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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (20 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
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Cuando digo que a los niños se les debe hablar del sexo, no quiero dar a entender que se les debe decir sólo los hechos fisiológicos escuetos; debe decírseles todo lo que deseen saber. No se debe tratar de pintar a los adultos más virtuosos de lo que son, o de hablar del sexo como de algo que sólo ocurre dentro del matrimonio. No hay excusa para engañar a los niños. Y cuando, como tiene que suceder en las familias convencionales, hallan que sus padres han mentido, pierden la confianza en ellos, y se sienten justificados para mentirles a su vez. Hay hechos que yo no impondría a un niño, pero le diría cualquier cosa antes que una mentira. La virtud basada en un falso criterio de los hechos no es virtud verdadera. Hablando no sólo teóricamente, sino por experiencia práctica, estoy convencido de que la completa franqueza en los asuntos sexuales es el mejor modo de impedir que los niños piensen excesiva, sucia o insanamente acerca de ellos, y es además el preliminar casi indispensable de una moral sexual esclarecida.

En lo respectivo a la conducta sexual adulta, no es nada fácil llegar a un acuerdo racional entre las consideraciones antagónicas, cada una de las cuales tiene su propia validez. La dificultad fundamental es, claro está, el conflicto entre el impulso de los celos y el impulso de la variedad sexual. Ninguno de ellos, es cierto, es universal: hay gentes (aunque son pocas) que no son nunca celosas, y hay otras (tanto hombres como mujeres) cuyos afectos no se apartan jamás de la pareja elegida. Si cualquiera de estos tipos pudiera hacerse universal, sería fácil concebir un código satisfactorio. Sin embargo, hay que reconocer que cualquiera de los tipos puede hacerse más común mediante los convencionalismos destinados a tal fin.

Queda mucho terreno que cubrir por una ética sexual completa, pero no creo que pueda decirse nada positivo hasta que tengamos más experiencia tanto de los efectos de los varios sistemas como de los cambios resultantes de una educación racional en materia de sexo. Es claro que el matrimonio, como institución, sólo debe interesar al Estado por los hijos, y se le debe considerar como un asunto puramente privado cuando los hijos no existen. También resulta claro que, incluso cuando hay hijos, el Estado tiene interés solamente en los deberes de los padres, que son principalmente financieros. Donde el divorcio es fácil, como ocurre en Escandinavia, los hijos generalmente se quedan con la madre, de modo que la familia patriarcal tiende a desaparecer. Si, ocurre cada vez más cuando se trata de jornaleros, el Estado toma a su cargo los deberes que hasta ahora han sido de los padres, el matrimonio dejará de tener razón de ser y probablemente sólo se efectuará entre los ricos y religiosos.

Entretanto, convendría que los hombres y las mujeres recordasen en las relaciones sexuales, en el matrimonio y en el divorcio, la práctica de las virtudes ordinarias de la tolerancia, la amabilidad, la sinceridad y la justicia. Los que, conforme a patrones convencionales, son sexualmente virtuosos, se consideran con demasiada frecuencia no obligados a proceder como seres humanos decentes. La mayoría de los moralistas han tenido tal obsesión del sexo que han descuidado otras clases de proceder éticamente laudables y mucho más útiles socialmente.

La libertad y las universidades

Este artículo fue originalmente publicado en mayo de 1940, poco después de que el juez McGeehan hallase que Russell era «indigno» de ser profesor de la Universidad de la Ciudad de Nueva York.

I

Antes de discutir el presente estado de la libertad académica, conviene considerar lo que entendemos por este término. La esencia de la libertad académica es que los profesores deben ser elegidos por su conocimiento del tema que van a enseñar, y que los jueces de este conocimiento deberían ser otros especialistas. Si un hombre es un buen matemático, un buen físico o un buen químico, sólo pueden juzgarlo otros matemáticos, físicos o químicos. Sin embargo, por éstos puede ser juzgado con un buen grado de unanimidad.

Los enemigos de la libertad académica sostienen que hay que tomar en consideración otras condiciones aparte del conocimiento que tenga un hombre de su especialidad. Debe, según ellos, no expresar nunca una opinión contraria a la de los que detentan el poder. Este criterio ha sido vigorosamente defendido por los Estados totalitarios. Rusia no ha disfrutado jamás de una libertad académica excepto durante el breve reinado de Kerensky, pero creo que ahora tiene menos aun que en el tiempo de los zares. Alemania, antes de la guerra, aunque carecía de muchas formas de libertad, reconocía bastante bien el principio de la libertad en la enseñanza universitaria. Ahora todo eso ha cambiado, con el resultado de que, con pocas excepciones, los eruditos más capaces de Alemania están desterrados. En Italia, aunque en una forma más suave, hay una tiranía similar en las universidades. En las democracias occidentales se reconoce generalmente que este estado de cosas es deplorable. Sin embargo, no puede negarse que hay tendencias que podrían conducir a males semejantes.

Ese peligro no puede evitarlo la democracia por sí sola. Una democracia en la cual la mayoría ejerce sus poderes sin restricción puede ser tan tiránica como una dictadura. La tolerancia de las minorías es parte esencial de una prudente democracia, pero esa parte no se recuerda siempre lo bastante.

Con relación a los profesores de universidad, estas consideraciones generales están reforzadas por algunas especialmente aplicables a su caso. Los profesores de universidad deben ser hombres con conocimiento y experiencia especiales que les permitan enfocar las controversias de un modo que arroje luz sobre ellas. El decretar que deben guardar silencio en las controversias es privar a la comunidad del beneficio que podría derivarse de su aprendizaje de la imparcialidad. El Imperio Chino, hace muchos siglos, reconoció la necesidad de la crítica y, por lo tanto, estableció una Junta de Censores, consistente en hombres con fama de erudición y sabiduría dotados del derecho de sacar las faltas al Emperador y a su gobierno. Desgraciadamente, como todo lo demás en la China tradicional, esta institución se hizo convencional. Había ciertas cosas que los censores podían censurar, en especial el excesivo poder de los eunucos, pero si se metían en los campos no convencionales de la crítica, el Emperador solía olvidarse de la inmunidad otorgada. Gran parte de esto sucede entre nosotros. La crítica se permite en un amplio campo, pero cuando se la considera realmente peligrosa, su autor es castigado en alguna forma.

La libertad académica en este país está amenazada por dos lados: la plutocracia y las iglesias, que luchan entre sí por establecer una censura económica y teológica. Ambas se ponen de acuerdo para lanzar la acusación de comunista a cualquier persona cuyas opiniones les desagradan. Por ejemplo, yo he observado con interés que, aunque he criticado severamente al Gobierno soviético desde 1920, y aunque recientemente he expresado la opinión categórica de que es por lo menos un Gobierno tan malo como el de los nazis, mis críticos ignoran todo esto y citan triunfantemente la una o dos frases en las que, en momentos de esperanza, he sugerido la posibilidad de que finalmente viniera algo bueno de Rusia.

La técnica de tratar con hombres cuyas opiniones no son del agrado de ciertos grupos de individuos poderosos ha sido perfeccionada y constituye un gran peligro para el progreso ordenado. Si el hombre de que se trata es joven aún y relativamente oscuro, sus superiores pueden ser inducidos para que le acusen de incompetencia profesional, y quizás se acabe con él silenciosamente. Cuando se trata de hombres más viejos demasiado bien conocidos para que estos métodos tengan éxito, se despierta la hostilidad del público mediante la tergiversación. La mayoría de los maestros, naturalmente no quieren exponerse a tales riesgos, y evitan el dar pública expresión a sus opiniones menos ortodoxas. Éste es un peligroso estado de cosas mediante el cual la inteligencia desinteresada se ahoga parcialmente, y las fuerzas conservadoras y oscurantistas se persuaden de que pueden permanecer triunfantes.

II

El principio de la democracia liberal, que inspiró a los fundadores de la Constitución Americana, fue que las controversias se decidieran mediante la discusión, no por la fuerza. Los liberales han mantenido siempre que las opiniones deben ser formadas por el debate libre, no permitiendo que sólo se oiga a uno de los lados. Los Gobiernos tiránicos, tanto antiguos como modernos, han mantenido el criterio contrario. Por mi parte no veo la razón de abandonar la tradición liberal en esta materia. Si ostentase el poder, no trataría de evitar que se oyese a mis contrarios. Trataría de proporcionar iguales facilidades para todas las opiniones, y dejaría el resultado a las consecuencias de la discusión y el debate. Entre las víctimas académicas de la persecución alemana en Polonia, hay, que yo sepa, algunos lógicos eminentes que son católicos ortodoxos. Haría cuanto estuviese en mi poder para proporcionar puestos académicos a estos hombres, a pesar de que sus correligionarios no hacen lo mismo.

La diferencia fundamental entre el criterio liberal y el que no lo es consiste en que el primero considera todas las cuestiones abiertas a la discusión y todas las opiniones sujetas a la duda en menor o mayor medida, mientras que el último sostiene por adelantado que ciertas opiniones son absolutamente indudables y que no deben permitirse los argumentos contra ellas. Lo curioso de esta opinión es la creencia de que, si se permitiese la investigación imparcial, llevaría a los hombres a la conclusión errónea, y que por lo tanto la ignorancia es la única salvaguardia del error. Este punto de vista no puede ser aceptado por ningún hombre que desee que la razón, en lugar del prejuicio, gobierne los actos humanos.

El criterio liberal nació en Inglaterra y Holanda a fines del siglo XVII, como una reacción contra las guerras religiosas. Estas guerras se habían librado con gran furia durante ciento treinta años sin producir la victoria de ninguno de los partidos. Cada partido tenía la absoluta certidumbre de que la razón era suya y que su victoria era de una importancia suprema para la humanidad. Al final, los hombres sensatos se cansaron de la lucha indecisa y decidieron que ambos bandos estaban equivocados en su dogmática certidumbre. John Locke, que expresó el nuevo punto de vista tanto en la filosofía como en la política, escribió al comienzo de una era de tolerancia creciente. Puso de relieve la falibilidad de los juicios humanos, e inauguró una era de progreso, que duró hasta 1914. Debido a la influencia de Locke y de su escuela, los católicos fueron tolerados en los países protestantes, y los protestantes en los países católicos. En lo relativo a las controversias del siglo XVII, los hombres han aprendido la lección de la tolerancia, pero, con respecto a las nuevas controversias surgidas desde el final de la Gran Guerra, las sabias máximas de los filósofos del liberalismo han sido olvidadas. Ya no nos horrorizan los cuáqueros como les horrorizaban a los sinceros cristianos de la corte de Carlos II, pero nos horrorizan los hombres que aplican a los problemas actuales el mismo criterio y los mismos principios que los cuáqueros del siglo XVII aplicaban a los problemas de su época. Las opiniones que no aceptamos adquieren una cierta respetabilidad con la antigüedad, pero una opinión nueva no compartida por nosotros nos escandaliza invariablemente.

Hay dos criterios posibles en cuanto al funcionamiento adecuado de la democracia. Según uno de ellos, las opiniones de la mayoría deben prevalecer absolutamente en todos los campos. Según el otro, cuando no es necesaria una decisión común, deben estar representadas diferentes opiniones, en proporción a su número. Los resultados prácticos de estos dos criterios son muy diferentes. De acuerdo con el primer criterio, cuando la mayoría ha decidido en favor de alguna opinión no debe dejarse que se exprese otra, o, si se expresa, tiene que estar limitada a canales oscuros y carentes de influencia. Según el otro criterio, las opiniones minoritarias deben tener las mismas oportunidades de expresión que se dan a las mayoritarias, sólo que en un grado menor.

Esto se aplica en particular a la enseñanza. El hombre o la mujer que va a desempeñar un puesto docente oficial no debe ser obligado a ostentar las opiniones de la mayoría, aunque, naturalmente, la mayoría de los maestros lo haría. La uniformidad de opiniones en los maestros no debe ser buscada, sino, de ser posible, evitada, ya que la diversidad de opinión entre los preceptores es esencial a cualquier educación sana. Ningún hombre puede pasar por educado cuando sólo ha oído hablar de un aspecto de las cuestiones que dividen al público. Una de las cosas más importantes que se debe enseñar en los establecimientos docentes de una democracia es el poder de sopesar argumentos, y el tener la mente abierta y preparada de antemano a aceptar el argumento que le parezca más razonable. En cuanto se impone una censura en las opiniones que los profesores pueden expresar, la educación deja de realizar sus fines y tiende a producir, en lugar de una nación de hombres, un rebaño de fanáticos. Desde el fin de la Gran Guerra, la gazmoñería fanática ha renacido hasta hacerse, en una gran parte del mundo, tan virulenta como durante las guerras de religión. Todos los que se oponen a la discusión libre y tratan de imponer una censura de las opiniones que afectan a los jóvenes aumentan la gazmoñería y hunden al mundo en el abismo de la lucha y la intolerancia, del cual le fueron sacando gradualmente Locke y sus coadjutores.

Hay dos cuestiones que no han sido distinguidas suficientemente: una es la mejor forma de gobierno; la otra, las funciones de gobierno. Yo no dudo de que la democracia es la mejor forma de gobierno, pero puede descarriarse, como cualquier otra forma, en cuanto a las funciones de gobierno. Hay ciertos asuntos en los cuales es necesaria la acción común; en éstos, la acción común tiene que decidirla la mayoría. Hay otros asuntos en los cuales la decisión común no es necesaria ni deseable. Estos asuntos incluyen la esfera de opinión. Como hay una tendencia natural en los que ostentan el poder en ejercitarlo hasta el máximo, es una salvaguardia de la tiranía el que haya instituciones y organismos que posean, en la practica o en la teoría, una cierta independencia ilimitada del Estado. Tal libertad, existente en los países que derivan sus civilizaciones de Europa, puede ser seguida históricamente hasta el conflicto entre la Iglesia y el Estado en la Edad Media. En el Imperio Bizantino, la Iglesia estaba sometida al Estado, y a esto se debe la total ausencia de cualquier tradición de libertad en Rusia, cuya civilización derivaba de Constantinopla. En Occidente la Iglesia Católica y, luego, las diversas sectas protestantes gradualmente adquirieron ciertas libertades frente al Estado.

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