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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (2 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
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Finalmente, deseo expresar mi gratitud al propio Bertrand Russell, que ha patrocinado este proyecto desde el principio y cuyo vivo interés fue una primordial fuente de inspiración.

Paul Edwards

Ciudad de Nueva York, octubre de 1956.

Prefacio

La reedición de varios ensayos míos, relativos a temas teológicos, realizada por el profesor Edwards es para mí un motivo de gratitud, especialmente por sus admirables observaciones preliminares. Me alegra en particular que me haya dado una oportunidad de reafirmar mis convicciones sobre los temas de que tratan los diversos ensayos.

Recientemente ha corrido el rumor de que yo era menos contrario a la ortodoxia religiosa de lo que había sido. Ese rumor carece totalmente de fundamento. Creo que todas las grandes religiones del mundo —el budismo, el hinduismo, el cristianismo, el islam y el comunismo— son a la vez falsas y dañinas. Es evidente por cuestión de lógica que, ya que están en desacuerdo, sólo una de ellas puede ser verdadera. Con muy pocas excepciones, la religión que un hombre acepta es la de la comunidad en la que vive, por lo que resulta obvio que la influencia del medio es la que lo ha llevado a aceptar dicha religión. Es cierto que la escolástica inventó lo que se profesaba como argumentos lógicos que probaban la existencia de Dios, y que esos argumentos, u otros similares, han sido aceptados por muchos filósofos eminentes, pero la lógica a que apelaban estos argumentos tradicionales es de una anticuada clase aristotélica rechazada ahora por casi todos los lógicos, excepto los católicos. Hay un argumento entre ellos que no es puramente lógico. Me refiero al argumento del designio. Sin embargo, este argumento fue destruido por Darwin; y, de todas maneras, sólo podría ser lógicamente respetable renunciando a la omnipotencia de Dios. Aparte de la fuerza de los argumentos lógicos, para mí hay algo raro en las valoraciones éticas de los que creen que una deidad omnipotente, omnisciente y benévola, después de preparar el terreno mediante muchos millones de años de nebulosa sin vida, puede considerarse justamente recompensada por la aparición final de Hitler, Stalin y la bomba atómica.

La cuestión de la veracidad de una religión es una cosa, pero la cuestión de su utilidad es otra. Yo estoy tan firmemente convencido de que las religiones hacen daño, como lo estoy de que son falsas.

El daño que hace una religión es de dos clases, una dependiente de la clase de creencia que se considera que se debe profesar, y otra dependiente de los dogmas particulares en que se cree. Con respecto a la clase de creencia, se considera virtuoso el tener fe, es decir, tener una convicción que no puede ser debilitada por la evidencia contraria. Ahora bien, si esa evidencia induce a la duda, se sostiene que debe ser suprimida. Mediante semejante criterio, en Rusia los niños no pueden oír argumentos en favor del capitalismo, ni en Estados Unidos en favor del comunismo. Esto mantiene intacta la fe de ambos y lista para una guerra sanguinaria. La convicción de que es importante creer esto o aquello, incluso aunque un examen objetivo no apoye la creencia, es común a casi todas las religiones e inspira todos los sistemas de educación estatal. La consecuencia es que las mentes de los jóvenes no se desarrollan y se llenan de hostilidad fanática hacia los que detentan otros fanatismos y, aún con más virulencia, hacia los contrarios a todos los fanatismos. El hábito de basar las convicciones en su prueba y de darles sólo el grado de certeza que la prueba autoriza, si se generalizase, curaría la mayoría de los males que padece el mundo. Pero, en la actualidad y en muchos países, la educación tiende a prevenir el desarrollo de dicho hábito, y los hombres que se niegan a profesar su fe en algún sistema de dogmas infundados no son considerados idóneos como maestros de la juventud.

Los anteriores males son independientes del credo particular en cuestión y existen igualmente en todos los credos que se ostentan dogmáticamente. Pero también hay, en la mayoría de las religiones, dogmas éticos específicos que causan daño definido. La condenación católica del control de la natalidad, si prevaleciese, haría imposible la mitigación de la pobreza y la abolición de la guerra. Las creencias hindúes de que la vaca es sagrada y que es malo que las viudas se vuelvan a casar causan un sufrimiento innecesario. La creencia comunista en la dictadura de una minoría de Verdaderos Creyentes ha producido toda clase de abominaciones.

Se nos dice a veces que sólo el fanatismo puede hacer eficaz a un grupo social. Creo que esto es totalmente contrario a las lecciones de la historia. Pero, en cualquier caso, sólo los que adoran servilmente el éxito pueden pensar que la eficacia es admirable sin tener en cuenta para qué sirve. Por mi parte, creo que es mejor hacer un bien pequeño que un mal grande. El mundo que me gustaría ver sería un mundo libre de la virulencia de las hostilidades propias del grupo, capaz de poner en pie una felicidad para todos, que derivaría más de la cooperación que de la lucha. Querría ver un mundo en el que la educación tendiese a la libertad mental en lugar de encerrar la mente de la juventud en la rígida armadura del dogma, calculado para protegerla durante toda su vida contra los dardos de la prueba imparcial. El mundo necesita mentes y corazones abiertos, y éstos no pueden derivarse de rígidos sistemas, ya sean viejos o nuevos.

Bertrand Russell, 1957

Por qué no soy cristiano

Esta conferencia fue pronunciada el 6 de marzo de 1927, en el Ayuntamiento de Battersea, bajo los auspicios de la Sociedad Laica Nacional (Sección del Sur de Londres).

Como ha dicho su presidente, el tema acerca del cual voy a hablar esta noche es «Por qué no soy cristiano». Quizá sería conveniente, antes de nada, tratar de averiguar lo que uno quiere dar a entender con la palabra «cristiano». Hoy en día la emplean a la ligera muchas personas. Hay quienes lo entienden como que una persona trate de vivir virtuosamente. En este sentido, supongo que habrá cristianos de todas las sectas y credos; pero no creo que sea el sentido adecuado de la palabra, aunque sólo sea por implicar que toda la gente que no es cristiana —todos los budistas, confucianos, mahometanos, etc.— no trata de vivir virtuosamente. Yo no considero cristiana a la persona que trata de vivir decentemente, de acuerdo con sus luces. Creo que debe tenerse una cierta cantidad de creencia definida antes de tener el derecho de llamarse cristiano. La palabra no tiene ahora un significado tan completo como en los tiempos de san Agustín y santo Tomás de Aquino. En aquellos días, si un hombre decía que era cristiano, se sabía lo que quería dar a entender. Se aceptaba una colección completa de credos promulgados con gran precisión, y se creía cada sílaba de esos credos con toda la fuerza de las convicciones de uno.

¿Qué es un cristiano?

En la actualidad no es así. Tenemos que ser un poco más vagos en nuestra idea del cristianismo. Creo, sin embargo, que hay dos cosas diferentes que son completamente esenciales en todo aquel que se llame cristiano. La primera es de naturaleza dogmática, a saber, que hay que creer en Dios y en la inmortalidad. Si no se cree en esas dos cosas, no creo que uno pueda llamarse propiamente cristiano. Luego, más aún, como el nombre implica, hay que tener alguna clase de creencia acerca de Cristo. Los mahometanos, por ejemplo, también creen en Dios y en la inmortalidad, pero no se llaman cristianos. Pienso que hay que tener, aunque sea en una proporción mínima, la creencia de que Cristo era, si no divino, al menos el mejor y el más sabio de los hombres. Si no se cree eso acerca de Cristo, me parece que uno no tiene derecho a llamarse cristiano. Claro está que hay otro sentido que se encuentra en el
Whitaker's Almanac
y en los libros de geografía, donde se dice que la población del mundo está dividida en cristianos, mahometanos, budistas, fetichistas, etc.; y en ese sentido todos nosotros somos cristianos. Los libros de geografía nos incluyen a todos, pero en un sentido puramente geográfico, que supongo que podemos pasar por alto. Por lo tanto, entiendo que cuando yo digo que no soy cristiano tengo que decir dos cosas diferentes; primera, por qué no creo en Dios ni en la inmortalidad; y segunda, por qué no creo que Cristo fuera el mejor y el más sabio de los hombres, aunque le concedo un grado muy alto de virtud moral.

De no haber sido por los fructíferos esfuerzos de los no creyentes del pasado, yo no haría una definición tan elástica del cristianismo. Como dije antes, en los tiempos pasados tenía un sentido mucho más completo. Por ejemplo, comprendía la creencia en el infierno. La creencia en el fuego eterno era esencial en la fe cristiana hasta hace muy poco. En este país, como es sabido, dejó de ser esencial mediante una decisión del Consejo Privado, de cuya decisión disintieron el arzobispo de Canterbury y el arzobispo de York; pero, en este país, nuestra religión se establece por ley del Parlamento y, por lo tanto, el Consejo Privado pudo imponerse a ellos, y el infierno ya no fue necesario para considerarse cristiano. Por consiguiente no insistiré en que el cristiano tenga que creer en el infierno.

La existencia de Dios

La cuestión de la existencia de Dios es una cuestión amplia y seria, y si yo intentase tratarla del modo adecuado, tendría que retenerlos aquí hasta el Día del Juicio, por lo cual deben excusarme por tratarla en forma resumida. Saben, claro está, que la Iglesia católica ha declarado dogma que la existencia de Dios pueda ser probada mediante la razón sin ayuda. Éste es un dogma algo curioso, pero es uno de sus dogmas. Tenían que introducirlo porque, en un tiempo, los librepensadores adoptaron la costumbre de decir que había tales y cuales argumentos que la razón podía esgrimir contra la existencia de Dios, pero que, claro está, ellos sabían, como cuestión de fe, que Dios existía. Los argumentos y las razones fueron expuestos con gran detalle y la Iglesia católica comprendió que había que ponerles coto. Por lo tanto, estableció que la existencia de Dios puede ser probada por la razón sin ayuda, y dieron los argumentos para probarlo. Son varios, claro está, pero sólo citaré unos pocos.

El argumento de la Causa Primera

Quizás el más fácil y sencillo de comprender es el argumento de la Causa Primera. (Se sostiene que todo cuanto vemos en este mundo tiene una causa, y que al ir profundizando en la cadena de las causas tengamos a una Causa Primera, y que a esa Causa Primera le damos el nombre de Dios.) Ese argumento, supongo, no tiene mucho peso en la actualidad, porque, en primer lugar, causa no es ya lo que solía ser. Los filósofos y los hombres de ciencia han estudiado la causa y ésta ya no posee la vitalidad que tenía; pero, aparte de eso, se ve que el argumento de que tiene que haber una Causa Primera no encierra ninguna validez. (Puedo decir que cuando era joven y debatía muy seriamente estas cuestiones conmigo mismo, había aceptado el argumento de la Causa Primera, hasta el día en que, a los dieciocho años, leí la autobiografía de John Stuart Mill y hallé allí esta frase: «Mi padre me enseñó que la pregunta “¿Quién me hizo?” no puede responderse, ya que inmediatamente sugiere la pregunta “¿Quién hizo a Dios?”». Esa sencilla frase me demostró, y así lo sigo creyendo, la falacia del argumento de la Causa Primera. Si todo tiene que tener alguna causa, entonces Dios debe tener una causa. Si puede haber algo sin causa, igual puede ser el mundo que Dios, por lo que no hay validez en ese argumento. Es exactamente de la misma naturaleza que la opinión de aquel indio de que el mundo descansaba sobre un elefante, y el elefante sobre una tortuga; cuando le dijeron: «¿Y la tortuga?», el indio dijo: «¿Y si cambiásemos de tema?». El argumento no es realmente mejor que ése. No hay razón por la cual el mundo no pueda haber nacido sin causa; tampoco, por el contrario, hay razón por la que no haya podido existir siempre. No hay razón para suponer que el mundo haya tenido un comienzo. (La idea de que las cosas tienen que tener un principio se debe realmente a la pobreza de nuestra imaginación.) Por lo tanto, creo, no necesito perder más tiempo con el argumento de la Causa Primera.

El argumento de la ley natural

Luego hay un argumento muy común derivado de la ley natural. Fue el argumento favorito durante el siglo XVIII, especialmente bajo la influencia de sir Isaac Newton y su cosmogonía. La gente observó cómo los planetas giraban en torno al Sol, de acuerdo con la ley de gravitación, y pensó que Dios había dado un mandato a aquellos planetas para que se moviesen así y que lo hacían por aquella razón. Aquélla era, claro está, una explicación sencilla y conveniente que evitaba el buscar nuevas explicaciones a la ley de gravitación en la forma un poco más complicada que Einstein ha introducido. Y no me propongo dar una conferencia sobre la ley de gravitación, de acuerdo con la interpretación de Einstein, porque eso también llevaría algún tiempo; sea como fuere, ya no se trata de la ley natural del sistema newtoniano, donde, por alguna razón que nadie podía comprender, la naturaleza actuaba de modo uniforme. Ahora sabemos que muchas cosas que considerábamos como leyes naturales son realmente convencionalismos humanos. Sabemos que incluso en las profundidades más remotas del espacio estelar el metro sigue teniendo cien centímetros. Eso es, sin duda, un hecho muy notable, pero no se le puede llamar una ley natural. Y otras muchas cosas que se han considerado como leyes de la naturaleza son de esa clase. Por el contrario, cuando se tiene algún conocimiento de lo que los átomos hacen realmente, se ve que están menos sometidos a la ley de lo que cree la gente y que las leyes que se formulan no son más que promedios estadísticos producto del azar. Hay, como es sabido, una ley según la cual en los dados sólo se obtiene el seis doble aproximadamente cada treinta y seis veces, y no consideramos eso como la prueba de que la caída de los dados esté regulada por un plan; por el contrario, si el seis doble saliera siempre, pensaríamos que hay un plan. Las leyes de la naturaleza son así en gran parte de los casos. Hay promedios estadísticos que emergen de las leyes del azar; y eso hace que la idea de la ley natural sea mucho menos impresionante de lo que era anteriormente, aparte de eso, que representa el carácter temporal de una ciencia que puede cambiar mañana, la idea de que las leyes naturales implican un legislador se debe a la confusión entre las leyes naturales y las humanas. Las leyes humanas son preceptos que le mandan a uno proceder de una manera determinada, preceptos que pueden obedecerse o no; pero las leyes naturales son una descripción de cómo ocurren realmente las cosas y, como son una mera descripción, no se puede argüir que tiene que haber alguien que les indicó que actuasen así, porque, si arguyéramos tal cosa, nos enfrentaríamos a la pregunta: «¿Por qué Dios hizo esas leyes naturales y no otras?». Si se dice que lo hizo por su propio gusto y sin ninguna razón, se hallará entonces que hay algo que no está sometido a la ley, y por lo tanto el orden de la ley natural se quiebra. Si se dice, como hacen muchos teólogos ortodoxos, que en todas las leyes divinas hay una razón de que sean ésas y no otras —la razón, claro está, de crear el mejor universo posible, aunque al mirarlo uno no pensaría eso jamás—, si hubo alguna razón por la que Dios diese esas leyes, entonces el mismo Dios estaría sometido a la ley y, por lo tanto, no hay ninguna ventaja en presentar a Dios como un intermediario. Realmente, se tiene una ley exterior y anterior a los edictos divinos y Dios no nos sirve porque no es el último que dicta la ley. En resumen, este argumento de la ley natural ya no tiene la fuerza que solía tener. Estoy realizando cronológicamente mi examen de los argumentos. Los argumentos usados en favor de la existencia de Dios cambian de carácter con el tiempo. Al principio, eran duros argumentos intelectuales que incorporaban ciertas falacias bien definidas. Al llegar a la época moderna, se hicieron menos respetables intelectualmente y estuvieron cada vez más influidos por una especie de vaguedad moralizadora.

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