obispos y los políticos infligen ese mayor sufrimiento en nombre de la moralidad. Si hubieran tenido la menor chispa de compasión o amor por los niños, no habrían defendido un código moral que supone esta crueldad diabólica.

Al nacer, y en los primeros años de la vida, el niño medio sufre más por las causas económicas que por la superstición. Cuando las mujeres de buena posición tienen hijos, disponen de los mejores médicos, las mejores enfermeras, la mejor dieta, el mejor trabajo y el mejor ejercicio. Las mujeres de la clase trabajadora no disfrutan de estas ventajas, y con frecuencia sus hijos mueren por falta de ellas. Las autoridades públicas hacen algo en lo relativo al cuidado de las madres pero en forma muy mezquina. En un momento en que el suministro de leche a las madres lactantes se suprime con el fin de limitar gastos, las autoridades públicas invierten grandes sumas en la pavimentación de los distritos residenciales, donde hay escaso tráfico. Tienen que saber que, al tomar esta decisión, condenan a muerte a un cierto número de niños de la clase trabajadora, por el solo delito de ser pobres. Sin embargo, la clase dirigente está apoyada por la mayoría de los ministros de la religión, que, con el Papa a la cabeza, lograron que las fuerzas de superstición en todo el mundo se pongan al servicio de la injusticia social.

En todas las fases de la educación, la influencia de la superstición es desastrosa. Un cierto porcentaje de niños tiene el hábito de pensar; uno de los fines de la educación es curarlos de dicho hábito. Las preguntas inconvenientes tropiezan con el silencio o con el castigo. La emoción colectiva se emplea para inculcar ciertas creencias, especialmente nacionalistas. Los capitalistas, militaristas y eclesiásticos cooperan en la educación, porque todos dependen para su poder del prevalecimiento del emocionalismo y de la rareza del juicio crítico. Con la ayuda de la naturaleza humana, la educación logra aumentar e intensificar estas propensiones del hombre medio.

Otra forma en la cual la superstición daña la educación está en la elección de los maestros. Por razones económicas, la maestra no debe ser casada; por razones morales, no debe tener relaciones sexuales extramaritales. Y sin embargo todos los que se han molestado en estudiar la psicología morbosa saben que la virginidad prolongada es, en general, extraordinariamente dañina para las mujeres, tan dañina que, en una sociedad sana, debía ser severamente censurada en las maestras. Las restricciones impuestas conducen cada vez más a un rechazo, de parte de las mujeres enérgicas y emprendedoras, del ingreso al magisterio. Todo esto se debe a la influencia prolongada del ascetismo supersticioso. En las escuelas de las clases media y superior el asunto es aun peor. Hay servicios religiosos, y la enseñanza de la moralidad está a cargo de los sacerdotes. Los sacerdotes, casi necesariamente, fallan en dos aspectos como maestros de moral. Condenan actos que no causan daño y perdonan otros que hacen mucho daño. Todos condenan las relaciones sexuales entre personas que no estén casadas, aunque se quieran, pero no estén seguros de que deseen vivir juntas toda su vida. La mayoría de ellos condena el control de los nacimientos. Ninguno de ellos condena la brutalidad de un marido que hace que su mujer muera de embarazos consecutivos. Yo conocí a un sacerdote de moda, cuya esposa había tenido nueve hijos en nueve años. Los médicos dijeron a la esposa que, si tenía otro hijo, moriría. Al año siguiente tuvo otro hijo y murió. Nadie condenó al marido; siguió teniendo su beneficio y se casó de nuevo. Mientras los sacerdotes continúen perdonando la crueldad y condenando el placer inocente, sólo pueden causar daño como guardianes de la moral de los jóvenes.

Otro mal efecto de la superstición en la educación es la ausencia de instrucción acerca de la realidad sexual. Los hechos fisiológicos principales deberían ser enseñados simple y naturalmente antes de la pubertad, en una época en que no son excitantes. En la pubertad deberían enseñarse los elementos de la moralidad sexual no supersticiosa. Se debería enseñar a los muchachos que nada justifica el comercio sexual como no sea la mutua inclinación. Esto es contrario a las enseñanzas de la Iglesia, que sostiene que, con tal de que el hombre y la mujer estén casados y el hombre desee otro hijo, el comercio sexual está justificado por grande que sea la repugnancia de la esposa. A los muchachos se les debería enseñar el respeto por la mutua libertad; hay que hacerles sentir que no hay nada que dé a un ser humano derechos sobre otro, y que los celos y la posesión matan el amor. Se les debe enseñar que el traer al mundo un ser humano es un asunto muy serio, y que sólo debe hacerse cuando el niño tiene perspectivas razonables de salud, buen medio y cuidados paternales. Pero se les debe enseñar también los métodos de control de la natalidad, para que los hijos nazcan sólo cuando se los quiera. Finalmente, se les debe enseñar los peligros de las enfermedades venéreas y los métodos de su cura y prevención. El aumento de la dicha humana que se puede esperar de la educación sexual de esta clase es inconmensurable.

Debería reconocerse que, no habiendo hijos, las relaciones sexuales son un asunto puramente particular, que no concierne al Estado ni a los vecinos. Ciertas formas de sexualidad que no dan lugar a hijos están actualmente condenadas por la ley criminal: esto es puramente supersticioso, ya que ello sólo afecta a las partes directamente interesadas. Cuando hay hijos, es un error suponer que en interés de ellos debe dificultarse el divorcio. El alcoholismo, la crueldad, la locura, hacen necesario el divorcio tanto en bien de los hijos como del marido o la mujer. La importancia peculiar que actualmente se da al adulterio es completamente irracional. Es evidente que hay muchas formas de mala conducta más fatales para la dicha matrimonial que la infidelidad ocasional. La insistencia masculina en tener un hijo por año, que de acuerdo con los convencionalismos no es crueldad, es la más fatal de todas.

Las reglas morales no deben hacer imposible la dicha instintiva. Sin embargo, ese es un efecto de la monogamia estricta en una comunidad donde el número de los dos sexos es muy desigual. Claro está que, en esas circunstancias, se infringen las reglas morales. Pero cuando las reglas son tales que sólo pueden obedecerse disminuyendo grandemente la dicha de la comunidad, y cuando es mejor que sean infligidas que observadas, es indudable que ha llegado el momento de cambiarlas. Si no se hace así, mucha gente que ha estado procediendo de un modo contrario al público interés se ve enfrentada con la inmerecida alternativa de la hipocresía o la deshonra. A la Iglesia no le importa la hipocresía, que es un halagador tributo a su poder; pero en otras partes ha sido reconocida como un mal que no debe infligirse tan ligeramente.

Aun más dañina que la superstición teológica es la superstición del nacionalismo, del deber que uno tiene para con su Estado, y con ninguno más. Pero, en esta ocasión, no me propongo discutir el asunto más allá de indicar que la limitación a los compatriotas es contraria al principio del amor que reconocemos como constituyente de la vida buena. También es, claro está, contraria al propio interés ilustrado, ya que un nacionalismo exclusivo no conviene ni a las naciones victoriosas.

Otro de los aspectos en que nuestra sociedad sufre del concepto teológico del «pecado» es el trato a los criminales. El criterio de que los criminales son «malos» y «merecen» el castigo es un criterio que no puede apoyar una moralidad racional. Indudablemente, cierta gente hace cosas que la sociedad desea evitar, y hace bien en evitar en todo lo posible. El caso más sencillo es el asesinato. Evidentemente, si una comunidad se mantiene unida para disfrutar sus placeres y ventajas, no podemos permitir que la gente se mate cuando sienta el impulso de ello. Pero este problema debe tratarse con un espíritu puramente científico. Debemos preguntar simplemente: ¿Cuál es el mejor método de evitar el asesinato? De dos métodos igualmente eficaces de evitar el asesinato debe elegirse el que suponga menos daño para el matador. El daño para el matador es lamentable como lo es el dolor en una operación quirúrgica. Puede ser igualmente necesario, pero no es un tema de regocijo. El sentimiento de venganza llamado «indignación moral» es sólo una forma de crueldad. El sufrimiento que se hace padecer a un criminal nunca se debe justificar por la noción del castigo vengativo. Si la educación combinada con la benevolencia es igualmente eficaz resulta preferible; y es más preferible aun si es más eficaz. Claro que la prevención del crimen y el castigo del crimen son dos cosas diferentes; el objeto de causar dolor a un criminal disuade presumiblemente. Si las prisiones fueran humanizadas de modo que el preso obtuviera una buena educación por nada, la gente cometería delitos con el fin de poder entrar en ellas. Sin duda, la prisión tiene que ser menos agradable que la libertad; pero el mejor modo de asegurar este resultado es hacer que la libertad sea más agradable de lo que es actualmente. No deseo, sin embargo, embarcarme en el tema de la Reforma Penal. Meramente deseo sugerir que se debe tratar al criminal como al apestado. Los dos son un peligro público, los dos tienen que estar privados de la libertad hasta que dejen de ser un peligro. Pero el apestado es un objeto de simpatía y conmiseración, mientras que el criminal es un objeto de execración. Esto es completamente irracional. Y a causa de esta diferencia de actitud nuestras prisiones tienen mucho menos éxito en curar las tendencias criminales que los hospitales en curar la enfermedad.

Salvación: individual y social

Uno de los defectos de la religión tradicional es su individualismo, y este defecto pertenece también a la moralidad asociada con ella. Tradicionalmente, la vida religiosa era, por así decirlo, un diálogo entre el alma y Dios. Obedecer la voluntad de Dios era virtud; y esto era posible para el individuo sin tener en cuenta el estado de la comunidad. Las sectas protestantes desarrollaron la idea de «hallar la salvación» pero ella estuvo siempre presente en la enseñanza cristiana. Este individualismo del alma tuvo su valor en ciertas fases de la historia, pero en el mundo moderno necesitamos más un concepto social del bien que un concepto individual. En el presente capítulo quiero considerar cómo esto afecta nuestro concepto de la vida buena.

El cristianismo surgió en el Imperio Romano entre poblaciones totalmente privadas de poder político, cuyos Estados nacionales habían sido destruidos y se habían unido formando un vasto conglomerado impersonal. Durante los tres primeros siglos de la era cristiana los individuos que adoptaron el cristianismo no pudieron alterar las instituciones sociales o políticas bajo las cuales vivían, aunque estaban profundamente convencidos de que eran malas. En esas circunstancias, era natural que adoptasen la creencia de que un individuo podía ser perfecto en un mundo imperfecto y que la vida buena no tiene nada que ver con este mundo. Lo que quiero decir se ve claramente comparándolo con la República de Platón. Cuando Platón quiso describir la vida buena describió una comunidad total, no un individuo; lo hizo con el fin de definir la justicia, que es un concepto esencialmente social. Estaba acostumbrado a la ciudadanía de una república, y la responsabilidad política era algo que daba por sentado. Con la pérdida de la libertad griega viene el estoicismo, que es semejante al cristianismo y, contrariamente a Platón, tiene un concepto individual de la vida buena.

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