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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (17 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
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No creo, sin embargo, que debamos estar de acuerdo con la mujer bien que cité hace un momento y condenar la pena capital sólo porque el verdugo no suele ser una persona bien. Para ser una persona bien es necesario estar protegido de los rudos contactos con la realidad, y los destinados a realizar la protección no pueden compartir lo que preservan. Imagínese, por ejemplo, un naufragio en un navío que transporte diversos trabajadores de color; las pasajeras de primera clase, todas ellas presumiblemente mujeres bien, tienen que ser salvadas primero, pero, para que esto suceda, tiene que haber hombres que impidan que los negros salten a los botes y esto es raro que lo consigan por medios agradables. Las mujeres salvadas, en cuanto han sido salvadas, comenzarán a lamentar la suerte de los pobres negros que se han ahogado, pero su ternura es sólo posible por los hombres rudos que las defendieron.

En general, la gente bien deja la policía del mundo en manos de asalariados, porque piensan que ese trabajo no es propio de una persona bien. Sin embargo, hay un departamento que no delegan, el departamento de la difamación y el escándalo. La gente podría ser colocada en una jerarquía de bondad por el poder de su lengua. Si A habla contra B y B habla contra A, se convendrá generalmente por la sociedad donde viven que uno de ellos está ejercitando un deber público, mientras que el otro se mueve por el despecho; el que ejercita el deber público es la persona más bien de los dos. Así por ejemplo, una profesora es más bien que su auxiliar, pero la dama que ocupa un lugar en el Consejo de Educación es más bien que las dos. Una charla bien dirigida puede quitar a su víctima los medios de vida, e incluso cuando no se logra este resultado extremo, puede convertir en paria a una persona. Es, por lo tanto, una gran fuerza y debemos estar agradecidos de que esté en manos de la gente bien.

La principal característica de la gente bien es la costumbre laudable de mejorar la realidad. Dios hizo el mundo, pero la gente bien piensa que ellos podrían haberlo hecho mejor. Hay muchas cosas en la obra divina que, aunque sería blasfemo desear que fueran de otro modo, convendría no mencionar. Los teólogos han sostenido que si nuestros primeros padres no hubieran comido la manzana, la raza humana habría sido producida por alguna inocente forma de vegetación, como dice Gibbon. El plan divino, en este respecto, es seguramente misterioso. Está muy bien mirarlo, como hacen los susodichos teólogos, a la luz del castigo del pecado, pero lo malo de este criterio es que mientras esto puede ser un castigo para la gente bien, los otros, ay, lo encuentran muy agradable. Parecería, por lo tanto, como si el castigo estuviera destinado a los que no les correspondía. Uno de los fines principales de la gente bien es recompensar esta injusticia indudablemente no intencionada. Tratan de asegurar que la forma de vegetación biológicamente ordenada se practique furtiva o frígidamente y que los que la practiquen furtivamente, al ser descubiertos, queden en poder de la gente bien, debido al daño que les pueden causar con el escándalo. También tratan, de conseguir que se sepa algo acerca del tema de un modo decente; tratan de que el censor prohíba los libros y las piezas teatrales que presenten el tema de un modo que no sea un motivo de malévola burla; esto lo logran siempre que tengan en su mano las leyes y la policía. No se sabe por qué el Señor hizo el cuerpo humano como lo hizo, ya que se supone que la omnipotencia podría haberlo hecho de modo que no escandalizase a la gente bien. Sin embargo, quizás hay una buena razón. En Inglaterra ha habido, desde el advenimiento de la industria textil en Lancashire, una estrecha alianza entre los misioneros y el comercio del algodón, pues los misioneros enseñan a los salvajes a cubrir el cuerpo humano, y con ello aumentan la demanda de artículos de algodón. Si el cuerpo humano no tuviera nada de vergonzoso, el comercio textil habría perdido esta fuente de ingresos. Este ejemplo demuestra que no debemos temer nunca que la extensión de la virtud disminuya nuestros beneficios.

El que inventó la frase «la verdad desnuda» había percibido una importante relación. La desnudez, escandaliza a la gente honrada y lo mismo sucede con la verdad. Cualesquiera que sean los intereses de uno, pronto se verá que la verdad es algo que la gente bien no admite en su conciencia. Siempre que he tenido la desgracia de estar presente en un tribunal durante la audiencia de un caso del cual yo tenía algún conocimiento de primera mano, me ha sorprendido el hecho de que no hay una cruda verdad que pueda penetrar en esos augustos portales. La verdad que penetra en la sala de un tribunal no es la verdad desnuda sino la verdad con toga, tapadas sus partes menos decentes. No digo que esto se aplique a los juicios de crímenes claros, como el asesinato o el robo, sino a todos los que tienen un elemento de prejuicio, como los juicios políticos, o los juicios por obscenidad. Creo, en este respecto, que Inglaterra es peor que Norteamérica pues Inglaterra ha perfeccionado el dominio casi invisible y semiinconsciente de todo lo desagradable mediante los sentimientos de decencia. Si se quiere mencionar en un tribunal de justicia cualquier hecho inasimilable, se hallará que el hacerlo es contrario a las leyes de la prueba y que, no sólo el juez y el abogado de la parte contraria, sino el propio abogado evitarán que el hecho se mencione.

La misma clase de irrealidad invade la política, debido a los sentimientos de la gente bien. Si se trata de convencer a una persona bien de que un político de su partido es un mortal ordinario, en nada mejor que el grueso de la humanidad, rechazará indignadamente la sugestión. Por consiguiente, los políticos necesitan aparecer inmaculados. En la mayoría de las ocasiones, los políticos de todos los partidos se unen tácitamente para evitar que se sepa cualquier cosa que dañe a la profesión, pues la diferencia de partido generalmente divide menos a los políticos de lo que los une la identidad de profesión. De esta manera, la gente bien puede conservar la pintura amable de los grandes hombres de la nación, y a los niños de la escuela se les puede hacer creer que la eminencia sólo se alcanza mediante grandes virtudes. Hay, es cierto, épocas excepcionales en que la política se hace realmente áspera y, en todos los tiempos, hay políticos que no son considerados lo bastante respetables para pertenecer a ese gremio extraoficial. Parnell, por ejemplo, fue primero inútilmente acusado de colaborar con asesinos, y luego victoriosamente convicto de un delito contra la moralidad, como el que, claro está, ninguno de sus acusadores había soñado cometer. En nuestros días, los comunistas en Europa y los radicales extremistas y agitadores sindicales en Estados Unidos están fuera del palio; ninguna corporación de gente bien les admira y, si delinquen contra el código convencional, no deben esperar merced. De este modo, las convicciones morales de la gente bien se unen con la defensa de la propiedad, y así prueban una vez más su inestimable valor.

La gente bien mira con recelo el placer donde lo ve. Saben que el que aumentó la ciencia aumentó el dolor, y por lo tanto suponen que al aumentar el dolor se aumenta la ciencia. Por lo tanto, creen que al difundir el dolor difunden la sabiduría; como la sabiduría es más preciosa que los rubíes se sienten justificados al pensar que realizan el bien cuando hacen esto. Por ejemplo, construyen un parque de diversiones infantiles con el fin de convencerse de que son filantrópicos, y luego imponen tantas regulaciones para su uso que ningún niño disfrutará allí como en la calle. Hacen cuanto pueden para impedir que los teatros y lugares de recreo estén abiertos los domingos, porque es el día en que se pueden utilizar. A las empleadas jóvenes se les impide que hablen con los jóvenes. La gente más bien, que yo he conocido ha llevado esta actitud al seno de la familia y ha hecho que sus hijos jueguen sólo a juegos instructivos. Sin embargo, lamento decirlo, este grado de bondad se está haciendo menos común. Antiguamente se enseñaba a los niños que:

Dios con un golpe de su vara todopoderosa
envía rápidamente al infierno a los jóvenes pecadores.

Y se entendía que esto ocurriría si los niños eran turbulentos o se dedicaban a cualquier actividad no aprobada por el clero. La educación basada en este punto de vista se expresa en
The Fairchild Family
, una obra valiosísima acerca de cómo se puede producir gente bien. Sin embargo, conozco muy pocos padres que en la actualidad vivan de acuerdo con estas altas normas. Se ha hecho tristemente común el deseo de que los niños disfruten, y es de temer que los que han sido educados de acuerdo con estos relajados principios no muestren cuando sean mayores el adecuado horror al placer.

Me temo que se esté acabando la época de la gente bien; dos cosas la matan. La primera es la creencia de que no hay peligro en ser feliz con tal de que no se haga daño a nadie; la segunda es el asco de la farsa, un asco tanto estético como moral. Ambas rebeldías fueron fomentadas por la guerra, cuando la gente bien de todos los países estaban en el gobierno, y en nombre de la más alta moralidad inducían a los jóvenes a matarse los unos a los otros. Cuando todo hubo terminado, los sobrevivientes comenzaron a preguntarse si las mentiras y las miserias inspiradas por el odio constituían la más alta virtud. Me temo que pase algún tiempo antes de que se les pueda convencer para que acepten esta doctrina fundamental de toda ética realmente elevada.

La esencia de la gente bien es que odian la vida tal como se manifiesta en las tendencias de cooperación, en la turbulencia infantil y sobre todo en el sexo, cuyo pensamiento les produce obsesión. En una palabra, la gente bien es la gente de mente sucia.

La nueva generación

Este trozo es la introducción de Russell al libro «La Nueva Generación» (Londres, George Alien Unwin Ltd.), que contenía contribuciones de varios famosos psicólogos y especialistas de las ciencias sociales. En relación con la observación de Russell de que sólo en Rusia «el Estado no está en las garras de los prejuicios morales y religiosos», hay que destacar que fue escrito en 1930. En los posteriores años del régimen de Stalin, todas las tentativas de establecer un código racional de moralidad sexual fueron abandonadas y la legislación en esta esfera se hizo tan represiva y puritana como en los países occidentales. El propio Russell predijo la probabilidad de tal acontecimiento en 1920.

En las siguientes páginas han sido tratadas por especialistas de temas diversos varias ramas de conocimiento que afectan al bienestar de los niños y las relaciones de los hijos con sus padres. Como introducción a estos estudios, yo me propongo considerar el modo en que el nuevo conocimiento ha transformado, y probablemente va a transformar aun más, las relaciones biológicas tradicionales. Pienso no sólo ni siquiera principalmente en los efectos deliberados del conocimiento, sino también, y más particularmente, en el conocimiento como fuerza natural que produce resultados inesperados y curiosos. Estoy seguro de que James Watt no deseaba establecer una familia matriarcal; sin embargo, al hacer posible que los hombres durmiesen en lugares distantes del lugar de su trabajo, procuró este efecto en una gran parte de nuestras poblaciones urbanas. El lugar del padre en la familia suburbana moderna es muy chico; especialmente si juega al golf, cosa que generalmente hace. Es un poco difícil ver lo que compra cuando paga por sus hijos, y a no ser por la tradición, podría dudarse de que considere a los hijos como un buen negocio. La familia patriarcal en sus mejores épocas daba a un hombre inmensas ventajas: le daba hijos que le mantendrían en su vejez y le defenderían contra sus numerosos enemigos. Ahora en todas esas clases en las cuales los hombres viven de sus inversiones o de sus ahorros, el hijo nunca es ventajoso financieramente para el padre, por mucho que vivan ambos.

El nuevo conocimiento es la causa de los cambios económicos y psicológicos que hacen nuestra época a la vez difícil e interesante. Antiguamente, el hombre estaba sometido a la naturaleza: a la naturaleza inanimada, con respecto al clima y a la fecundidad de las cosechas; a la naturaleza humana, con respecto a los impulsos ciegos que le impulsaban a procrear y a combatir. El sentimiento de impotencia resultante era utilizado por la religión para transformar el miedo en deber y la resignación en virtud. El hombre moderno, del cual aún sólo existen pocas muestras, tiene un criterio diferente. El mundo material no es para él algo que se acepta con agradecimiento o con oraciones de súplica: es la materia prima para su manipulación científica. Un desierto es un lugar al cual hay que llevar agua; una comarca pantanosa donde hay malaria es un lugar que hay que desecar. Ni al uno ni a la otra se permite el mantenimiento de su hostilidad natural hacia el hombre, ya que en nuestra lucha con la naturaleza física no tenemos necesidad de Dios para que nos ayude contra Satán. Lo que quizás no se aprecia tanto es que ha comenzado un cambio esencialmente parecido con respecto a la naturaleza humana. Se ha puesto en claro que, mientras el individuo puede tener dificultad en alterar deliberadamente su carácter, el psicólogo, si se le deja actuar con libertad en los niños, puede manipular la naturaleza humana con la misma libertad con que los californianos manipulan el desierto. Ya no es Satán quien hace el pecado, sino el desequilibrio glandular y el medio desfavorable.

Quizás en este punto el lector esperará una definición del pecado. Sin embargo, esto no tiene dificultad: pecado es lo que desagrada a los que dirigen la educación.

Hay que confesar que esta situación pone una nueva y grave responsabilidad sobre los que ostentan el poder científico. Hasta ahora, la humanidad ha sobrevivido porque, por muy necios que fueran sus propósitos, no tenía el conocimiento necesario para lograrlos. Ahora que dispone de tal conocimiento se está haciendo imperativo un mayor grado de sabiduría acerca de los fines de la vida. Pero ¿va a hallarse tal sabiduría en nuestra turbada época?

Las reflexiones generales anteriores están destinadas a sugerir que todas nuestras instituciones, incluso las más íntimamente unidas con lo que se acostumbraba a llamar instinto, están destinadas, en un futuro próximo, a hacerse más deliberadas y conscientes de lo que han sido hasta ahora, y esto debe aplicarse en particular a la procreación y a la educación de los niños. El nuevo modo puede ser mejor que el antiguo; pero puede fácilmente ser peor. Mas los nuevos conocimientos de nuestra época han sido lanzados tan rudamente en el mecanismo de la conducta tradicional que las normas antiguas no pueden sobrevivir; se han hecho imperativas nuevas normas, para bien o para mal.

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