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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (6 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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En la administración de Correos

La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería (¡Dios la tenga en su gloria!) porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado…, ¿
entendez vous
…?
sauce provenzale

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?

—Muy sencillas. Yo divulgaba por el pueblo ciertos rumores. Ustedes mismos los conocen muy bien. Yo decía a todo el mundo: «Mi mujer, Alona, sostiene relaciones con el jefe de Policía Zran Alexientch Zalijuatski». Con esto bastaba. Nadie se atrevía a cortejar a Alona, por miedo al jefe de Policía. Los pretendientes apenas la veían echaban a correr, por temor de que Zalijuatski no fuera a imaginarse algo. ¡Ja! ¡Ja!… Cualquiera iba a enredarse con ese diablo. El polizonte era capaz de anonadarlo, a fuerza de denuncias. Por ejemplo, vería a tu gato vagabundeando y te denunciaría por dejar tus animales errantes…; por ejemplo…

—¡Cómo! ¿Tu mujer no estaba en relaciones con el jefe de Policía? —exclaman todos con asombro.

—Era una astucia mía. ¡Ja! ¡Ja!… ¡Con qué habilidad os llamé a engaño!

Transcurrieron algunos momentos sin que nadie turbara el silencio.

Nos callábamos por sentirnos ofendidos al advertir que este viejo gordo y de nariz encarnada se había mofado de nosotros.

—Espera un poco. Cásate por segunda vez. Yo te aseguro que no nos volverás a coger —murmuró alguien.

El álbum

El consejero administrativo Craterov, delgado y seco como la flecha del Almirantazgo, avanzó algunos pasos y, dirigiéndose a Serlavis, le dijo:

—Excelencia: Constantemente alentados y conmovidos hasta el fondo del corazón por vuestra gran autoridad y paternal solicitud…

—Durante más de diez años —le sopló Zacoucine.

—Durante más de diez años… ¡Jum!… En este día memorable, nosotros, sus subordinados, ofrecemos a su excelencia, como prueba de respeto y de profunda gratitud, este álbum con nuestros retratos, haciendo votos porque su noble vida se prolongue muchos años y que por largo tiempo aún, hasta la hora de la muerte, nos honre con…

—Sus paternales enseñanzas en el camino de la verdad y del progreso —añadió Zacoucine, enjugándose las gotas de sudor que de pronto le habían invadido la frente. Se veía que ardía en deseos de tomar la palabra para colocar el discurso que seguramente traía preparado.

—Y que —concluyó— su estandarte siga flotando mucho tiempo aún en la carrera del genio, del trabajo y de la conciencia social.

Por la mejilla izquierda de Serlavis, llena de arrugas, se deslizó una lágrima.

—Señores —dijo con voz temblorosa—, no esperaba yo esto, no podía imaginar que celebraran mi modesto jubileo. Estoy emocionado, profundamente emocionado, y conservaré el recuerdo de estos instantes hasta la muerte. Créanme, amigos míos, les aseguro que nadie les desea como yo tantas felicidades… Si alguna vez ha habido pequeñas dificultades… ha sido siempre en bien de todos ustedes…

Serlavis, actual consejero de Estado, dio un abrazo a Craterov, consejero de estado administrativo, que no esperaba semejante honor y que palideció de satisfacción. Luego, con el rostro bañado en lágrimas como si le hubiesen arrebatado el precioso álbum en vez de ofrecérselo, hizo un gesto con la mano para indicar que la emoción le impedía hablar. Después, calmándose un poco, añadió unas cuantas palabras muy afectuosas, estrechó a todos la mano y, en medio del entusiasmo y de sonoras aclamaciones, se instaló en su coche abrumado de bendiciones. Durante el trayecto sintió su pecho invadido de un júbilo desconocido hasta entonces y de nuevo se le saltaron las lágrimas.

En su casa lo esperaban nuevas satisfacciones. Su familia, sus amigos y conocidos le hicieron tal ovación que hubo un momento en que creyó sinceramente haber efectuado grandes servicios a la patria y que hubiera sido una gran desgracia para ella que él no hubiese existido. Durante la comida del jubileo no cesaron los brindis, los discursos, los abrazos y las lágrimas. En fin, que Serlavis no esperaba que sus méritos fuesen premiados tan calurosamente.

—Señores —dijo en el momento de los postres—, hace dos horas he sido indemnizado por todos los sufrimientos que esperan al hombre que se ha puesto al servicio, no ya de la forma ni de la letra, si se me permite expresarlo así, sino del deber. Durante toda mi carrera he sido siempre fiel al principio de que «no es el público el que se ha hecho para nosotros, sino nosotros los que estamos hechos para él». Y hoy he recibido la más alta recompensa. Mis subordinados me han ofrecido este álbum que me ha llenado de emoción.

Todos los rostros se inclinaron sobre el álbum para verlo.

—¡Qué bonito es! —dijo Olga, la hija de Serlavis—. Estoy segura de que no cuesta menos de cincuenta rublos. ¡Oh, es magnífico! ¿Me lo das, papá? Tendré mucho cuidado con él… ¡Es tan bonito!

Después de la comida, Olga se llevó el álbum a su habitación y lo guardó en su secreter. Al día siguiente arrancó los retratos de los funcionarios, los tiró al suelo y colocó en su lugar los de sus compañeras de colegio. Los uniformes cedieron el sitio a las esclavinas blancas. Colás, el hijo pequeño de su excelencia, recortó los retratos de los funcionarios y pintó sus trajes de rojo. Colocó bigotes en los labios afeitados y barbas oscuras en los mentones imberbes. Cuando no tuvo nada más para colorear, recortó siluetas y les atravesó los ojos con una aguja, para jugar con ellas a los soldados. Al consejero Craterov lo pegó de pie en una caja de fósforos y lo llevó colocado así al despacho de su padre.

—Papá, mira, un monumento.

Serlavis se echó a reír, movió la cabeza y, enternecido, dio un sonoro beso en la mejilla a Nicolás.

—Anda, pilluelo, enséñaselo a mamá para que lo vea ella también.

Amorcito

Oleñka, la hija del asesor de colegio
[4]
retirado Plemiannikov, estaba sentada, pensativa, en un peldaño del pórtico, en el patio de su casa. Hacía calor, las moscas insistían en molestar y resultaba agradable pensar que la noche ya estaba cerca.

Desde el este avanzaban oscuras nubes y, de vez en cuando, llegaba una brisa húmeda.

De pie, en medio del patio, mirando al cielo, estaba Kukin, empresario del parque de diversiones Tívoli, quien se hospedaba en un pabellón de la casa.

—¡Otra vez! —decía con desesperación—. ¡Otra vez habrá lluvia! ¡Todos los días llueve, todos los días! Como si fuera a propósito… ¡Es la muerte! ¡Es la ruina! ¡Todos los días tengo tremendas pérdidas!

Agitó los brazos y prosiguió, dirigiéndose a Oleñka:

—Ya ve usted, Olga Semionovna, cómo es nuestra vida. ¡Es para llorar! Uno trabaja, se afana, sufre, no duerme de noche, pensando en la manera de mejorar las cosas y todo ¿para qué? Por un lado, es el público, ignorante y salvaje. Le doy la mejor opereta, la magia, excelentes cupletistas, pero ¿le interesa eso acaso? ¿Lo entiende acaso? No, lo que el público necesita es un teatro de feria. ¡Quiere vulgaridades! Por otro lado, mire usted el tiempo. Casi todas las noches llueve. Desde que empezó, el diez de mayo, siguió lloviendo sin parar todo el mes de mayo y luego también en junio, ¡es algo terrible! El público no viene, y sin embargo el arrendamiento ¿lo pago o no? A los actores ¿les pago o no?

Al atardecer del día siguiente el cielo volvió a nublarse y Kukin decía con risa histérica:

—¡Muy bien!… ¡Que llueva! ¡Que se inunde todo el parque y que me ahogue allí mismo! Ya sé que no voy a tener suerte en este mundo ni tampoco en el otro… ¡Que los actores me demanden ante el juzgado! ¡Que me manden a Siberia a los trabajos forzados! ¡Que me lleven al cadalso! ¡Ja, ja, ja!

Al tercer día sucedió lo mismo… Oleñka escuchaba a Kukin en silencio, con expresión seria, y a veces las lágrimas asomaban a sus ojos. Al final, las desgracias de Kukin la conmovieron y terminó enamorándose de él. Era flaco, de baja estatura, con cara amarilla y el cabello peinado sobre las sienes; hablaba con una débil vocecita de tenor y al hablar torcía la boca; en su cara siempre estaba reflejada la desesperación; y a pesar de todo, suscitó en Oleñka un sentimiento auténtico y profundo. Constantemente, ella amaba a alguien y no podía vivir sin ello. Antes amaba a su papá, que ahora estaba enfermo y pasaba el tiempo sentado en su sillón, a oscuras, respirando con dificultad; luego amaba a su tía, que vivía en Briansk y los visitaba una vez cada dos años; y antes aun, cuando era alumna del colegio, amaba a su profesor de francés. Era una señorita apacible, bondadosa y compasiva, de mirada mansa y tierna; tenía buena salud. Mirando sus llenas y sonrosadas mejillas, su blanco y suave cuello, que tenía un lunar, su ingenua y bondadosa sonrisa, que aparecía en su rostro cuando ella escuchaba algo agradable, los hombres pensaban: «Sí, no está mal…» y sonreían también, mientras que las damas no podían contenerse y, en plena conversación, la asían de la mano y exclamaban, contentas:

—¡Amorcito!

La casa que habitaba desde el día de su nacimiento y que en el testamento estaba anotada a su nombre, se hallaba en un extremo de la ciudad, en el arrabal gitano, cerca del parque Tívoli; por las noches, al oír la música y el estallido de los cohetes, ella imaginaba a Kukin desafiando a su destino y acometiendo en un ataque frontal contra su principal enemigo: el indiferente público; su corazón latía con dulce ansiedad, ahuyentando el sueño, y cuando él, a la madrugada, regresaba a casa, ella, desde su dormitorio, golpeaba suavemente en la ventana y le sonreía con cariño, sin mostrarle, a través de las cortinas, más que la cara y un hombro… Él pidió su mano y se casaron. Y cuando vio mejor su cuello y sus hombros redondeados y sanos, levantó los brazos y exclamó:

—¡Amorcito!

Era dichoso, pero como llovió el día de la boda y también por la noche, su rostro no cesaba de trasuntar un aire de desesperación.

Después de la boda las cosas marcharon bien. Ella atendía la caja, vigilaba el orden en el parque, anotaba los gastos, se ocupaba de pagar los sueldos, y sus mejillas rosadas, junto con su ingenua y radiante sonrisa, aparecían fugazmente ya en la ventanilla de la boletería, ya entre bastidores, ya en el bufet. Y ya empezaba a decir a sus conocidos que lo más notable, lo más importante y lo más necesario que había en el mundo era el teatro y que sólo en el teatro uno podía obtener el gozo auténtico y llegar a ser culto y humano.

—Pero ¿acaso el público es capaz de entenderlo? —decía ella—. Lo que él necesita es teatro de feria. Anoche poníamos en escena
Fausto al revés
y casi todos los palcos estaban vacíos; si Vanechka y yo hubiéramos ofrecido alguna obra vulgar, puedes estar seguro, el teatro habría estado repleto. Mañana Vanechka y yo representaremos
Orfeo en los infiernos
. ¡Venga usted también!

Todo lo que Kukin decía sobre el teatro y los actores, lo repetía ella también. Igual que él, despreciaba al público por su indiferencia hacia el arte y por su ignorancia; intervenía en los ensayos, dando indicaciones a los actores; vigilaba la conducta de los músicos, y cuando el periódico local publicaba alguna nota desfavorable al teatro, ella lloraba y más tarde iba a la redacción a pedir explicaciones.

Los actores la querían y la llamaban «Amorcito» y «Vanechka y yo»; a su vez ella los compadecía y les daba pequeños préstamos, y cuando la engañaban a veces, lloraba a escondidas, sin quejarse a su marido.

También en invierno las cosas marchaban bien. Arrendaron el teatro de la ciudad por toda la temporada y lo alquilaban por períodos breves ya al elenco ucraniano, ya al prestidigitador, ya a los aficionados locales. Oleñka engordaba y resplandecía de satisfacción, mientras que Kukin se tornaba más flaco y más amarillo y se quejaba de las tremendas pérdidas, aunque durante todo el invierno las cosas iban bastante bien. Por las noches tosía y ella le hacía beber té de frambuesa y de tilo, le frotaba el pecho con agua de colonia y lo envolvía en sus suaves chales.

—¡Lindo mío! —le decía con absoluta sinceridad, alisándole los cabellos—. ¡Lindito mío!

Durante la cuaresma Kukin viajó a Moscú para formar la compañía y ella no podía dormir sin él y pasaba las noches junto a la ventana, mirando las estrellas. En aquellos momentos se comparaba con las gallinas, que tampoco duermen de noche y se sienten intranquilas, si el gallo no está en el gallinero. Kukin se demoró en Moscú, le escribió que pensaba volver para la Semana Santa y en sus cartas ya hacía disposiciones con respecto a Tívoli. Pero en víspera del Lunes Santo, a avanzadas horas de la noche, resonaron de repente lúgubres golpes en el portón; alguien golpeaba el postigo y éste retumbaba como un tonel: ¡bum! ¡bum! ¡bum! La somnolienta cocinera corrió a abrir la puerta, chapoteando en los charcos con los pies descalzos.

—¡Abra, por favor! —decía del otro lado del portón una sorda voz de abajo—. ¡Un telegrama!

También antes Oleñka recibía telegramas de su marido, pero esta vez, sin saber por qué, se quedó atónita. Con manos temblorosas abrió el telegrama y leyó lo siguiente:

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