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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (5 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
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Dejando de lado estas objeciones relativamente detalladas, es evidente que las doctrinas fundamentales del cristianismo exigen una gran cantidad de perversión ética antes de ser aceptadas. El mundo, según se nos dice, fue creado por un Dios que es a la vez bueno y omnipotente. Antes de crear el mundo, previó todo el dolor y la miseria que iba a contener; por lo tanto, es responsable de ellos. Es inútil argüir que el dolor del mundo se debe al pecado. En primer lugar eso no es cierto; el pecado no produce el desbordamiento de los ríos ni las erupciones de los volcanes. Pero aunque esto fuera verdad, no serviría de nada. Si yo fuera a engendrar un hijo sabiendo que iba a ser un maniático homicida, sería responsable de sus crímenes. Si Dios sabía de antemano los crímenes que el hombre iba a cometer, era claramente responsable de todas las consecuencias de esos pecados cuando decidió crear al hombre. El argumento cristiano usual es que el sufrimiento del mundo es una purificación del pecado, y, por lo tanto, una cosa buena. Este argumento es, claro está, sólo una racionalización del sadismo; pero en todo caso es un argumento pobre. Yo invitaría a cualquier cristiano a que me acompañase a la sala de niños de un hospital, a que presenciase los sufrimientos que se padecen allí, y luego a insistir en la afirmación de que esos niños están tan moralmente abandonados que merecen lo que sufren. Con el fin de afirmar esto, un hombre tiene que destruir en él todo sentimiento de piedad y compasión. Tiene, en resumen, que hacerse tan cruel como el Dios en quien cree. Ningún hombre que crea que los sufrimientos de este mundo son por nuestro bien, puede mantener intactos sus valores éticos, ya que siempre está tratando de hallar excusas para el dolor y la miseria.

Las objeciones a la religión

Las objeciones a la religión son de dos clases, intelectuales y morales. La objeción intelectual consiste en que no hay razón para suponer que hay alguna religión verdadera; la objeción moral es que los preceptos religiosos datan de una época en que los hombres eran más crueles de lo que son ahora y, por lo tanto, tienden a perpetuar inhumanidades que la conciencia moral de la época habría superado de no ser por la religión.

Mencionaremos primero la objeción intelectual; hay una cierta tendencia en nuestra época práctica a considerar que no tiene mucha importancia que la enseñanza religiosa sea verdadera o no, ya que la cuestión es que tenga utilidad. Sin embargo, una cuestión no puede decidirse sin la otra. Si creemos en la religión cristiana, nuestras nociones de lo que es bueno serán diferentes de lo que serían si no creyésemos en ella. Por lo tanto, para los cristianos, los efectos del cristianismo pueden parecer buenos, mientras que para los incrédulos pueden parecer malos. Además, la actitud de que debemos creer en tal o cual proposición, independientemente de la cuestión de que haya pruebas en favor suyo, es una actitud que produce hostilidad a la prueba y hace que cerremos nuestra mente a todo hecho que no esté de acuerdo con nuestros prejuicios.

Una cierta clase de sinceridad científica es una cualidad muy importante y ésta rara vez puede existir en un hombre que imagina que hay cosas en las que tiene el deber de creer. Por lo tanto, no podemos decidir realmente si la religión es verdadera. Para los cristianos, mahometanos y judíos, la cuestión fundamental de la verdad religiosa es la existencia de Dios. En los días en que la religión triunfaba en el mundo, la palabra «Dios» tenía un significado perfectamente definido; pero como resultado de los ataques de los racionalistas, la palabra ha ido empalideciendo, hasta ser difícil ver lo que la gente quiere decir cuando afirma que cree en Dios. Mencionaremos a este respecto la definición de Matthew Arnold: «Un poder fuera de nosotros que crea la virtud». Quizás podamos hacer esto aun más vago, y preguntarnos si tenemos alguna prueba del propósito del universo, aparte de los propósitos de los seres vivos de la superficie del planeta.

El argumento usual de los religiosos acerca de este tema es, en líneas generales, el siguiente: «Yo y mis amigos somos personas de asombrosa virtud e inteligencia. Es inconcebible que tanta virtud e inteligencia sean producto del azar. Por lo tanto, tiene que haber alguien, por lo menos tan inteligente y virtuoso como nosotros, que puso en marcha la maquinaria cósmica con el fin de crearnos». Siento decir que no encuentro este argumento tan impresionante como es para los que lo emplean. El universo es vasto; pero, si vamos a creer a Eddington, probablemente no hay en el universo seres tan inteligentes como los hombres. Si se considera la cantidad total de materia en el mundo y la comparamos con la cantidad que forma los cuerpos de los seres inteligentes, se verá que esta última es una proporción infinitesimal en relación con la primera. Por consiguiente, aun cuando es enormemente improbable que la ley del azar produzca un organismo capaz de inteligencia mediante la casual selección de los átomos, es sin embargo probable que haya en el universo el muy pequeño número de tales organismos que hallamos en realidad. Además, considerados como la culminación de un proceso tan vasto, no me parece que seamos lo suficientemente maravillosos. Claro que hay muchos sacerdotes más maravillosos que yo, y que me es imposible apreciar méritos que de tal manera transcienden de los míos. Sin embargo, incluso haciendo estas concesiones, no puedo menos de pensar que la omnipotencia operando a través de toda una eternidad ha tenido que producir algo mejor. Y luego tenemos que reflexionar que incluso este resultado es sólo transitorio. La Tierra no va a ser siempre habitable; la raza humana se acabará, y si el proceso cósmico va a justificarse en adelante, tendrá que hacerlo en otra parte que no sea la superficie del planeta. E incluso aunque esto ocurriese, tiene que terminar tarde o temprano. La segunda ley de la termodinámica no permite dudar de que el universo se está agotando y que, últimamente, no será posible en ninguna parte nada del menor interés. Claro está que podemos decir que cuando llegue ese tiempo, Dios dará nuevamente cuerda a la maquinaria; pero si lo decimos, basamos nuestra afirmación en la fe, no en ninguna prueba científica. En cuanto a la prueba científica, el universo ha llegado lentamente a un lamentable resultado en esta Tierra, y va a llegar, en etapas aun más lamentables, a una condición de muerte universal. Si esto se interpreta como prueba de propósito, sólo puedo decir que ese propósito no me agrada. No veo ninguna razón, por lo tanto, para creer en ningún Dios, por vago y atenuado que sea. Dejo de lado los viejos argumentos metafísicos, ya que los apologistas religiosos también lo han hecho.

El alma y la inmortalidad

El énfasis cristiano acerca del alma individual ha tenido una profunda influencia sobre la ética de las comunidades cristianas. Es una doctrina fundamentalmente afín a la de los estoicos, nacida, como la de ellos, en comunidades que no podían tener ya esperanzas políticas. El impulso natural de la persona vigorosa y decente es tratar de hacer el bien, pero si se ve privada de todo poder político y de toda oportunidad de influir en los acontecimientos, se verá desviada de su curso natural, y decidirá que lo importante es ser bueno. Eso es lo que les ocurrió a los primeros cristianos; ha conducido a un concepto de santidad personal como algo completamente independiente de la acción benéfica, ya que la santidad tenía que ser algo que podía ser logrado por personas impotentes en la acción. Por lo tanto, la virtud social llegó a estar excluida de la ética cristiana. Hasta hoy los cristianos convencionales piensan que un adúltero es peor que un político que acepta sobornos, aunque este último probablemente hace un mal mil veces mayor. El concepto medieval de la virtud, como se ve en sus cuadros, era algo ligero, débil y sentimental. El hombre más virtuoso era el hombre que se retiraba del mundo; los únicos hombres de acción que se consideraban santos eran los que gastaban la vida y la sustancia de sus súbditos combatiendo a los turcos, como San Luis. La Iglesia no consideraría jamás santo a un hombre porque reformase las finanzas, la ley criminal o la judicial. Tales contribuciones al bienestar humano se considerarían como carentes de importancia. Yo no creo que haya un solo santo en todo el calendario cuya santidad se deba a obras de utilidad pública. Con esta separación entre la persona social y moral hubo una, creciente separación entre el cuerpo y el alma, que ha sobrevivido en la metafísica cristiana y en los sistemas derivados de Descartes. Puede decirse, hablando en sentido general, que el cuerpo representa la parte social y pública de un hombre, mientras que el alma representa la parte privada. Al poner de relieve el alma, la ética cristiana se ha hecho completamente individualista. Creo, que es claro que el resultado neto de todos estos siglos de cristianismo ha sido hacer a los hombres más egoístas, más encerrados en sí mismos, de lo que eran naturalmente; pues los impulsos que naturalmente sacan a un hombre fuera de los muros de su ego son los del sexo, la paternidad y el patriotismo o instinto de rebaño. La Iglesia ha hecho todo lo posible para degradar el sexo; los afectos familiares fueron vituperados por el mismo Cristo y por la mayoría de sus discípulos; y el patriotismo carecía de lugar entre las poblaciones sometidas al Imperio Romano. La polémica contra la familia en los Evangelios es un asunto que no ha recibido la atención merecida. La Iglesia trata a la Madre de Cristo con reverencia, pero Él no muestra esta actitud: «¿Mujer, qué nos va a mí y a ti?» (San Juan, II: 4.) Éste es su modo de hablarle. También dice que ha venido para separar al hijo de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de la suegra; y «quien ama al padre o a la madre más que a mí, no merece ser mío». (San Mateo, X: 35-7). Todo esto significa la ruptura del vínculo biológico familiar por causa del credo, una actitud que tiene mucho que ver con la intolerancia que se extendió por el mundo con el advenimiento del cristianismo.

Este individualismo culminó en la doctrina de la inmortalidad del alma individual, que estaba destinada a disfrutar dicha o pena eternas, según las circunstancias. Las circunstancias de que ello dependía eran algo curiosas. Por ejemplo, si se moría inmediatamente después que un sacerdote hubiera rociado agua sobre uno tras pronunciar ciertas palabras, se heredaba la dicha eterna; pero, si después de una vida larga y virtuosa, uno moría herido por un rayo en el momento en que blasfemaba porque se había roto el cordón de una bota, se heredaba un eterno tormento. No digo que el moderno cristiano protestante crea esto, ni siquiera quizás el moderno cristiano católico adecuadamente instruido en teología; pero lo que afirmo es que esta es la doctrina ortodoxa creída firmemente hasta hace poco. Los españoles en México y Perú solían bautizar a los niños indios y luego estrellarles los sesos: así se aseguraban de que aquellos niños se iban al Cielo. Ningún cristiano ortodoxo puede hallar ninguna razón lógica para condenar su acción, aunque en la actualidad todos lo hacen. En mil modos la doctrina de la inmortalidad personal en la forma cristiana ha tenido efectos desastrosos sobre la moral, y la separación metafísica de alma y cuerpo ha tenido efectos desastrosos sobre la filosofía.

Fuentes de intolerancia

La intolerancia que se extendió por el mundo con el advenimiento del cristianismo es uno de los aspectos más curiosos, debido, a mí entender, a la creencia judía en la virtud y en la exclusiva realidad del Dios judío. No sé la razón por la cual los judíos debían tener esas peculiaridades. Parecen haberse desarrollado durante el cautiverio, como una reacción contra la tentativa de absorción por los pueblos extraños. Sea como fuere, los judíos, y más especialmente los profetas, pusieron de relieve la virtud personal, y que es malo tolerar cualquier religión, excepto una. Estas dos ideas han tenido un efecto extraordinariamente desastroso sobre la historia occidental. La Iglesia ha destacado la persecución de los cristianos por el Estado Romano antes de Constantino. Sin embargo, esta persecución fue ligera, intermitente y totalmente política. En toda época, desde la de Constantino a fines del siglo XVII, los cristianos fueron mucho más perseguidos por otros cristianos de lo que fueron por los emperadores romanos. Antes del cristianismo, esta actitud de persecución era desconocida en el viejo mundo, excepto entre los judíos. Sí se lee, por ejemplo, a Heródoto, se halla un relato tolerante de las costumbres de las naciones extranjeras que visitó. A veces, es cierto, le escandalizaba una costumbre particularmente bárbara, pero en general, es hospitalario con los dioses y las costumbres extrañas. No siente el anhelo de probar que la gente que llama a Zeus por otro nombre sufrirá perdición eterna, y debe dársele muerte a fin de que su castigo comience lo antes posible. Esta actitud ha sido reservada a los cristianos. Es cierto que el cristiano moderno es menos severo, pero ello no se debe al cristianismo; se debe a las generaciones de librepensadores que, desde el Renacimiento hasta el día de hoy, han avergonzado a los cristianos de muchas de sus creencias tradicionales. Es divertido oír al moderno cristiano decir lo suave y racionalista que es realmente el cristianismo, ignorando el hecho de que toda su suavidad y racionalismo se debe a las enseñanzas de los hombres que en su tiempo fueron perseguidos por los cristianos ortodoxos. Hoy nadie cree que el mundo fue creado en el año 4004 a. de J. C., pero no hace mucho el escepticismo acerca de ese punto se consideraba un crimen abominable. Mi tatarabuelo, después de observar la profundidad de la lava de las laderas del Etna, llegó a la conclusión de que el mundo tenía que ser más viejo de lo que suponían los ortodoxos, y publicó su opinión en un libro. Por este crimen fue lanzado al ostracismo. Si se hubiera tratado de un hombre de posición más humilde, su castigo habría sido indudablemente más severo. No es ningún mérito de los ortodoxos que no crean ahora en los absurdos en que se creía hace 150 años. La mutilación gradual de la doctrina cristiana ha sido realizada a pesar de su vigorosísima resistencia, y sólo como resultado de los ataques de los librepensadores.

La doctrina del libre albedrío

La actitud de los cristianos sobre el tema de la ley natural ha sido curiosamente vacilante e incierta. Había, por un lado, la doctrina del libre albedrío, en la cual creía la mayoría de los cristianos; y esta doctrina exigía que los actos de los seres humanos, por lo menos, no estuvieran sujetos a la ley natural. Había, por otro lado, especialmente en los siglos XVIII y XIX, una creencia en Dios como el Legislador y en la ley natural como una de las pruebas principales de la existencia de un Creador. En los tiempos recientes, la objeción al reino de la ley en interés del libre albedrío ha comenzado a sentirse con más fuerza que la creencia en la ley natural como prueba de un Legislador. Los materialistas usaron las leyes de la física para mostrar, o tratar de mostrar, que los movimientos del cuerpo humano están determinados mecánicamente, y que, en consecuencia todo lo que decimos y todo cambio de posición que efectuamos, cae fuera de la esfera de todo posible libre albedrío. Si esto es así, lo que queda entregado a nuestra voluntad es de escaso valor. Si, cuando un hombre escribe un poema o comete un crimen, los movimientos corporales que suponen su acto son sólo el resultado de causas físicas, sería absurdo levantarle una estatua en un caso, y ahorcarle en el otro. En ciertos sistemas metafísicos hay una región del pensamiento puro en la cual la voluntad es libre; pero, como puede ser comunicada a los otros sólo mediante el movimiento físico, el reino de la libertad no podría ser jamás el sujeto de la comunicación y no tendría nunca importancia social.

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