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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (10 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
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Nosotros, que pertenecemos a grandes democracias, hallaríamos una moralidad más apropiada en la libre Atenas que en la despótica Roma Imperial. En la India, donde las circunstancias políticas son muy similares a las de Judea en la época de Cristo, hallamos que Gandhi predica una moralidad muy semejante a la cristiana, siendo castigado por ello por los cristianizados sucesores de Poncio Pilatos. Pero los nacionalistas indios más extremos no se contentan con la salvación individual: quieren la salvación nacional. En esto han adoptado el criterio de las libres democracias occidentales. Quiero sugerir algunos aspectos en los cuales este criterio, debido a las influencias cristianas, no es lo bastante audaz y consciente, sino que está aún limitado por la creencia en la salvación individual.

La vida buena, tal como la concebimos, exige una multitud de condiciones sociales y no se puede realizar sin ellas. La vida buena, decimos, es una vida inspirada en el amor y guiada por el conocimiento. El conocimiento requerido puede existir sólo donde los gobiernos o los millonarios se dedican a su descubrimiento y difusión. Por ejemplo, la extensión del cáncer es alarmante: ¿qué vamos a hacer acerca de ello? Por el momento, nadie puede responder a la pregunta por falta de conocimiento; y el conocimiento no va a surgir, como no sea por medio de fundaciones dedicadas a la investigación. Igualmente, el conocimiento de la ciencia, la historia, la literatura y el arte debería estar abierto a todos los que lo deseasen; esto requiere complicadas disposiciones de parte de las autoridades públicas, y no puede lograrse mediante la conversión religiosa. Luego está el comercio exterior, sin el cual la mitad de los habitantes de Gran Bretaña se morirían de hambre; y si nos estuviéramos muriendo de hambre, muy pocos de nosotros viviríamos una vida buena. No se necesita multiplicar los ejemplos. Lo importante es que, en todo lo que diferencia una vida buena de una mala, el mundo es una unidad, y el hombre que pretende vivir independientemente es un parásito, consciente o inconsciente.

La idea de la salvación individual, con que los primeros cristianos se consolaron de su sujeción política, se hace imposible en cuanto escapemos a un estrecho concepto de la vida buena. En el concepto cristiano ortodoxo la vida buena es la vida virtuosa, y la virtud consiste en la obediencia a la voluntad de Dios, y la voluntad de Dios se revela a cada individuo por la voz de su conciencia. Es el concepto de los hombres sometidos a un despotismo extranjero. La vida buena supone más cosas que la virtud: inteligencia, por ejemplo. Y la conciencia es la guía más falaz, ya que consiste en vagas reminiscencias de preceptos oídos en la infancia, de modo que nunca va más allá de la sabiduría de la madre o del aya de su poseedor. Para vivir una buena vida, en su pleno sentido, un hombre necesita tener una buena educación, amigos, amor, hijos (si los desea), una renta suficiente para no tener miseria ni angustias, buena salud y un trabajo interesante. Todas estas cosas, en varios grados, dependen de la comunidad, y los acontecimientos políticos las fomentan o las estorban. La vida buena tiene que ser vivida en una buena sociedad, y de lo contrario no es posible. Éste es el defecto fundamental del ideal aristocrático. Ciertas cosas buenas, como el arte, la ciencia y la amistad, pueden florecer muy bien en una sociedad aristocrática. Existieron en Grecia, con una base de esclavitud; existen entre nosotros, con una base de explotación. Pero el amor, en forma de simpatía, o benevolencia, no puede existir libremente en una sociedad aristocrática. El aristócrata tiene que convencerse de que el esclavo, el proletario, o el hombre de color son de arcilla inferior y de que sus padecimientos carecen de importancia. Actualmente, los cultos caballeros ingleses azotan con tanta crueldad a los africanos que éstos mueren después de horas de angustia indecible. Aun cuando estos caballeros sean bien educados, artistas y admirables conversadores, no puedo reconocer que vivan una vida buena. La naturaleza humana impone cierta limitación de la compasión, pero no hasta tal extremo. En una sociedad democrática sólo un maníaco procedería de este modo. La limitación de la compasión que supone el ideal aristocrático es su condenación. La salvación es un ideal aristocrático, porque es individualista. Por esta razón, también, la idea de la salvación personal, de cualquier modo que se interprete y difunda, no puede servir para la definición de la vida buena.

Otra característica de la salvación es que procede de un cambio catastrófico, como la conversión de San Pablo. Los poemas de Shelley nos proporcionan una ilustración de este concepto, aplicado a las sociedades; llega un momento en que todos se convierten, huyen los «anarquistas» y «comienza de nuevo la gran época del mundo». Puede decirse que un poeta es una persona sin importancia, cuyas ideas son intrascendentes. Pero yo estoy persuadido de que una gran proporción de líderes revolucionarios tienen ideas extremadamente semejantes a las de Shelley. Han pensado que la miseria, la crueldad y la degradación se debían a los tiranos, los sacerdotes, los capitalistas o los alemanes, y que si estas fuentes del mal eran derrocadas habría un cambio general y todos vivirían felices de allí en adelante. Con estas creencias han estado dispuestos a «hacer la guerra a la guerra». Los que sufrieron la muerte o la derrota fueron relativamente afortunados; los que tuvieron la desgracia de salir victoriosos fueron reducidos al cinismo o a la desesperación por el fracaso de sus esperanzas. La última fuente de estas esperanzas era la doctrina cristiana de la conversión catastrófica como el camino de la salvación.

No quiero sugerir que las revoluciones no sean nunca necesarias, sino que no constituyen atajos al milenio. No hay atajos de la vida buena, ya individual o social. Para hacer una vida buena tenemos que desarrollar la inteligencia, el dominio de nosotros mismos y la compasión. Es un asunto cuantitativo, un asunto de mejora gradual, de aprendizaje temprano, de experimento educacional. Sólo la impaciencia inspira la creencia en la posibilidad de una mejora súbita. El mejoramiento gradual posible, los métodos por los cuales puede lograrse, son de incumbencia de la ciencia futura. Pero ahora puede decirse algo. Algo de lo que puede decirse trataré de indicarlo en un capítulo final.

Ciencia y felicidad

El fin del moralista es mejorar la conducta del hombre. Es una ambición laudable, ya que la conducta humana es, en la mayoría, deplorable. Pero no puedo celebrar al moralista ni por las mejoras particulares que desea ni por los métodos con que espera lograrlas. Su método ostensible es la exhortación moral; su método real (si es ortodoxo) es un sistema de premios y castigos económicos. El primero no efectúa nada permanente o importante; la influencia de los sacerdotes que tratan de despertar la fe, desde Savonarola en adelante, ha sido siempre muy transitoria. El último —los premios y los castigos—, tiene un efecto muy considerable. Hacen que un hombre, por ejemplo, prefiera casuales prostitutas a una querida casi permanente, porque es necesario adoptar el método que se oculta con más facilidad. Así, se mantiene una profesión muy peligrosa y se asegura el prevalecimiento de las enfermedades venéreas. Éstos no son los objetos que desea el moralista y, como éste es anticientífico, no advierte que tales son los objetos que realmente logra. ¿Hay algo mejor que sustituya a esta mezcla anticientífica de sermones y sobornos? Yo creo que sí.

Los actos del hombre son dañinos ya por ignorancia o por malos deseos. Los «malos» deseos, cuando hablamos desde un punto de vista social, pueden ser definidos como los tendientes a frustrar los deseos de otros o, más exactamente, los que frustran más deseos de los que facilitan. No es necesario insistir acerca de los daños que nacen de la ignorancia; en este caso todo lo que se necesita es un conocimiento mayor, de modo que el camino de mejorar está en la investigación y en la educación. Pero el daño que nace de los malos deseos es un asunto un poco más complicado.

En el hombre y la mujer medios hay una cierta cantidad de malevolencia activa, una mala voluntad, especial dirigida contra los enemigos particulares, y un placer general impersonal por las desdichas de los otros. Se acostumbra ocultar esto con frases amables; la mitad de la moral convencional está dedicada a ocultarlo. Pero hay que tener esto en cuenta si se quiere lograr el fin de los moralistas de mejorar nuestros actos. Ello se demuestra en mil modos grandes y chicos: en la alegría con que la gente repite y cree en el escándalo, en el mal trato dado a los criminales a pesar de las claras pruebas de que un buen trato contribuiría más a reformarlos, en la increíble barbarie con que los blancos tratan a los negros, y en el gusto con que las mujeres ancianas y los sacerdotes recomiendan el servicio militar a los jóvenes cuando hay guerra. Incluso los niños son objeto de una desenfrenada crueldad: David Copperfield y Oliver Twist no son imaginarios. Esta malevolencia activa es el peor aspecto de la naturaleza humana y uno de los que es más necesario cambiar para que el mundo sea más feliz. Probablemente esta causa tiene más que ver con la guerra que todas las consecuencias económicas y políticas juntas.

Dado el problema de la prevención de la malevolencia ¿cómo vamos a tratarlo? Primero hay que entender las causas, que son, a mi entender, en parte sociales y en parte fisiológicas. El mundo, ahora como antes, está basado en una competición de vida o muerte; lo que se disputaba en la guerra era qué niños, si los alemanes o los aliados, debían morir de hambre y de miseria. (Aparte de la malevolencia en ambos lados, no había la menor razón para que ninguno muriera de hambre.) La mayoría de la gente está acosada por el miedo a la ruina; esto es especialmente verdad en la gente que tiene hijos. Los ricos temen que los bolcheviques confisquen sus riquezas; los pobres temen perder su trabajo o su salud. Todos están dedicados a la frenética búsqueda de la «seguridad» e imaginan que ella puede lograrse manteniendo sometidos a los enemigos potenciales. En los momentos de pánico la crueldad se extiende y se hace más atroz. Los reaccionarios de todas partes apelan al miedo: en Inglaterra, al miedo al bolchevismo; en Francia, al miedo a Alemania; en Alemania, al miedo a Francia. Y el único efecto de estas apelaciones es aumentar el peligro contra el cual quieren protegerse.

Por lo tanto, uno de los principales cuidados del moralista científico es combatir el miedo. Esto puede hacerse de dos modos: aumentando la seguridad y cultivando el valor. Hablo del miedo como de una pasión irracional, no de la previsión racional de una posible desgracia. Cuando un teatro se incendia, el hombre racional previene el desastre tan claramente como el hombre que sufre de pánico, pero adopta métodos que disminuyen el desastre, mientras que el hombre atacado de pánico lo aumenta. Desde 1914, Europa ha sido como un público atacado de pánico en un teatro incendiado; lo que se necesita es calma, indicaciones autorizadas para salir sin pisotearse. La época victoriana, a pesar de toda su farsa, fue un período de rápido progreso, porque los hombres estaban dominados por la esperanza, en lugar del miedo. Si hemos de tener nuevamente progreso, tenemos que estar de nuevo dominados por la esperanza.

Todo lo que aumenta la seguridad general disminuye la crueldad. Esto se aplica a la prevención de la guerra, ya mediante la Sociedad de Naciones, ya por otro organismo; a la prevención de la miseria; a una mejor salud mediante las mejoras en medicina, higiene y sanidad; y a todos los medios de disminuir los terrores que acechan en los abismos de la mente humana y que emergen como pesadillas durante el sueño. Pero no se puede lograr nada tratando de hacer segura una porción de la humanidad a expensas de otra porción: los franceses a expensas de los alemanes, los capitalistas a expensas de los jornaleros, los blancos a expensas de los amarillos, etc. Tales métodos sólo aumentan el terror del grupo dominante, por miedo a que el justo resentimiento haga rebelarse a los oprimidos. Sólo la justicia puede dar seguridad; y por «justicia» entiendo el reconocimiento de la igualdad de derechos en todos los seres humanos.

Además de los cambios sociales destinados a dar seguridad, hay otros medios más directos destinados a disminuir el miedo, a saber, mediante un régimen destinado a aumentar el valor. Debido a la importancia del valor en la batalla, los hombres descubrieron pronto modos de aumentarlo mediante la educación y la dieta: por ejemplo, el comer carne humana se consideraba útil. Pero el valor militar era prerrogativa de la casta directora: los espartanos debían tenerlo más que los ilotas, los oficiales británicos más que los soldados indios, los hombres más que las mujeres, etc. Durante siglos se consideró el valor como privilegio de la aristocracia. Todo aumento del valor en la casta dirigente se empleaba para aumentar las cargas de los oprimidos y, por lo tanto, para aumentar el motivo del miedo en los opresores y no disminuir así las causas de la crueldad. Hay que democratizar el valor para que haga humanos a los hombres.

Hasta cierto punto, el valor ha sido ya democratizado por los acontecimientos recientes. Las sufragistas demostraron que poseían tanto valor como el más valiente de los hombres; esta demostración fue esencial para que conquistasen el voto. El soldado raso necesita en la guerra tanto valor como un capitán o un teniente y mucho más que un general; esto contribuyó en gran parte a su falta de servilismo después de la desmovilización. Los bolcheviques, que se proclaman campeones del proletariado, no están faltos de valor, dígase lo que se quiera de ellos; lo prueba su historial prerrevolucionario. En el Japón, donde antiguamente el samurai tenía el monopolio del ardor marcial, la conscripción trajo la necesidad del valor a toda la población masculina. Así, entre todas las grandes potencias durante los últimos cincuenta años se ha hecho mucho para que el valor no fuese un monopolio aristocrático: si no fuera así, el peligro de la democracia sería mucho mayor de lo que es.

Pero el valor en la lucha no es, en modo alguno, la única forma, ni siquiera, quizás, la más importante. Hay valor en enfrentarse con la pobreza, en hacer frente a las burlas, en hacer frente a la hostilidad del propio rebaño. En estas cosas, los soldados más valientes suelen tener una deficiencia lamentable. Y sobre todo está el valor de pensar con calma y racionalmente frente al peligro, y dominar el impulso del miedo o la rabia pánicos. Hay cosas que la educación puede ayudar a proporcionar. Y la enseñanza de toda forma de valor se facilita mediante la buena salud, el buen físico, la nutrición adecuada, y el libre juego de los impulsos vitales fundamentales. Quizás las causas fisiológicas del valor podrían ser descubiertas comparando la sangre de un gato con la de un conejo. Probablemente no hay límite al que la ciencia no pueda llegar en lo respectivo a aumentar el valor, por ejemplo, con la experiencia del peligro, la vida atlética y la dieta adecuada. Todas estas cosas las disfrutan hasta cierto punto los muchachos de la clase alta, pero, en general, son la prerrogativa de la riqueza. El valor fomentado en las clases pobres es un valor bajo las órdenes, no la clase de valor que supone iniciativa y caudillaje. Cuando las cualidades que ahora confieren caudillaje se hagan universales no habrá ya conductores ni conducidos y la democracia será realizada al fin.

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