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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (12 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
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No son los argumentos racionales sino las emociones lo que hace creer en la vida futura.

La más importante de estas emociones es el miedo a la muerte, útil instintiva y biológicamente. Si de veras creyésemos en la vida futura, cesaríamos completamente de temer a la muerte. Los efectos serían curiosos, y probablemente deplorables para la mayoría de nosotros. Pero nuestros antepasados humanos y subhumanos lucharon con sus enemigos y los exterminaron a través de muchas edades geológicas, enriqueciéndose con el valor; por lo tanto, es una ventaja de los vencedores en la lucha por la vida el poder, en ciertas ocasiones, vencer el natural miedo de la muerte. Entre los salvajes y los animales la pugnacidad instintiva basta para este fin; pero, en una cierta fase de desarrollo, como probaron primeramente los mahometanos, la creencia en el Paraíso tiene considerable valor militar como refuerzo de la belicosidad natural. Por lo tanto, debemos admitir que los militaristas tienen razón al fomentar la creencia en la inmortalidad, suponiendo siempre que esta creencia no se haga tan profunda que cause indiferencia por los asuntos mundanales.

Otra emoción que fomenta la creencia en la supervivencia es la admiración de la excelencia del hombre. Como dice el obispo de Birmingham: «Su mente es un instrumento superior a todo cuanto había aparecido antes que él; conoce el bien y el mal. Puede construir la Abadía de Westminster, puede construir un aeroplano, puede calcular la distancia del sol… Entonces, ¿puede el hombre perecer enteramente en la muerte? Ese instrumento incomparable, su mente, ¿se desvanece al cesar la vida?».

El Obispo pasa a argüir que «el universo ha sido hecho y está gobernado por un propósito inteligente» y que sería una falta de inteligencia el haber hecho al hombre para que pereciera.

Hay muchas respuestas a este argumento. En primer lugar, se ha hallado, en la investigación científica de la Naturaleza, que la intrusión de valores estéticos o morales, ha sido siempre un obstáculo para el descubrimiento. Solía pensarse que los cuerpos celestes tenían que moverse en círculos, porque el círculo es la curva más perfecta; que las especies tenían que ser inmutables, porque Dios sólo creaba lo perfecto y, por lo tanto, no había necesidad de mejora; que no debían combatirse las epidemias como no fuera mediante el arrepentimiento, porque eran un castigo del pecado, etc. La naturaleza es indiferente a nuestros valores, y sólo puede ser entendida ignorando nuestros conceptos del bien y del mal. El universo puede tener un fin, pero nada de lo que nosotros sabemos sugiere que, de ser así, ese propósito tiene alguna semejanza con los nuestros.

En esto no hay nada sorprendente. El doctor Barnes nos dice que el Hombre «conoce el bien y el mal». Pero en realidad, como demuestra la antropología, los conceptos que el hombre ha tenido del bien y del mal han variado de tal manera que ninguno de ellos ha sido permanente. Por lo tanto, no podemos decir que el hombre conoce el bien y el mal, sino sólo que algunos hombres lo conocen. ¿Qué hombres? Nietzsche argüía en favor de una ética profundamente distinta de la cristiana, y algunos gobiernos poderosos han aceptado sus enseñanzas. Si el conocimiento del bien y del mal es un argumento en favor de la inmortalidad, tenemos que decidir primero si creer en Cristo o en Nietzsche, y luego declarar que los cristianos son inmortales, pero que Hitler y Mussolini no lo son y viceversa. La decisión se hará obviamente en el campo de batalla, no en el estudio. Los que tengan el mejor gas venenoso tendrán la ética del futuro y por lo tanto serán los inmortales.

Nuestros sentimientos y creencias acerca del bien y del mal son, como todo lo demás que hay en torno a nosotros, hechos naturales desarrollados en la lucha por la existencia y que no tienen ningún origen divino o sobrenatural. En una de las fábulas de Esopo, un león ve cuadros de hombres cazando leones y advierte que, si él los hubiera pintado, los leones estarían cazando hombres. El hombre, dice el doctor Barnes, es un ser superior porque puede construir aeroplanos. Hace un tiempo había una canción popular acerca del talento de las moscas que andaban boca abajo por el techo, con el estribillo: «¿Podría hacerlo Lloyd George? ¿Podría hacerlo Mr. Baldwin? ¿Podría hacerlo Ramsay Macdonald? ¡No!». Con esta base se podría construir un argumento por una mosca de mente teológica, argumento que, sin duda, hallarían muy convincente la mayoría de las moscas.

Además, sólo cuando pensamos abstractamente tenemos una opinión tan alta del hombre. De los hombres, en concreto, la mayoría de nosotros piensa muy mal. Los estados civilizados gastan más de la mitad de sus ingresos en matar a los ciudadanos de los otros estados. Consideremos la larga historia de las actividades inspiradas por el fervor moral: los sacrificios humanos, las persecuciones de herejes, las cazas de brujas, los pogroms, hasta que se llega al exterminio en gran escala por medio de gases venenosos, que al menos uno de los colegas episcopales del doctor Barnes parece patrocinar, ya que sostiene que el pacifismo es anticristiano. ¿Son estas abominaciones, y las doctrinas éticas que las inspiran, realmente prueba de un Creador inteligente? ¿Y podemos realmente desear que los hombres que las practicaron vivan eternamente? El mundo en que vivimos puede ser entendido como resultado de la confusión y el accidente; pero, si es el resultado de un propósito deliberado, el propósito tiene que haber sido el de un demonio. Por mi parte, encuentro el accidente una hipótesis menos penosa y más verosímil.

¿Parece, señora? No, es

Este ensayo, escrito en 1899, no había sido publicado antes. Se reproduce aquí, principalmente, a causa de su interés histórico, ya que representa la primer revuelta de Russell contra la filosofía hegeliana de la cual era partidario en sus primeros días de Cambridge. Aunque su oposición a la religión no era en aquellos días tan pronunciada como lo ha sido desde la Primera Guerra Mundial, algunas de sus críticas estaban basadas en las mismas razones.

La filosofía, en los días en que era aún gorda y próspera, prometía a sus adeptos diversos e importantes servicios. Les ofrecía el consuelo en la adversidad, la explicación en la dificultad intelectual, la guía en la perplejidad moral. No es de extrañar que el Hermano Menor, cuando se le presentó un ejemplo de sus usos, exclamase con el entusiasmo de la juventud:

¡Qué encantadora es la divina Filosofía!
No es áspera y ceñuda como suponen los necios,
Sino musical como el laúd de Apolo.

Pero esos dichosos días han pasado. La filosofía, mediante las lentas victorias de su propia descendencia, se ha visto obligada a renunciar, una por una, a sus altas pretensiones. Las dificultades intelectuales, en su mayoría, han sido adquiridas por la ciencia; las ansiosas pretensiones de la filosofía, en relación con las pocas preguntas excepcionales que aún trata de contestar, se miran por la mayoría de la gente como un resto medieval, y están siendo rápidamente transferidas a la rígida ciencia de F. W. H. Myers. Las perplejidades morales —que hasta hace poco los filósofos asignaron sin vacilar a su dominio—, han sido entregadas por McTaggart y Bradley a los caprichos de la estadística y el sentido común. Pero el poder de dar consuelo —el último poder de los impotentes— pertenece, según McTaggart, aún a la filosofía. Esta noche yo deseo privar de su última posesión al decrépito padre de nuestros modernos dioses.

Parecería, a primera vista, que la cuestión podría quedar zanjada brevemente. «Sé que la filosofía puede consolar —podría decir McTaggart—, porque a mí me consuela ciertamente». Sin embargo, trataré de probar que las conclusiones que le consuelan son conclusiones que no emanan de su posición general, que, en realidad, no emanan reconocidamente, y que se conservan, al parecer, sólo porque le consuelan.

Como no quiero discutir la verdad de la filosofía, sino sólo su valor emocional, asumiré una metafísica que descanse en la distinción entre Apariencia y Realidad y consideraré la última como eterna y perfecta. El principio de tal metafísica podría ser resumido así: «Dios está en el Cielo; en el mundo todo está mal». Ésa es su última palabra. Pero podría suponerse que, como Dios está en el cielo, y siempre ha estado allí, podemos esperar que algún día baje a la Tierra, ya que no para juzgar a los vivos y a los muertos, al menos para recompensar la fe de los filósofos. Sin embargo, su larga resignación a una existencia puramente celestial parecería sugerir, con respecto a los asuntos de la Tierra, un estoicismo en el cual sería temerario fundar nuestras esperanzas.

Pero hablando seriamente: el valor emocional de una doctrina, como consuelo en la adversidad, parece depender de su predicción del futuro. El futuro, emocionalmente hablando, es más importante que el pasado, e incluso que el presente. «Es bueno todo lo que termina bien» es el aforismo unánime del sentido común. «Muchas mañanas tristes tienen como resultado un hermoso día» es optimismo; mientras que el pesimismo dice:

Muchas radiantes mañanas he visto
acariciar los montes con ojo soberano,
besar con su rostro de oro el verde de los prados,
pintar con celeste alquimia los pálidos arroyos.
Luego, permitiendo que las nubes pasasen
con negra angustia por su celeste rostro,
ocultando su faz del mundo desdichado,
huir invisibles al oeste con su deshonra.

Y así, emocionalmente, nuestra visión del universo, buena o mala, depende del futuro, o lo que sea; siempre nos preocupan las apariencias, y al menos que nos aseguren que el futuro va a ser mejor que el presente, es difícil ver dónde vamos a encontrar el consuelo.

Tan unido está el porvenir con el optimismo que el propio McTaggart, aunque todo su optimismo depende de la negación del tiempo, se ve impulsado a representar el Absoluto como un futuro estado de cosas, como «una armonía que algún día tiene que hacerse explícita». Sería poco amable seguir de cerca esta contradicción, ya que es principalmente McTaggart el que ha hecho que me dé cuenta de ella. Pero lo que sí quiero poner de manifiesto es que todo consuelo derivado de la doctrina de que la Realidad es eterna y eternamente buena se deriva, sola y exclusivamente, de esta contradicción. Una Realidad eterna no puede tener una relación más íntima con el futuro que con el pasado: si su perfección no ha aparecido hasta ahora, no hay razón para suponer que alguna vez lo hará; e indudablemente lo probable es que Dios se quede en el cielo. Podríamos, con igual propiedad, hablar de una armonía que fue explícita una vez; es posible que «mi pesar esté delante y mi dicha detrás»… y es obvio el poco consuelo que eso puede darnos.

Toda nuestra experiencia está unida al tiempo, y no es posible imaginar una experiencia eterna. Pero, aun cuando fuera posible, no podríamos, sin contradicción, suponer que llegaremos a tener dicha experiencia. Toda experiencia, por lo tanto, en cuanto puede mostramos la filosofía, probablemente se parecerá a la experiencia que conocemos; si ésta nos parece mala, ninguna doctrina de una Realidad distinta de las Apariencias puede damos la esperanza de algo mejor. Caemos, en realidad, en un dualismo inútil: por un lado, tenemos el mundo que conocemos, con sus acontecimientos, agradables y desagradables, sus muertes, fracasos y desastres; por el otro, un mundo imaginario, que llamamos el mundo de la Realidad, excusando, por la amplitud de la Realidad, la ausencia de todos los signos de que ese mundo existe realmente. Ahora, la única base que tenemos de ese mundo de Realidad es que ésa habría podido ser la Realidad, si pudiéramos comprenderla. Pero si el resultado de nuestra construcción puramente ideal resulta tan diferente del mundo que conocemos —del mundo real, en verdad—; si, además, la consecuencia de esta construcción es que nunca experimentaremos el llamado mundo de la Realidad, excepto en el sentido de que ya no experimentaremos nada más, no puedo ver el consuelo de los males presentes que hemos ganado con nuestra metafísica. Tomemos, por ejemplo, la cuestión de la inmortalidad. La gente desea la inmortalidad, ya como una compensación de las injusticias de este mundo, ya, lo cual es un motivo más respetable, para tener la posibilidad de encontrar después de la muerte a los seres queridos. Este último deseo lo sentimos todos, y si la filosofía fuera capaz de satisfacerlo le quedaríamos muy agradecidos. Pero la filosofía, a lo sumo, sólo puede asegurarnos que el alma es una realidad eterna.

El tiempo en que esta realidad pudiera manifestarse no viene al caso y no hay en tal doctrina una inferencia legítima de la existencia después de la muerte. Keats puede lamentar aún:

¡Nunca volveré a verte,
ni gozaré jamás el mágico poder
del amor irreflexivo!

Y no le consolará mucho que le digan que aquella «hermosa criatura de una hora» no es una frase metafísicamente exacta. Sigue siendo cierto que «vendrá el Tiempo y se llevará mi amor», y que «este pensamiento es igual que una muerte que no puede elegir, sino llorar por tener lo que teme perder». Y eso ocurre con todas las partes de las doctrinas de una Realidad eternamente perfecta. Lo que ahora parece malo —y la lamentable prerrogativa del mal es que parecerlo es serlo—, lo que ahora se manifiesta malo, puede seguir siéndolo, por lo que sabemos, eternamente, para atormentar a nuestros últimos descendientes. Y en tal doctrina no hay, a mi entender, el menor vestigio de consuelo.

Es cierto que el Cristianismo y todos los optimismos anteriores han representado al mundo como eternamente regido por una Providencia benéfica, y por ello metafísicamente buena. Pero esto ha sido, en el fondo, sólo un medio de probar la futura excelencia del mundo; de probar, por ejemplo, que los buenos serían dichosos después de la muerte. Siempre ha sido esta deducción —ilegítimamente hecha, claro está—, la que ha dado consuelo. «Es un buen hombre y terminará bien».

Puede decirse, en realidad, que hay consuelo en la mera doctrina abstracta de que la Realidad es buena. Yo no acepto la prueba de esta doctrina, pero, aunque sea cierta, no comprendo por qué debe ser consoladora. Pues la esencia de mi argumento es que la Realidad, tal como la construye la Metafísica, no tiene ninguna relación con el mundo de la experiencia. Es una abstracción vacía, de la cual no se puede hacer válidamente ninguna deducción en cuanto al mundo de la apariencia, en cuyo mundo, sin embargo, están todos nuestros intereses. Incluso el puro interés intelectual del cual nace la metafísica es un interés de explicar el mundo de la apariencia. Pero, en lugar de explicar este mundo real, palpable y sensible, la metafísica construye un mundo fundamentalmente diferente, tan diferente, tan desconectado con la experiencia real, que el mundo de la experiencia diaria no es afectado por él y, de este modo, es como si no hubiera un mundo de la Realidad. Si al menos se permitiera mirar el mundo de la Realidad como «otro mundo», como una ciudad celestial, existente en los cielos, podría haber sin duda consuelo en el pensamiento de que otros han tenido la perfecta experiencia de que nosotros carecemos. Pero decirnos que nuestra experiencia, tal como la conocemos, es esa perfecta experiencia tiene que dejarnos fríos, ya que no prueba que nuestra experiencia es mejor de lo que es. Por otra parte, decir, que nuestra experiencia real no es la experiencia perfecta construida por la filosofía, es cortar la única clase de existencia que puede tener la realidad filosófica, ya que Dios en el cielo no puede ser mantenido independientemente. Entonces, o nuestra experiencia existente es perfecta —lo cual es una frase vacía, que deja el tema como antes— o no hay experiencia perfecta y nuestro mundo de la Realidad, como nadie lo experimenta, existe sólo en los libros de metafísica. En cualquier caso, a mi parecer, no podemos hallar en la filosofía los consuelos de la religión.

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