Read Por qué no soy cristiano Online

Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (11 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
5.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero el miedo no es la única fuente de malevolencia: la envidia y la decepción tienen también su parte. La envidia de los lisiados y jorobados es una proverbial fuente de malignidad, pero otras desgracias producen también resultados similares. El hombre o la mujer que han sido frustrados sexualmente suelen estar llenos de envidia; esto generalmente toma la forma de condena moral de los más afortunados. Gran parte de la fuerza de los movimientos revolucionarios se debe a la envidia a los ricos. Los celos son, claro está, una forma especial de envidia: envidia del amor. Los viejos con frecuencia envidian a los jóvenes; cuando es así, suelen tratarlos con crueldad.

No hay, que yo sepa, modo de evitar la envidia, como no sea hacer más plenas y dichosas las vidas de los envidiosos, y fomentar en la juventud la idea de las empresas colectivas en lugar de la competencia. Las peores formas de la envidia son las de los que no han tenido una vida plena en lo respectivo al matrimonio, los hijos o la carrera. Tales desdichas pueden evitarse en la mayoría de los casos mediante instituciones sociales mejores. Sin embargo, hay que reconocer que suele quedar un residuo de envidia. Hay muchos casos en la historia de generales tan envidiosos el uno del otro que han preferido la derrota a realzar la reputación del colega. Dos políticos del mismo partido, o dos artistas de la misma escuela, casi seguramente tienen celos el uno del otro. En tales casos, sólo queda disponer, en todo lo posible, que cada competidor no pueda dañar al otro, y sólo sea capaz de ganar mediante la superioridad de su mérito. Los celos que un artista tiene de su rival generalmente causan poco daño, ya que el único medio eficaz de darles salida es pintar cuadros mejores que el otro, pues no cabe la posibilidad de destruir los cuadros del rival afortunado. Cuando la envidia es inevitable debe ser usada como un estímulo de los propios esfuerzos, no para frustrar los esfuerzos de los rivales.

Las posibilidades de la ciencia en lo relativo a aumentar la dicha humana no están limitadas a disminuir los aspectos de la naturaleza humana que contribuyen a la mutua derrota y que, por lo tanto, llamamos «malos». Probablemente no hay límite en lo que la ciencia puede hacer para aumentar la excelencia positiva. La salud ha sido ya grandemente aumentada; a pesar de las lamentaciones de los que idealizan el pasado, vivimos más y tenemos menos enfermedades que cualquier clase o nación del siglo XVIII. Con un poco más de aplicación del conocimiento que poseemos ya, podríamos ser más sanos de lo que somos. Y es probable que los futuros descubrimientos acelerarán enormemente este proceso.

Hasta ahora, la ciencia física es la que ha tenido mayor efecto sobre nuestras vidas, pero la fisiología y la psicología del futuro van a ser más potentes con toda probabilidad. Cuando hayamos descubierto hasta qué punto nuestro carácter depende de las condiciones fisiológicas podremos, si queremos, producir mucho más el tipo de ser humano que admiramos. La inteligencia, la capacidad artística, la benevolencia, todas estas cosas pueden ser indudablemente aumentadas por la ciencia. No parece haber límite en lo que podría hacerse para construir un mundo bueno si los hombres usaran la ciencia prudentemente. En otro lugar he expresado mis temores de que los hombres no supieran usar bien del poder derivado de la ciencia
[4]
. En este momento me preocupa el bien que podrían hacer los hombres si quisieran, no la cuestión de si van a preferir hacer el mal.

Hay una cierta actitud acerca de la aplicación de la ciencia a la vida humana con la que yo simpatizo, aunque, en último análisis, no estoy de acuerdo con ella. Es la actitud de los que temen todo lo que no es «natural». Rousseau es, claro está, el protagonista de este criterio en Europa. En Asia, Lao-Tsé expuso tales ideas de un modo más persuasivo, y 2.400 años antes. Creo que hay una mezcla de verdad y mentira en la admiración de la «naturaleza» que es importante aclarar. Para empezar, ¿qué es lo «natural»? Hablando en términos generales, todo a lo que se está acostumbrado desde la niñez. Lao-Tsé protesta contra los caminos, los coches y las embarcaciones, cosas que probablemente eran desconocidas en el pueblo donde nació. Rousseau estaba acostumbrado a tales cosas y no las consideraba como contrarias a la naturaleza. Pero sin duda habría execrado los ferrocarriles sí hubiera vivido hasta verlos. Los vestidos y las comidas son demasiado antiguos para que los denuncien la mayoría de los apóstoles de la naturaleza, aunque protestan contra las innovaciones en ambos. El control de la natalidad se considera malo por la gente que tolera el celibato, porque lo primero es una nueva violación de la naturaleza y lo último una violación antigua. En todos estos aspectos, los que predican la «naturaleza» son inconsecuentes y uno se siente tentado a mirarlos como meros conservadores.

Sin embargo, puede decirse algo en su favor. Tomemos por ejemplo las vitaminas, cuyo descubrimiento ha producido una reacción en favor de los alimentos «naturales». Sin embargo, parece que se pueden obtener vitaminas del aceite de hígado de bacalao y de la luz eléctrica, que no son ciertamente parte de la dieta «natural» del ser humano. Este caso ilustra el que, cuando no hay conocimiento, se puede causar un inesperado daño mediante un nuevo alejamiento de la naturaleza; pero cuando se llega a un entendimiento del mal, éste generalmente se remedia con una nueva artificialidad. Con respecto a nuestro ambiente físico y a los medios físicos de complacer nuestros deseos, no creo que la doctrina de la «naturaleza» justifique nada, aparte de una cierta prudencia experimental en la adopción de nuevos expedientes. Los vestidos, por ejemplo, son contrarios a la naturaleza y necesitan estar complementados por alguna otra práctica antinatural, a saber, el lavado, para que no traigan enfermedades. Pero las dos prácticas juntas hacen al hombre más sano que el salvaje, que las huye.

Hay algo más que decir acerca de la «naturaleza» en el reino de los deseos humanos. El obligar a un hombre, a una mujer o a un niño a una vida que frustra sus más fuertes deseos es a la vez cruel y peligroso; en este sentido, una vida de acuerdo con la «naturaleza» debe recomendarse con ciertos requisitos. No hay nada más artificial que un ferrocarril subterráneo, pero no se violenta la naturaleza de un niño cuando se le hace viajar en él; por el contrario, casi todos los niños hallan encantadora la experiencia. Las artificialidades que satisfacen los deseos de los seres humanos ordinarios son buenas, cuando son iguales las otras cosas. Pero no se dice nada de los modos de vida que son artificiales en el sentido de estar impuestos por la autoridad o la necesidad económica. Tales modos de vida son, sin duda, necesarios, hasta cierto punto, en la actualidad; los viajes por mar serían muy difíciles si no hubiera fogoneros a bordo. Pero las necesidades de esta clase son lamentables y debemos buscar medios de evitarlas. Una determinada cantidad de trabajo no es algo para quejarse; en realidad, de nueve casos por cada diez, hace al hombre más feliz que la completa ociosidad. Pero la cantidad y clase de trabajo que la mayoría de la gente tienen que hacer ahora es un mal grave; especialmente malo es la condena perpetua a la rutina. La vida no debe ser regulada con exceso ni metódica; nuestros impulsos, cuando no son positivamente destructores o dañinos para los demás, deben tener en lo posible un libre juego; es necesario que haya lugar para la aventura. Debemos respetar la naturaleza humana porque nuestros impulsos y deseos constituyen nuestra felicidad. Es inútil dar a los hombres algo que se considera «bueno» abstractamente; tenemos que darles algo que deseen o necesiten, si queremos acrecentar su dicha. La ciencia tiene que aprender con el tiempo a moldear nuestros deseos de modo que no choquen con los de otra gente hasta el punto en que lo hacen ahora; entonces podremos satisfacer una mayor proporción de nuestros deseos. En ese sentido, pero sólo en ese sentido, nuestros deseos se habrán hecho «mejores». Un solo deseo no es mejor ni peor, considerado aisladamente, que cualquier otro; Pero un grupo de deseos es mejor que otro grupo si todos los del primer grupo pueden ser satisfechos simultáneamente, mientras que los del segundo grupo son incompatibles con otros. Por esta razón, el amor es mejor que el odio.

Respetar la naturaleza física es una necedad; la naturaleza física debe estudiarse con el fin de que sirva en todo lo posible a los fines humanos, pero éticamente no es buena ni mala. Y cuando la naturaleza física y la naturaleza humana se influyen mutuamente, como en la cuestión de la población, no hay necesidad de cruzarse de brazos en adoración pasiva y aceptar la guerra, la peste y el hambre como los únicos medios de solucionar la fecundidad excesiva. Los teólogos dicen: es malo, en este asunto, aplicar la ciencia al aspecto divino del problema; tenemos que aplicar la moral al aspecto humano y practicar la abstinencia. Aparte del hecho de que todos, incluso los sacerdotes, saben que su consejo no se sigue, ¿por qué ha de ser malo resolver la cuestión de la población adoptando los medios físicos para evitar la concepción? No hay ninguna respuesta, como no sea una basada en dogmas anticuados. Y, claramente, la violencia a la naturaleza patrocinada por los teólogos es por lo menos tan grande como la que supone el control de la natalidad. Los teólogos prefieren la violencia a la naturaleza humana, que, cuando se practica triunfalmente, supone desdicha, envidia, la tendencia a la persecución y con frecuencia la locura. Yo prefiero una «violencia» a la naturaleza física de la misma clase, que la que supone la máquina de vapor y el uso del paraguas. Este ejemplo muestra lo ambigua e incierta que es la aplicación del principio de que debemos seguir la «naturaleza».

La naturaleza, incluso la naturaleza humana, cesarán cada vez más de ser un dato absoluto; cada vez más se convertirá en lo que ha hecho de ella la manipulación científica. La ciencia puede, si quiere, facilitar que nuestros nietos vivan una vida buena, dándoles conocimiento, dominio de sí mismos y caracteres que produzcan armonía en lugar de luchas. En la actualidad enseña a nuestros hijos a matarse entre sí porque muchos hombres de ciencia están dispuestos a sacrificar el futuro de la humanidad a su momentánea prosperidad. Pero esta fase pasará cuando los hombres hayan adquirido el mismo dominio sobre sus pasiones que tienen ya sobre las fuerzas físicas del mundo exterior. Entonces, por fin, habremos conquistado nuestra libertad.

¿Sobrevivimos a la muerte?

Este artículo fue publicado por primera vez en 1936, en un libro titulado «Los misterios de la vida y de la muerte». El artículo del obispo Barnes, a que se refiere Russell, apareció en la misma obra.

Antes de que podamos discutir provechosamente si continuamos existiendo después de la muerte, conviene aclarar en qué sentido un hombre es la misma persona que fue ayer. Los filósofos solían pensar que había sustancias definidas, el alma y el cuerpo, cada una de las cuales duraba de día a día; que un alma, una vez creada, continuaba existiendo por Siempre, mientras que el cuerpo cesaba temporalmente desde la muerte hasta la resurrección del mismo.

La parte de esta doctrina que concierne a la vida presente es casi seguramente falsa. La materia del cuerpo cambia continuamente mediante los procesos de la nutrición y el desgaste. Aun cuando esto no fuera así, en la física los átomos ya no se consideran dotados de una existencia continua; no tiene sentido el decir: este es el mismo átomo que existía hace unos pocos minutos. La continuidad de un cuerpo es un asunto de apariencia y de conducta, no de sustancia.

Lo mismo se aplica a la mente. Pensamos, sentimos y actuamos, pero no hay, además de los pensamientos, sentimientos y acciones, una entidad simple, la mente o el alma, que haga o sufra estas cosas. La continuidad mental de una persona es una continuidad de hábito y de memoria: ayer había una persona cuyos sentimientos recuerdo, y a esa persona la considero como mi yo de ayer; pero, en realidad, mi yo de ayer, era sólo ciertos sucesos mentales, recordados ahora y considerados como parte de la persona que los recuerda. Todo lo que constituye una persona es una serie de experiencias unidas por la memoria y por ciertas similitudes que llamamos hábito. Si, por lo tanto, hemos de creer que una persona sobrevive a la muerte, tenemos que creer que todos los recuerdos y costumbres que constituyen la persona continuarán exhibiéndose en una nueva serie de acontecimientos.

Nadie puede probar que esto no va a suceder. Pero es fácil ver que es muy improbable. Nuestros recuerdos y nuestros hábitos están unidos a la estructura del cerebro, del mismo modo que un río está unido a la estructura del cauce. El agua del río cambia siempre, pero sigue el mismo curso porque las lluvias anteriores han abierto un canal. Igualmente los acontecimientos anteriores han abierto un canal en el cerebro y nuestros pensamientos corren a lo largo de dicho canal. Ésta es la causa de los recuerdos y de los hábitos mentales. Pero el cerebro, como estructura, se disuelve con la muerte, y por lo tanto es de esperar que la memoria se disuelva también. No hay más razón para pensar lo contrario que el esperar que un río siga su mismo curso después de que un terremoto haya levantado una montaña donde solía haber un valle.

Toda memoria y, por lo tanto (se podría decir), todas las mentes, dependen de una propiedad que es muy notable en ciertas clases de estructuras materiales, pero que existe poco, si es que existe, en otras clases. Es la propiedad de formar hábitos como resultado de sucesos similares frecuentes. Por ejemplo: una luz brillante hace que se contraigan las pupilas de los ojos; y si repetidamente se pasa una luz ante los ojos de un hombre y al mismo tiempo se hace sonar un gong, finalmente, sólo el sonido del gong hará que se contraigan sus pupilas. Esto ocurre con el cerebro y el sistema nervioso, es decir, con una cierta estructura material. Se verá que hechos exactamente iguales explican nuestra respuesta al lenguaje y nuestro uso de él, los recuerdos y las emociones que éstos despiertan, nuestra conducta moral o inmoral y, en realidad, todo lo que constituye nuestra personalidad mental, excepto la parte determinada por la herencia. La parte determinada por la herencia pasa a la posteridad, pero no puede, en el individuo, sobrevivir a la desintegración del cuerpo. Así, tanto las partes heredadas como las adquiridas de una personalidad están de acuerdo con nuestra experiencia, unidas con las características de ciertas estructuras corporales. Todos sabemos que la memoria puede quedar destruida por una lesión del cerebro, que una persona virtuosa puede hacerse viciosa mediante la encefalitis letárgica, y que un niño inteligente se puede volver idiota por la carencia de yodo. En vista de tales hechos familiares, parece poco probable que la mente sobreviva a la destrucción total de la estructura del cerebro que ocurre con la muerte.

BOOK: Por qué no soy cristiano
5.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Michael's Mate by Lynn Tyler
Risen by Sharon Cramer
Out of the Dark by Quinn Loftis
Girlfriend Material by Melissa Kantor
Fatal Wild Child by Tracy Cooper-Posey
Deadly Blessings by Julie Hyzy
Falling in Love by Dusty Miller
The Surge by Roland Smith