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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (8 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
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Aunque el amor y el conocimiento son necesarios, el amor es, en cierto sentido, más importante, ya que impulsará a los inteligentes a buscar el conocimiento, con el fin de beneficiar a los que aman. Pero si la gente no es inteligente, se contentará con creer lo que le han dicho, y puede hacer daño a pesar de la benevolencia más genuina. La medicina nos proporciona, quizás, el mejor ejemplo de lo que quiero decir. Un médico capaz es más útil a un paciente que el amigo más devoto, y el progreso en el conocimiento de la medicina contribuye más a la salud de la comunidad que la filantropía mal informada. Sin embargo, incluso en este caso, es esencial un elemento de benevolencia para que no sean solamente los ricos los que se beneficien con los descubrimientos científicos.

El amor es una palabra que comprende una gran variedad de sentimientos; la he usado, adrede, ya que quiero incluirlos a todos. El amor como emoción, que es de lo que hablo, pues el amor «como principio» no me parece genuino, se mueve entre dos polos; en un lado, el puro deleite de la contemplación; en el otro, la benevolencia pura. Cuando se trata de objetos inanimados sólo interviene el deleite; no podemos sentir benevolencia hacia un paisaje o una sonata. Este tipo de goce es presumiblemente la fuente del arte. Es más fuerte, en general, en los niños que en los adultos, que suelen mirar los objetos con espíritu utilitario. Desempeña una gran parte en nuestros sentimientos hacia los hombres, algunos de los cuales tienen encanto y otros lo contrario, cuando se los considera como objetos de la contemplación estética.

El polo opuesto del amor es benevolencia pura. Hay hombres que han sacrificado su vida ayudando a los leprosos; en tal caso, el amor que sentían no podía haber tenido ningún elemento de deleite estético. El cariño paternal, en general, va acompañado por el placer que produce la apariencia del hijo, pero sigue siendo fuerte cuando falta totalmente este elemento. Parecería extraño llamar «benevolencia» al interés de una madre por un hijo enfermo, porque estamos acostumbrados a usar esta palabra para describir una débil emoción en un 90 % falsa. Pero es difícil hallar otra palabra para describir el deseo por el bienestar de otra persona. Es cierto que un deseo de esta clase puede alcanzar cualquier grado de intensidad en el caso del sentimiento paternal. En otros casos es mucho menos intenso; en realidad, parecería probable que toda emoción altruista es una especie de sentimiento paternal, o a veces una sublimación de él. A falta de una palabra mejor, llamaré «benevolencia» a esta emoción. Pero quiero poner en claro que estoy hablando de una emoción, no de un principio, y que no incluyo en ella ninguna sensación de superioridad como las que a veces se asocian con la palabra. La palabra «simpatía» expresa parte de lo que quiero decir, pero deja fuera un elemento de actividad que deseo incluir.

El amor en su plenitud es una combinación indisoluble de dos elementos, deleite y benevolencia. El placer de un padre ante un hijo hermoso y triunfador combina estos dos elementos; lo mismo ocurre con el amor sexual en su forma mejor. Pero en el amor sexual la benevolencia existirá solamente donde hay una posesión segura, pues de lo contrario los celos la destruirán, aunque quizás aumenten el placer de la contemplación. El deleite sin benevolencia puede ser cruel; la benevolencia sin deleite tiende fácilmente a la superioridad y la frialdad. La persona que desea ser amada desea ser objeto de un amor que contenga ambos elementos, excepto en los casos de extrema debilidad, como en la infancia y en la enfermedad grave. En tales casos sólo puede desearse la benevolencia. Inversamente, en casos de fuerza extrema, la admiración es más deseable que la benevolencia: éste es el estado de espíritu de los potentados y bellezas famosas. Sólo deseamos los buenos deseos de los demás en la proporción en que tengamos necesidad de que nos ayuden, o estemos amenazados de que nos dañen. Al menos, ésta parece ser la lógica biológica de la situación, pero en la vida no ocurre así. Deseamos el cariño con el fin de escapar a la sensación de soledad, con el fin de ser, como se dice, «comprendidos». Es un asunto de simpatía, no meramente de benevolencia; la persona cuyo afecto nos es satisfactorio no sólo debe desearnos el bien, sino que debe saber en qué consiste nuestra felicidad. Pero esto pertenece al otro elemento de la vida buena, a saber, el conocimiento.

En un mundo perfecto, todo ser consciente sería para los demás el objeto del amor pleno, compuesto de deleite, benevolencia y comprensión íntimamente mezclados. Esto no significa que, en el mundo real, debamos tratar de tener tales sentimientos hacia todos los seres conscientes que encontremos. Hay muchos que no pueden producirnos deleite, por lo que son desagradables; si fuéramos a violentarnos tratando de ver bellezas en ellos, no haríamos más que embotar nuestras susceptibilidades con respecto a lo que hallamos naturalmente hermoso. Sin mencionar a los seres humanos, hay pulgas, chinches y piojos. Tendríamos que estar tan apremiados como el
Ancient Mariner
antes de hallar deleite en la contemplación de esas criaturas. Es cierto que algunos santos las han llamado «perlas de Dios», pero lo que a esos hombres les deleitaba era la oportunidad de lucir su santidad. La benevolencia suele extenderse con mayor facilidad, pero incluso la benevolencia tiene sus límites. Si un hombre desea casarse con una dama, no pensaríamos muy bien de él si se retirara al hallar que había otro que quería casarse con ella; miraríamos esto como un campo de competencia justa. Sin embargo, sus sentimientos hacia el rival no pueden ser benévolos. Yo creo que, en todas las descripciones de la vida buena en la Tierra, tenemos que suponer una cierta base de vitalidad animal y de instinto animal; sin esto, la vida se hace mansa y carente de interés. La civilización debe contribuir a esto, no ser un sustitutito de ello; el santo ascético y el sabio apartado no son seres humanos a este respecto. Un pequeño número de ellos puede enriquecer una comunidad; pero un mundo compuesto de ellos se moriría de aburrimiento.

Estas consideraciones conducen a un cierto énfasis sobre elemento del deleite como ingrediente del mejor amor. El deleite, en el mundo real, es inevitablemente selectivo, nos evita el tener los mismos sentimientos hacia toda la humanidad. Cuando surgen conflictos entre el deleite y la benevolencia tienen, en general, que ser decididos mediante la transigencia, no mediante la entrega completa de cualquiera de ellos. El instinto tiene sus derechos, y si lo violentamos toma venganza de mil maneras sutiles. Por lo tanto, al tender a la vida buena, hay que tener en cuenta los limites de la posibilidad humana. Y otra vez aquí volvemos a la necesidad del conocimiento.

Cuando hablo de conocimiento como de uno de los ingredientes de la vida buena no pienso en el conocimiento ético, sino en el conocimiento científico y el conocimiento de los hechos particulares. No creo que exista, hablando en puridad, el conocimiento ético. Si deseamos lograr algún fin, el conocimiento puede mostrarnos los medios, y este conocimiento puede pasar como ético. Pero no creo que se pueda decidir la conducta buena o mala como no sea por referencia a sus consecuencias probables. Si nos proponemos un fin, la ciencia es la que tiene que descubrir los medios para lograrlo. Todas las reglas morales tienen que ser probadas examinando si realizan los fines deseados. Digo los fines que deseamos, no los fines que debemos desear. Lo que «debemos» desear es simplemente lo que otra persona desea que deseemos. Generalmente es lo que las autoridades desean que deseemos: padres, maestros, policías y jueces. Si alguien me dice «debe hacer esto y lo otro», la fuerza motriz de la advertencia reside en mi deseo de obtener su aprobación, junto, posiblemente, con premios o castigos unidos a su aprobación o reprobación. Como toda conducta nace del deseo, es evidente que los conceptos éticos no pueden tener importancia como no influyan en el deseo. Lo hacen mediante el deseo de aprobación y el temor de reproche. Son fuerzas sociales poderosas, y naturalmente tratamos de ponerlas de nuestra parte si queremos realizar cualquier fin social. Cuando digo que la moralidad de la conducta debe juzgarse por sus probables consecuencias, quiero decir que deseo que se apruebe la conducta que vaya a realizar los fines sociales que deseamos, y que se repruebe la conducta opuesta. En la actualidad, esto no se hace; hay ciertas reglas tradicionales según las cuales la aprobación y la reprobación se aplican sin tener en cuenta para nada las consecuencias. Pero éste es un tema que vamos a tratar en el próximo capitulo. La superfluidad de la ética teórica es obvia en los casos sencillos. Supongamos, por ejemplo, que se tiene un hijo enfermo. El amor le hace a uno desear que se cure, y la ciencia le dice a uno cómo tiene que hacerlo. No hay una fase intermedia de la teoría ética donde se demuestre que al hijo de uno le conviene que le curen. El acto nace directamente del deseo de un fin, junto con el conocimiento de los medios. Esto ocurre con todos los actos, ya sean buenos o malos. Los fines difieren, y el conocimiento es más inadecuado en unos casos que en otros. Pero no hay medio concebible de hacer que la gente haga cosas que no desea. Lo que es posible es alterar sus deseos mediante un sistema de premios y castigos, entre los cuales la aprobación y la reprobación social no son los menos potentes. La cuestión para el legislador moralista es, por lo tanto: ¿Cómo voy a disponer este sistema de premios y castigos para que se logre el máximo de lo que desea la autoridad legislativa? Si digo que la autoridad legislativa tiene malos deseos, sólo quiero decir que estos deseos chocan con los de alguna sección de la comunidad a que pertenece. Fuera de los deseos humanos no hay principio moral.

Así, lo que distingue la ética de la ciencia no es una clase especial de conocimiento, sino sencillamente el deseo. El conocimiento que requiere la ética es exactamente igual que el conocimiento en otras partes; lo peculiar es que se deseen ciertos fines, y que la buena conducta es lo que conduce a ellos. Claro que si la buena conducta va a ser popular, los fines tienen que ser los deseados por grandes secciones de la humanidad. Si defino como buena conducta lo que aumenta mi renta, los lectores no estarán de acuerdo. La eficacia de cualquier argumento ético reside en su parte científica; por ejemplo, en la prueba de que una clase de conducta, más que otra, es el medio para un fin ampliamente deseado. Sin embargo, yo hago la distinción entre argumento ético y educación ética. La última consiste en fortalecer ciertos deseos y debilitar otros. Éste es un proceso completamente diferente, que va a ser tratado separadamente en otro capítulo. Ahora podemos explicar con más exactitud el significado de la definición de la vida buena con que comenzó este capítulo. Cuando dije que la vida buena consiste en el amor guiado por el conocimiento, el deseo que me impulsó era vivir esa vida todo lo plenamente posible y procurar que los demás la vivieran; y el contenido lógico de la declaración es que, en una comunidad donde los hombres viven así, se satisfarán más los deseos que en una comunidad donde haya menos amor o menos conocimiento. No quiero decir que dicha vida sea «virtuosa» o que la contraria sea «pecaminosa», pues éstos son conceptos que para mí no tienen justificación científica.

Reglas morales

La necesidad práctica de una moral nace del conflicto de los deseos, ya de diferentes personas o de la misma persona en épocas distintas o incluso al mismo tiempo. Un hombre quiere beber, y a la vez estar bien para trabajar a la mañana siguiente. Lo consideramos inmoral si sigue la línea de conducta que le permite la menor satisfacción total de su deseo. Pensamos mal de la gente que es derrochadora o temeraria, aun cuando sólo se hagan daño a sí mismos. Bentham suponía que una moralidad total podía derivarse del «propio interés ilustrado» y que la persona que actuara siempre pensando en su máxima satisfacción, a la larga procedería siempre bien. Yo no puedo aceptar este criterio. Ha habido tiranos que obtenían placeres exquisitos viendo infligir torturas; no puedo alabar a esos hombres cuando la prudencia les llevaba a perdonar la vida a sus víctimas con el fin de poderlos atormentar otro día. Sin embargo, la prudencia es una parte de la vida buena. Incluso Robinson Crusoe tuvo ocasión de practicar la laboriosidad, la previsión y el dominio de sí mismo, que se consideran cualidades morales, ya que aumentaron su satisfacción total sin el contrapeso del daño causado a otros. Esta parte de la moral desempeña un importante papel en la educación de los niños, que tienen poca inclinación a pensar en el futuro. Si ulteriormente se practicase más, el mundo se convertiría pronto en un paraíso, ya que se podrían evitar las guerras, que son el producto de la pasión, no de la razón. Pero, a pesar de la importancia de la prudencia, no es la parte más importante de la moral. Tampoco es la parte que presenta problemas intelectuales, ya que no necesita apelar a nada que no sea el propio interés. La parte de moralidad que no se incluye en la prudencia es, en esencia, análoga a la ley o al reglamento de un club. Es un método que permite a los hombres vivir en comunidad a pesar de la posibilidad de que sus deseos choquen. Pero aquí dos métodos muy diferentes son posibles. Existe el método de la ley penal, que tiende sólo a una armonía meramente externa, asignando consecuencias desagradables a los actos que frustran en ciertos aspectos los deseos de otros hombres. Y existe también el método de la censura social: ser mal considerado por la sociedad en que uno vive es una forma de castigo: para evitarlo, la mayoría de la gente evita que se sepa que no cumple el código de su clase. Pero hay otro método, más importante y mucho más satisfactorio cuando tiene éxito. Es el de alterar los caracteres y deseos de modo que queden reducidas al mínimo las ocasiones de conflicto, haciendo que el éxito de los deseos de un hombre esté, en toda la medida posible, de acuerdo con el éxito de los deseos de los demás. Por esta razón, el amor es mejor que el odio, porque produce la armonía en lugar del conflicto en los deseos de las personas respectivas. Cuando hay amor entre dos personas, éstas triunfan o fracasan juntas, pero cuando se odia, el éxito de una es el fracaso de la otra. Si estuviéramos acertados al decir que la Vida buena está inspirada en el amor y guiada por el conocimiento, es evidente que el código moral de toda comunidad no es final y completo, sino que tiene que ser examinado con el fin de ver si está inspirado en la benevolencia y la sabiduría. Los códigos morales no han sido siempre impecables. Los aztecas consideraban un deber penoso comer carne humana por miedo a que palideciese la luz del sol. Su ciencia era errónea; y quizás habrían percibido su error científico si hubieran tenido algún amor por sus víctimas. Algunas tribus encerraban a las muchachas desde los 10 a los 17 años por temor a que los rayos del sol las embarazasen. Pero seguramente nuestros modernos códigos de moral contienen también algo semejante a estas costumbres bárbaras. ¿Tenernos la seguridad de que sólo prohibimos cosas realmente dañosas o, en todo caso, tan abominables que ninguna persona decente puede justificarlas? No estoy muy convencido de ello.

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