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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (10 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Piotr Leontich, que ya estaba pálido, pero que se sostenía aún firmemente sobre sus piernas, se acercó a la pequeña
izba
y pidió una copa de coñac. Ania se ruborizó, esperando que dijera algo impropio (sentía vergüenza de tener un padre tan pobre y tan ordinario), pero él bebió, le arrojó de su paquetito un billete de diez rublos y se alejó dignamente, sin decir una sola palabra. Poco tiempo después ella lo vio con una pareja en el
grand rond
y esta vez ya se tambaleaba algo y lanzaba exclamaciones, con gran confusión de su dama; Ania recordó cómo, hacía unos tres años, en un baile, su padre se había tambaleado y gritado de manera parecida, y el asunto concluyó con la llegada del subcomisario que lo llevó a su casa a dormir y al día siguiente el director del colegio amenazó con despedirlo… ¡Qué inoportuno era aquel recuerdo!

Cuando en las pequeñas
izbas
se habían apagado los
samovares
y las fatigadas benefactoras habían entregado la ganancia a la señora de la piedra en la boca, Artynov condujo a Ania, del brazo, a la sala en que fue servida la cena para todas las participantes en la feria. Los comensales no pasaban de veinte personas, pero la cena fue muy ruidosa. Su excelencia pronunció un brindis: «En este comedor lujoso será apropiado beber una copa por el florecimiento de comedores baratos, que fueron el objeto de la feria de hoy». El general de brigada brindó «por la fuerza ante la cual afloja hasta la artillería» y todos comenzaron a colocar sus copas con las de las damas. ¡Fue una cena muy, pero muy alegre!

Cuando a Ania la acompañaban a su casa ya amanecía y las cocineras iban al mercado. Alegre, embriagada, llena de nuevas impresiones y rendida, se desvistió, se dejó caer en la cama y se durmió enseguida…

Después de la una de la tarde la despertó la doncella, anunciándole la visita del señor Artynov. Se vistió rápidamente y fue a la sala. Poco más tarde llegó su excelencia para agradecer su participación en la feria de beneficencia. Dirigiéndole miradas melosas y masticando con los labios, le besó la mano, pidió permiso para visitarla otras veces y se fue, mientras que ella quedó parada en medio de la sala, sorprendida, hechizada, sin poder creer que el cambio de su vida, el asombroso cambio, hubiese ocurrido tan pronto; y en ese momento entró su marido, Modest Alekseich… Se detuvo delante de ella con la misma expresión dulzona, aduladora y respetuosa del lacayo que se ve en presencia de personas ilustres y poderosas; y con entusiasmo, con indignación, con desprecio, segura ya de que nada tenía que temer, ella le dijo, subrayando cada palabra:

—¡Váyase, imbécil!

A partir de entonces Ania no tenía ya un solo día libre, ya que, si no tomaba parte en un
pic-nic
, asistía a un paseo o a un espectáculo. Todas las noches regresaba al amanecer y se acostaba en la sala, en el suelo, y luego, de un modo conmovedor, contaba a todo el mundo cómo dormía bajo las flores. Necesitaba mucho dinero, pero ya no le tenía miedo a Modest Alekseich y gastaba su dinero como si fuera el suyo propio; no se lo pedía ni exigía, se limitaba a enviarle las cuentas o las esquelas: «Sírvase entregar al portador doscientos rublos» o «Pague inmediatamente cien rublos».

Durante las fiestas de pascua Modest Alekseich fue condecorado con la orden de Santa Ana de segundo grado. Cuando fue a dar las gracias, su excelencia dejó de lado el diario y acomodóse en el sillón.

—De modo que usted tiene ahora tres Anas —dijo, mirándose sus blancas manos de uñas rosadas— una en el ojal y dos colgadas al cuello.

Modest Alekseich se puso dos dedos en los labios, por cautela, para no echarse a reír en voz alta y contestó:

—Ahora lo que queda es esperar la aparición del pequeño Vladimiro. Me atrevo a rogar a su excelencia que sea el padrino.

Aludía a la orden de San Vladimiro de cuarto grado e imaginaba ya cómo contaría en todas partes este
calembour
suyo tan acertado por su ocurrencia y su valentía; quería decir algo más, igualmente acertado, pero su excelencia saludó con la cabeza y volvió a sumergirse en el diario…

Entretanto Ania continuaba con sus paseos en
troika
[9]
, iba de caza con Artynov, interpretaba papeles en piezas de un acto, salía a cenar y visitaba cada vez menos a los suyos. Éstos ahora almorzaban solos. Piotr Leontich bebía más que antes, faltaba el dinero, y el armonio hacía tiempo que se había vendido para pagar las deudas. Los muchachos ya no lo dejaban salir solo y lo vigilaban para que no se cayera; y cuando, durante los paseos en la calle Kievskaia tropezaban con la
troika
en que iba Ania, con Artynov en el pescante, Piotr Leontich se quitaba el sombrero de copa e intentaba gritar algo, mientras Petia y Andriusha lo tomaban por los brazos y le decían en tono suplicante:

—No hagas eso, papaíto… Basta, papaíto…

Aniuta

Por la peor habitación del detestable Hotel Lisboa paseábase infatigablemente el estudiante de tercer año de Medicina Stepan Klochkov. A la par que paseaba, estudiaba en voz alta. Como llevaba largas horas entregado al doble ejercicio, tenía la garganta seca y la frente cubierta de sudor.

Junto a la ventana, cuyos cristales empañaba la nieve congelada, estaba sentada en una silla, cosiendo una camisa de hombre, Aniuta, morenilla de unos veinticinco años, muy delgada, muy pálida, de dulces ojos grises.

En el reloj del corredor sonaron, catarrosas, las dos de la tarde; pero la habitación no estaba aún arreglada. La cama hallábase deshecha, y se veían, esparcidos por el aposento, libros y ropas. En un rincón había un lavabo nada limpio, lleno de agua enjabonada.

—El pulmón se divide en tres partes —recitaba Klochkov—. La parte superior llega hasta cuarta o quinta costilla…

Para formarse idea de lo que acababa de decir, se palpó el pecho.

—Las costillas están dispuestas paralelamente unas a otras, como las teclas de un piano —continuó—. Para no errar en los cálculos, conviene orientarse sobre un esqueleto o sobre un ser humano vivo… Ven, Aniuta, voy a orientarme un poco…

Aniuta interrumpió la costura, se quitó el corpiño y se acercó. Klochkov se sentó ante ella, frunció las cejas y empezó a palpar las costillas de la muchacha.

—La primera costilla —observó— es difícil de tocar. Está detrás de la clavícula… Esta es la segunda, esta es la tercera, esta es la cuarta… Es raro; estás delgada, y, sin embargo, no es fácil orientarse sobre tu tórax… ¿Qué te pasa?

—¡Tiene usted los dedos tan fríos!…

—¡Bah! No te morirás… Bueno; esta es la tercera, esta es la cuarta… No, así las confundiré… Voy a dibujarlas…

Cogió un pedazo de carboncillo y trazó en el pecho de Aniuta unas cuantas líneas paralelas, correspondientes cada una a una costilla.

—¡Muy bien! Ahora veo claro. Voy a auscultarte un poco. Levántate.

La muchacha se levantó y Klochkov empezó a golpearle con el dedo en las costillas. Estaba tan absorto en la operación, que no advertía que los labios, la nariz y las manos de Aniuta se habían puesto azules de frío. Ella, sin embargo, no se movía, temiendo entorpecer el trabajo del estudiante. «Si no me estoy quieta —pensaba— no saldrá bien de los exámenes».

—¡Sí, ahora todo está claro! —dijo por fin él, cesando de golpear—. Siéntate y no borres los dibujos hasta que yo acabe de aprenderme este maldito capítulo del pulmón. Y comenzó de nuevo a pasearse, estudiando en voz alta. Aniuta, con las rayas negras en el tórax, parecía tatuada. La pobre temblaba de frío y pensaba. Solía hablar muy poco, casi siempre estaba silenciosa, y pensaba, pensaba sin cesar.

Klochkov era el sexto de los jóvenes con quienes había vivido en los últimos seis o siete años. Todos sus amigos anteriores habían ya acabado sus estudios universitarios, habían ya concluido su carrera, y, naturalmente, la habían olvidado hacía tiempo. Uno de ellos vivía en París, otros dos eran médicos, el cuarto era pintor de fama, el quinto había llegado a catedrático. Klochkov no tardaría en terminar también sus estudios. Le esperaba, sin duda, un bonito porvenir, acaso la celebridad; pero a la sazón se hallaba en la miseria. No tenían ni azúcar, ni té, ni tabaco. Aniuta apresuraba cuanto podía su labor para llevarla al almacén, cobrar los veinticinco kopecs y comprar tabaco, té y azúcar.

—¿Se puede? —preguntaron detrás de la puerta.

Aniuta se echó a toda prisa un chal sobre los hombros.

Entró el pintor Fetisov.

—Vengo a pedirle a usted un favor —le dijo a Klochkov—. ¿Tendría usted la bondad de prestarme, por un par de horas, a su gentil amiga? Estoy pintando un cuadro y necesito una modelo.

—¡Con mucho gusto! —contestó Klochkov—. ¡Anda, Aniuta!

—¿Cree usted que es un placer para mí? —murmuró ella.

—¡Pero mujer! —exclamó Klochkov—. Es por el arte… Bien puedes hacer ese pequeño sacrificio.

Aniuta comenzó a vestirse.

—¿Qué cuadro es ése? —preguntó el estudiante.


Psiquis
. Un hermoso asunto; pero tropiezo con dificultades. Tengo que cambiar todos los días de modelo. Ayer se me presentó una con las piernas azules. «¿Por qué tiene usted las piernas azules?», le pregunté. Y me contestó: «Llevo unas medias que se destiñen…». Usted siempre a vueltas con la Medicina, ¿eh? ¡Qué paciencia! Yo no podría…

—La Medicina exige un trabajo serio.

—Es verdad… Perdóneme, Klochkov; pero vive usted… como un cerdo. ¡Que sucio está esto!

—¿Qué quiere usted que yo haga? No puedo remediarlo. Mi padre no me manda más que doce rublos al mes, y con ese dinero no se puede vivir muy decorosamente.

—Tiene usted razón; pero… podría usted vivir con un poco de limpieza. Un hombre de cierta cultura no debe descuidar la estética, y usted… La cama deshecha, los platos sucios…

—¡Es verdad! —balbuceó confuso Klochkov—. Aniuta está hoy tan ocupada que no ha tenido tiempo de arreglar la habitación.

Cuando el pintor y Aniuta se fueron, Klochkov se tendió en el sofá y siguió estudiando; mas no tardó en quedarse dormido y no se despertó hasta una hora después. La siesta lo había puesto de mal humor. Recordó las palabras de Fetisov, y, al fijarse en la pobreza y la suciedad del aposento, sintió una especie de repulsión. En un porvenir próximo recibiría a los enfermos en su lujoso gabinete, comería y tomaría el té en un comedor amplio y bien amueblado, en compañía de su mujer, a quien respetaría todo el mundo…; pero, a la sazón…, aquel cuarto sucio, aquellos platos, aquellas colillas esparcidas por el suelo… ¡Qué asco! Aniuta, por su parte, no embellecía mucho el cuadro: iba mal vestida, despeinada…

Y Klochkov decidió separarse de ella en seguida, a todo trance. ¡Estaba ya hasta la coronilla!

Cuando la muchacha, de vuelta, estaba quitándose el abrigo, se levantó y le dijo con acento solemne:

—Escucha, querida… Siéntate y atiende. Tenemos que separarnos. Yo no puedo ni quiero ya vivir contigo.

Aniuta venía del estudio de Fetisov fatigada, nerviosa. El estar de pie tanto tiempo había acentuado la demacración de su rostro. Miró a Klochkov sin decir nada, temblándole los labios.

—Debes comprender que, tarde o temprano, hemos de separarnos. Es fatal. Tú, que eres una buena muchacha y no tienes pelo de tonta, te harás cargo.

Aniuta se puso de nuevo el abrigo en silencio, envolvió su labor en un periódico, cogió las agujas, el hilo…

—Esto es de usted —dijo, apartando unos cuantos terrones de azúcar.

Y se volvió de espaldas para que Klochkov no la viese llorar.

—Pero ¿por qué lloras? —preguntó el estudiante.

Tras de ir y venir, silencioso, durante un minuto a través de la habitación, añadió con cierto embarazo:

—¡Tiene gracia!… Demasiado sabes que, tarde o temprano, nuestra separación es inevitable. No podemos vivir juntos toda la vida.

Ella estaba ya a punto, y se volvió hacia él, con el envoltorio bajo el brazo, dispuesta a despedirse. A Klochkov le dio lástima…

«Podría tenerla —pensó— una semana más conmigo. ¡Sí, que se quede! Dentro de una semana le diré que se vaya».

Y, enfadado consigo mismo por su debilidad, le gritó con tono severo:

—Bueno; ¿qué haces ahí como un pasmarote? Una de dos: o te vas, o si no quieres irte te quitas el abrigo y te quedas. ¡Quédate si quieres!

Aniuta se quitó el abrigo sin decir palabra, se sonó, suspiró, y con tácitos pasos se dirigió a su silla junto a la ventana.

Klochkov cogió su libro de medicina y empezó de nuevo a estudiar en voz alta, paseándose por el aposento.

«El pulmón se divide en tres partes. La parte superior…».

En el corredor alguien gritaba a voz en cuello:

—¡Grigory, tráeme el samovar!

Apellido de caballo

El general retirado Buldeiev tenía dolor de muelas. Probó enjuagarse la boca con vodka y con coñac; aplicó a la muela enferma ceniza de tabaco, opio, trementina y queroseno; untó la mejilla con yodo; en los oídos tenía algodón impregnado de alcohol; pero todo ello no surtía efecto y hasta le provocaba náuseas. Recibió la visita de un médico. Éste hurgó en la muela y recetó quinina, lo que tampoco trajo alivio. A la proposición de arrancar la dolorida muela el general respondió con una negativa. Los de la casa —la esposa, los niños, las criadas y hasta el pinche de cocina Petka— proponían cada uno su remedio. El mayordomo Iván Evseich vino también y aconsejó intentar la cura con el conjuro.

—Aquí, en nuestro distrito, excelencia —dijo—, hace unos diez años vivía un empleado de Hacienda, Iakov Vasilich. Conjuraba el dolor de muelas en un santiamén. Se vuelve hacia la ventana, susurra algo, escupe ¡y ya está! Tiene un poder especial…

—¿Y dónde está ahora este hombre?

—Pues, después de ser despedido de Hacienda, se alojó en casa de su suegra, en Saratov. Ahora no se ocupa más que de muelas. Cualquiera que empiece a sentir un dolor de muelas va a verlo, porque, en efecto, ayuda… A los enfermos de Saratov los atiende personalmente en su casa, pero si alguien es de otra ciudad, entonces lo hace por telégrafo. Mándele, excelencia, un telegrama, explicándole que la cosa es así y así…, que al esclavo de Dios Alexy le duelen las muelas y que le pide una atención. Y mándele dinero por correo, por el tratamiento.

—¡Tonterías! ¡Es un charlatán!

—Haga usted una tentativa, excelencia. Cierto, es un gran aficionado al vodka y vive con una alemana en lugar de con su mujer; además es muy blasfemo, pero no se puede negar tampoco que es un señor milagroso.

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