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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (7 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
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Lo que creo

Publicado como monografía en 1925. En el Prefacio, Russell escribió: «He tratado de decir lo que pienso sobre el lugar del hombre en el universo y sus posibilidades de alcanzar una vida feliz […]. En los asuntos humanos podemos observar que hay fuerzas que conllevan la felicidad y fuerzas que conllevan la miseria. No sabemos cuáles se impondrán pero, para actuar sabiamente debemos estar conscientes de ambas».

La naturaleza y el hombre

El hombre es una parte de la naturaleza, no algo en contraste con ella. Sus pensamientos y movimientos corporales siguen las mismas leyes que describen los movimientos de los astros y los átomos. El mundo físico es grande comparado con el hombre, mayor de lo que se consideraba en tiempos de Dante, pero no tanto como se creía hace cien años. En uno y otro extremo, en lo grande y en lo chico, la ciencia parece llegar a los límites. Se piensa que el universo es de extensión finita en el espacio, y que la luz puede recorrerlo en unos pocos cientos de miles de años. Se piensa que la materia está compuesta de electrones y protones, que son de tamaño finito, y de los cuales sólo hay un número finito en el mundo. Probablemente sus cambios no son continuos como solía pensarse, sino que proceden por vibraciones, que no son nunca más pequeñas que una cierta vibración mínima. Las leyes de estos cambios pueden, al parecer, resumirse en un pequeño numero de principios muy generales, que determinan el pasado y el futuro del mundo cuando se conoce cualquier pequeño trozo de su historia.

La ciencia física se acerca así a una fase en que será completa, y por lo tanto interesante. Dadas las leyes que gobiernan los movimientos de los electrones y protones, el resto es mera geografía, una colección de hechos particulares que narran su distribución a través de alguna porción de la historia del mundo. El número total de hechos geográficos necesario para determinar la historia del mundo es probablemente finito; teóricamente podrían ser escritos en un libro grande conservado en la Somerset House, junto a una máquina de calcular que, al operar una manivela, permitiría a la persona interesada averiguar los hechos de otras épocas no registradas. Es difícil imaginar nada menos interesante o más diferente de los deleites apasionados del descubrimiento incompleto. Es como subir a una montaña alta y no hallar en la cima más que un restaurante donde venden cerveza de jengibre, rodeado de niebla y equipado con una radio. Quizás en los tiempos de Ahmés la tabla de multiplicar era emocionante.

De este mundo físico, sin interés en sí, el hombre es una parte. Su cuerpo, como toda materia, está compuesto de electrones y protones, que, por lo que sabemos, obedecen las mismas leyes que los que no forman parte de los animales o plantas. Hay quienes mantienen que la fisiología no puede reducirse a la física, pero sus argumentos no son convincentes, y parece prudente el suponer que están equivocados. Lo que llamamos nuestros pensamientos parecen depender de la organización de canales en el cerebro, del mismo modo que los viajes dependen de las carreteras y ferrocarriles. La energía usada en el pensamiento parece tener un origen químico; por ejemplo, una deficiencia en yodo convierte en idiota a un hombre inteligente. Los fenómenos mentales parecen estar unidos a la estructura material. En tal caso, no podemos suponer que un protón o electrón solitarios puedan «pensar» como no podríamos esperar que un solo individuo jugase un partido de fútbol. Tampoco podemos suponer que el pensamiento del individuo sobreviva a la muerte corporal, ya que ésta destruye la organización del cerebro y disipa la energía que utilizaban los conductos cerebrales.

Dios y la inmortalidad, los dogmas centrales de la religión cristiana, no encuentran apoyo en la ciencia. No puede decirse que ninguna de esas doctrinas sea esencial a la religión, ya que ninguna de ellas se encuentra en el budismo. (Con respecto a la inmortalidad, esta afirmación en forma incondicional puede ser engañosa, pero es correcta en el último análisis.) Pero en Occidente hemos llegado a considerarlos como el mínimo irreducible de la teología. Sin duda la gente continuará teniendo estas creencias, porque son agradables, como lo es el considerarnos virtuosos y considerar malvados a nuestros enemigos. Pero, por mi parte, no encuentro base para ninguna de ellas. No pretendo poder probar que Dios no existe. Igualmente no puedo probar que Satán es una ficción. El Dios cristiano puede existir; igualmente pueden existir los dioses del Olimpo, del antiguo Egipto o de Babilonia. Pero ninguna de estas hipótesis es más probable que la otra: se encuentran fuera de la región del conocimiento probable y, por lo tanto, no hay razón para considerar ninguna de ellas. No me extenderé sobre esta cuestión, que ya he tratado en otra parte
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La cuestión de la inmortalidad personal tiene una base un poco diferente. Aquí hay pruebas en todos los aspectos. Las personas forman parte del mundo tratado por la ciencia, y las condiciones que determinan su existencia pueden ser descubiertas. Una gota de agua no es inmortal; se puede resolver en oxígeno e hidrógeno. Si, por lo tanto, una gota de agua fuera a mantener que tenía una cualidad de acuosidad que iba a sobrevivir a su disolución, nos inclinaríamos al escepticismo. Igualmente, sabemos que el cerebro no es inmortal y que la energía organizada de un cuerpo vivo queda, por decirlo así, desmovilizada a la muerte y, por lo tanto, no disponible para la acción colectiva. Todo conduce a demostrar que todo lo que consideramos como vida mental está unido a la estructura cerebral y la energía corporal organizada. Por lo tanto, es racional suponer que la vida mental cesa cuando cesa la vida corporal. Este argumento es sólo un argumento de probabilidad, pero tiene tanto peso como los que sirven de base a la mayoría de las conclusiones científicas.

Esta conclusión puede ser atacada de diversos modos. La investigación psíquica sostiene que posee una prueba científica real de la supervivencia e indudablemente su procedimiento es, en principio, científicamente correcto. La prueba de esta clase puede ser tan abrumadora que nadie con un temperamento científico pueda rechazarla. Sin embargo, el peso de esta prueba tiene que depender de la probabilidad antecedente de la hipótesis de la supervivencia. Siempre hay modos diferentes de explicar una serie de fenómenos y de estos modos se debería preferir el que es antecedentalmente menos improbable. Los que ya consideran probable la supervivencia después de la muerte, estarán dispuestos a considerar esta teoría como la mejor explicación de los fenómenos psíquicos. Los que, por otros motivos, consideran inverosímil esta teoría, buscarán otras explicaciones. Por mi parte, considero la prueba aducida hasta ahora en favor de la supervivencia mucho más débil que la prueba fisiológica contraria. Pero admito que, en cualquier momento la primera puede cobrar fuerza y, en ese caso, sería anticientífico no creer en la supervivencia.

La supervivencia de la muerte corporal es, sin embargo, una cosa distinta de la inmortalidad: puede no ser más que un aplazamiento de la muerte psíquica. Los hombres quieren creer en la inmortalidad. Los que creen en la inmortalidad se opondrán a los argumentos fisiológicos como los que yo he usado, basándose en que alma y cuerpo son totalmente diferentes y en que el alma es algo totalmente distinto de sus manifestaciones empíricas a través de los órganos corporales. Yo creo que ésta es una superstición metafísica. La mente y la materia son términos convenientes para ciertos fines, pero no realidades últimas. Los electrones y protones, como el alma, son ficciones lógicas; cada cual es realmente una historia, una serie de acontecimientos, no una entidad sola y persistente. En el caso del alma, esto es obvio por los hechos del crecimiento. Cualquiera que considere la concepción, la gestación y la infancia no puede creer seriamente que el alma es un algo indivisible, perfecto y completo a través de este proceso. Es evidente que crece como el cuerpo, y que se deriva tanto del espermatozoo como del óvulo, de forma que no puede ser indivisible. Esto no es materialismo: es meramente el reconocimiento de que todo lo interesante es un asunto de organización, no de sustancia original.

Los metafísicos han dado innumerables argumentos para probar que el alma tiene que ser inmortal. Hay una sencilla prueba por la cual todos estos argumentos quedan suprimidos. Todos ellos prueban igualmente que el alma tiene que ocupar todo el espacio. Pero como no tenemos tanto interés en ser gordos como en vivir mucho, ninguno de los metafísicos en cuestión ha notado alguna vez esta aplicación de sus razonamientos. Ésta es una prueba del poder del deseo para inducir incluso hombres capaces a falacias que de otro modo serían obvias. Si no tuviéramos miedo de la muerte, no creo que hubiera nacido la idea de la inmortalidad.

El miedo es la base del dogma religioso, como de tantas cosas en la vida humana. El miedo de los seres humanos, individual o colectivamente, domina en gran parte nuestra vida social, pero el miedo a la naturaleza es lo que ha dado lugar a la religión; la antítesis de mente y materia es, como hemos visto, más o menos ilusoria; pero hay otra antítesis que es más importante, a saber, la de las cosas afectadas por nuestros deseos y las cosas que no pueden ser afectadas por ellos. La línea entre ambas no es ni clara ni inmutable; con el adelanto de la ciencia, cada vez hay más cosas dentro del dominio humano. Sin embargo, quedan cosas definitivamente fuera de él. Entre éstas se hallan los grandes hechos de nuestro mundo, la clase de hechos que estudia la astronomía. Solamente los hechos cercanos a la superficie de la Tierra pueden ser moldeados, hasta cierto punto, de acuerdo con nuestros deseos. E incluso en la superficie de la Tierra nuestros poderes son muy limitados. Sobre todo, no podemos evitar la muerte aunque con frecuencia podemos retrasarla.

La religión es una tentativa para vencer esta antítesis. Si el mundo está dominado por Dios y Dios puede ser conmovido mediante la oración, adquirimos una parte de omnipotencia. En épocas antiguas, ocurrían milagros como respuesta a las plegarias; aún ocurren en la Iglesia Católica, pero los protestantes han perdido este poder. Sin embargo, es posible pasarse sin los milagros, ya que la Providencia ha decretado que el funcionamiento de las leyes naturales produce los mejores resultados posibles. Así, la creencia en Dios sirve aun para humanizar el mundo de la naturaleza, y hacer que los hombres crean que las fuerzas físicas son realmente aliadas suyas. Igualmente, la inmortalidad suprime el terror de la muerte. La gente que cree que al morir heredará la dicha eterna, mirará la muerte sin terror, aunque, afortunadamente para los médicos, esto no ocurre invariablemente. Sin embargo, mitiga un poco el miedo de los hombres aunque no lo venza completamente.

La religión, como tiene su origen en el miedo, ha dignificado ciertas clases de miedo, y ha hecho que la gente no las considere vergonzosas. Con esto ha hecho un gran perjuicio a la humanidad: todo miedo es malo. Yo creo que cuando muera me descompondré y no sobrevivirá nada de mi ego. No soy joven, y amo la vida. Pero despreciaría el temblar de terror ante el pensamiento de la aniquilación. La dicha es igualmente verdadera aunque tenga que tener un fin, y el pensamiento y el amor no pierden su valor porque no sean eternos. Muchos hombres se han mostrado orgullosos en el patíbulo; seguramente el mismo orgullo puede enseñarnos a pensar realmente en el lugar del hombre en el mundo. Aunque las ventanas abiertas de la ciencia nos hagan temblar después del cómodo calor interior producto de los tradicionales mitos humanizantes, al fin, el aire puro vigoriza y los grandes espacios tienen un esplendor propio.

La filosofía de la naturaleza es una cosa, la filosofía del valor es otra. El confundirlas sólo puede producir daños. Lo que consideramos bueno, lo que nos gustaría, no tiene ninguna influencia sobre lo que es, lo cual es incumbencia de la filosofía de la naturaleza. Por el contrario, no se nos puede prohibir el valorar esto o lo otro basándonos en que el mundo no humano no lo valora, ni se nos puede obligar a admirar algo porque es una «ley de la naturaleza». Indudablemente, somos parte de la naturaleza, que ha producido nuestros deseos, nuestras esperanzas y nuestros miedos, de acuerdo con leyes que los físicos comienzan a descubrir. En este sentido, somos parte de la naturaleza, estamos subordinados a la naturaleza, somos el resultado de leyes naturales y víctimas de ellas, a la larga.

La filosofía de la naturaleza no tiene que ser indebidamente terrestre: para ella, la Tierra es sólo uno de los planetas más pequeños de uno de los astros más pequeños de la Vía Láctea. Sería absurdo deformar la filosofía de la naturaleza con el fin de producir resultados agradables a los diminutos parásitos de este insignificante planeta. El vitalismo, como filosofía, y el evolucionismo, muestran, a este respecto, una falta de sentido de la proporción y de la importancia lógica. Miran los hechos de la vida, que nos son personalmente interesantes, como dotados de un significado cósmico, no de un significado limitado a la superficie de la Tierra. El optimismo y el pesimismo, como filosofías cósmicas, muestran el mismo humanismo ingenuo; el ancho mundo, tal como lo conocemos por la filosofía de la naturaleza, no es bueno ni malo, ni se preocupa por hacernos felices o desgraciados. Todas estas filosofías tienen su origen en la auto-importancia, y un poco de astronomía es su mejor correctivo.

Pero en la filosofía del valor, la situación queda invertida. La naturaleza es sólo una parte de lo que podemos imaginar; todas las cosas, reales o imaginarias, pueden ser estimadas por nosotros, y no hay patrón exterior que demuestre que nuestra valoración está equivocada. Nosotros somos los últimos e irrefutables árbitros del valor y en el mundo de las valoraciones la naturaleza es sólo una parte. Así, en este mundo somos más grandes que la naturaleza. En el mundo de los valores, la Naturaleza es neutral, ni buena ni mala, sin que merezca la admiración ni la censura. Nosotros somos los creadores de los valores y nuestros deseos son los que confieren valor. En este reino somos reyes, y degradamos nuestra realeza inclinándonos ante la naturaleza. Nosotros somos los que tenemos que determinar la vida buena, no la naturaleza, ni siquiera la naturaleza personificada por Dios.

La vida buena

Ha habido en épocas diferentes y entre gentes diferentes, muchos conceptos diversos de la vida buena. Hasta cierto punto, estas diferencias son discutibles; así ocurrió cuando los hombres diferían en cuanto a los medios de lograr un fin dado. Algunos opinan que la prisión es un buen medio de evitar el crimen; otros opinan que la educación sería mejor. Una diferencia de esta clase puede ser decidida mediante una prueba suficiente. Pero algunas diferencias no pueden ser probadas de este modo. Tolstoy condenaba toda clase de guerra; otros han sostenido que la vida del soldado que combate por el bien es muy noble. En dicho caso probablemente se trataba de una diferencia real en cuanto a los fines. Los que alaban al soldado generalmente piensan que el castigo de los pecadores es en sí una cosa buena; Tolstoy no pensaba así. Acerca de tal asunto, no hay discusión posible. Por lo tanto, no puedo probar que mi concepto de la vida buena sea acertado; sólo puedo exponer mis puntos de vista, esperando que los acepte la mayor cantidad de gente posible. Mi criterio es el siguiente: «La vida buena está inspirada por el amor y guiada por el conocimiento». El conocimiento y el amor son extensibles indefinidamente; por lo tanto, por buena que sea una vida, se puede imaginar una vida mejor. Ni el conocimiento sin amor, ni el amor sin conocimiento, pueden producir una buena vida. En la Edad Media, cuando había peste en algún país, los santos aconsejaban a la población que se congregase en las iglesias y rezase a Dios pidiendo que los librase de la peste; el resultado era que la infección se extendía con extraordinaria rapidez entre las masas de los suplicantes. Este era un ejemplo del amor sin el conocimiento. La última guerra nos dio un ejemplo del conocimiento sin amor. En cada caso, el resultado fue la muerte en gran escala.

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