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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (8 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Al día siguiente ya estaban pintando el techo y blanqueando las paredes de la casa y Oleñka, en jarras, andaba por el patio dando órdenes. Su rostro estaba iluminado por su antigua sonrisa, y toda ella parecía animada y remozada, como si se hubiera despertado de un largo sueño. Llegó la mujer del veterinario, una dama flaca y fea, de cabellos cortos y cara caprichosa, acompañada de Sasha, un niño regordete, de claros ojos azules, con hoyuelos en las mejillas, y cuya poca estatura no correspondía a su edad (tenía nueve años cumplidos). Y apenas entró en el patio, el chicuelo se puso a correr tras la gata y no tardó en oírse su risa alegre.

—¡Tía!… ¿Es suya esta gata? —preguntó a Oleñka—. Cuando tenga crías, regálenos, por favor, un gatito. A mamá le dan mucho miedo los ratones.

Oleñka conversó con él, le hizo tomar el té y sintió de repente que entraba un calor agradable en su pecho y que su corazón se oprimía dulcemente como si el chiquillo fuese su hijo. Y cuando, por la tarde, él estaba haciendo los deberes en el comedor, ella lo miraba con ternura, susurrando:

—Palomito mío… lindito… ¡Chiquillo mío, qué inteligente que eres, qué blanquito!

—Se llama isla una porción de tierra —leyó el chico— rodeada de agua por todas partes.

—Se llama isla una porción de tierra… —repitió ella, y era esta la primera opinión suya expresada con seguridad, después de tantos años de silencio y de vacío en la mente.

Y ya tenía sus opiniones y durante la cena conversaba con los padres de Sasha acerca de las dificultades que los niños tenían ahora para estudiar en los colegios, recalcando que, a pesar de todo, la instrucción clásica era mejor que la profesional, por cuanto el colegio ofrecía todas las perspectivas: uno podía estudiar luego lo mismo para médico que para ingeniero.

Sasha empezó a ir al colegio. Su madre había ido a Karkov, para visitar a su hermana y no volvía; su padre partía todos los días a inspeccionar rebaños y solía pasar afuera varios días, y le parecía a Oleñka que Sasha quedaba completamente abandonado, que era un extraño en casa de sus padres y que se moría de hambre; y ella lo trasladó a su pabellón y lo acomodó allí en una pequeña habitación.

Hace ya medio año que Sasha vive en su casa. Todas las mañanas Oleñka entra en su cuarto, el niño duerme profundamente, sin respirar, apoyando la mejilla en una mano. Le da lástima despertarlo.

—¡Sasheñka, Sasheñka! —le dice tristemente—. ¡Levántate, palomito! Es hora de ir al colegio.

El muchacho se levanta, se viste, dice una oración y se sienta a tomar el té; bebe tres vasos de té y come dos rosquillas y la mitad de un pan francés con manteca. Aún no se ha despertado del todo y está de mal humor.

—Sasheñka, no conoces la fábula de memoria; no la has aprendido bien —dice Oleñka y lo mira de tal manera, como si lo despidiera para un largo camino—. Estoy preocupada por ti. Trata de estudiar bien, palomito… Hay que obedecer a los profesores.

—¡Ya lo sé, ya lo sé! —dice Sasha.

Luego él va por la calle al colegio, pequeñito, pero con una gorra grande y con un cartapacio a la espalda. Tras él camina sigilosamente Oleñka.

—¡Sasheñka! —lo llama.

Él se vuelve y ella le pone en la mano un dátil o un caramelo. Al doblar por el callejón en que está el colegio, el chico siente vergüenza de ser acompañado por una mujer alta y corpulenta; vuelve la cabeza y dice:

—Regresa a casa, tía; a partir de aquí ya llegaré solo.

Ella se detiene y lo sigue con la mirada, sin pestañear hasta que el chicuelo desaparece en la entrada del colegio. ¡Ah, cómo lo quiere! Entre sus cariños anteriores ninguno había sido tan profundo; nunca su alma se había sometido de manera tan desinteresada, tan abnegada y tan placentera como ahora, al tomar cada vez más incremento su sentimiento maternal. Por este chiquillo, que le era extraño, por los hoyuelos de sus mejillas, por su gorra, ella daría su vida, la daría con satisfacción, con lágrimas de alegría. ¿Por qué? Vaya uno a saber por qué…

Después de acompañar a Sasha al colegio, regresa a casa, sin apresurarse, satisfecha, sosegada, llena de amor; su rostro, rejuvenecido en el último año y medio, sonríe, radiante; los transeúntes, mirándola, sienten satisfacción y le dicen:

—¡Buenos días, Olga Semionovna! ¿Cómo le va, amorcito?

—Ahora ya no es tan fácil estudiar en el colegio —cuenta ella en el mercado—. Figúrese, ayer, en primer año mandaron tantos deberes: una traducción del latín, un problema y una fábula de memoria… ¿Acaso es fácil para un chico?

Y ella se pone a hablar de los deberes, de los profesores, de los manuales, diciendo lo mismo que dice Sasha.

Después de las dos almuerzan juntos; al anochecer, juntos hacen los deberes y lloran. Acostándolo en la cama, lo santigua largamente y susurra una oración; luego, acostada ella misma, piensa en aquel lejano y nebuloso futuro en que Sasha, terminados sus estudios, será algún día médico o ingeniero, tendrá una gran casa propia, caballos y carruajes; se casará y tendrá hijos… Ella se duerme, pensando siempre en lo mismo, y de sus ojos cerrados se asoman las lágrimas y se deslizan lentamente por las mejillas. Y la gatita negra está recostada cerca de ella y ronronea:

—Mur… mur… mur…

De repente se oyen fuertes golpes en el portón. Oleñka se despierta y el miedo le corta la respiración; su corazón late con fuerza. Pasa medio minuto y vuelven a resonar los golpes. «Debe ser un telegrama de Karkov —piensa ella y todo su cuerpo empieza a temblar—. La madre quiere que Sasha vaya a vivir con ella, en Karkov… ¡Dios mío!». Está presa de desesperación; la cabeza, los pies y las manos se le ponen fríos y, al parecer, en todo el mundo no hay persona más desdichada que ella. Pero transcurre un minuto más, se oyen voces: es el veterinario que regresó del club. «Ah bueno, no es nada, gracias a Dios», piensa ella. Poco a poco cae el peso de su corazón y vuelve a sentirse bien; se acuesta y piensa en Sasha, quien duerme profundamente en la habitación vecina y, de vez en cuando, dice en sueños:

—¡Te voy a dar! ¡Vete! ¡No me toques!

Ana colgada al cuello
I

Tras la bendición nupcial ni siquiera hubo merienda liviana; los recién casados bebieron una copa, cambiaron de traje y partieron a la estación. En lugar de una alegre fiesta de bodas y una cena, en lugar de música y baile, el viaje a un monasterio, a doscientas
verstas
de distancia. Esta actitud fue aprobada por muchas personas, las cuales decían que por cuanto Modest Alekseich era un funcionario de cierta jerarquía y ya no era joven, una boda ruidosa pudiera quizás parecer no muy decente; por otra parte, resulta aburrido escuchar música cuando un funcionario de cincuenta y dos años se casa con una jovencita que acaba de cumplir los dieciocho. Se decía también que Modest Alekseich, siendo un hombre de rígidas costumbres, emprendió este viaje al monasterio ante todo para darle a entender a su joven esposa que también en el matrimonio él otorgaba el primer lugar a la religión y la moralidad.

Una multitud de colegas, empleados y parientes, reunida en el andén para despedir a la flamante pareja, esperaba, copa en mano, la partida del tren para gritar el «hurra», y Piotr Leontich, el padre, vestido de frac y con un sombrero de copa, ya ebrio y muy pálido, tendía su copa de champaña hacia la ventanilla y decía en tono implorante:

—¡Aniuta! ¡Ania! ¡Ania, una sola palabra!…

Desde la ventanilla Ania se inclinaba hacia él, y su padre le susurraba algo, envolviéndola con un fuerte olor a vino, le resoplaba en el oído —nada se le podía entender— y hacía la señal de la cruz sobre su cara, pecho y manos; tenía la respiración entrecortada y en sus ojos asomaban las lágrimas. Mientras tanto, los hermanos de Ania, Petia y Andriusha, alumnos del colegio, le tiraban del frac y le susurraban, confundidos:

—Papaíto, basta… Papaíto, no hagas eso…

Cuando el tren se puso en movimiento, Ania vio a su padre correr un trecho tras el vagón, tambaleándose y derramando el vino; vio también cuán lastimera, bondadosa y culpable era su cara.

—¡Hurra-a-a! —gritaba.

Los recién casados quedaron solos. Modest Alekseich examinó el compartimento, distribuyó el equipaje sobre los estantes y se sentó, sonriendo, frente a su joven esposa. Era un funcionario de estatura mediana, más bien grueso, muy bien alimentado, con largas patillas y sin bigotes, y su redonda, afeitada y bien acusada barbilla se parecía a un talón. Lo más característico de su cara era la ausencia de bigote, ese sitio desnudo, recién afeitado, que se convertía gradualmente en gruesas mejillas, temblorosas como la gelatina. Se comportaba en forma circunspecta, sus movimientos eran pausados, sus maneras suaves.

—No puedo menos que recordar ahora una circunstancia —dijo, sonriendo—. Hará unos cinco años, cuando Kosorotov recibió la orden de Santa Ana, de segundo grado, y fue a dar las gracias a su excelencia, éste se expresó de esta manera: «De modo que usted tiene ahora tres Anas: una en el ojal y dos colgadas al cuello». Es que en aquella época, la mujer de Kosorotov, persona frívola y pendenciera, de nombre Ana, acababa de reintegrarse a su hogar. Espero que para la ocasión en que yo reciba la orden de Santa Ana de segundo grado, su excelencia no tenga motivos para decirme lo mismo.

Sonreía con sus ojillos. Ella sonreía también, turbada por la idea de que en cualquier momento este hombre podía besarla con sus gruesos y húmedos labios y de que ella no tenía derecho a negárselo. Los suaves movimientos de su abultado cuerpo la asustaban; tenía a la vez miedo y asco. Él se levantó, sin prisa se quitó del cuello la orden, se sacó el frac y el chaleco y se puso la bata.

—Así estaremos bien —dijo, sentándose al lado de Ania.

Ella recordó cuán penosa había sido su boda, cuando el sacerdote, los invitados y todos los presentes en la iglesia la miraban con tristeza, según le parecía: ¿Por qué ella tan joven, simpática y bella, se casaba con este señor de edad, tan poco interesante? Todavía esta mañana estaba entusiasmada porque todo se había arreglado tan bien, pero durante la ceremonia y ahora en el vagón sentíase culpable, engañada y ridícula. Hela aquí casada con un hombre rico, a pesar de lo cual, seguía sin dinero, el vestido de novia se hizo a crédito, y cuando hoy su padre y sus hermanos fueron a despedirla ella vio por sus caras que no tenían ni un
kopek
. ¿Podrán cenar hoy? ¿Y mañana? Y le pareció, sin saber por qué, que el padre y los chicos estaban en casa, sin ella, hambrientos, y sentían la misma angustia que en la primera noche después del entierro de su madre.

«¡Qué desdichada soy! —pensó—. ¿Por qué soy tan desdichada?»

Con la torpeza de un hombre serio, que no acostumbra tratar a las mujeres, Modest Alekseich le rozaba el talle y le daba golpecitos en el hombro, mientras que ella pensaba en el dinero, en su madre, en la muerte de ésta. Fallecida su madre, Piotr Leontich, su padre, profesor de caligrafía y dibujo en el colegio de secundaria, se dio a la bebida; sobrevino un período de necesidades, los muchachos carecían de zapatos y de katiuskas, el padre fue llevado varias veces al juzgado, el ujier vino a la casa y embargó los muebles… ¡Qué vergüenza! Ania debió cuidar a su padre borracho, remendar los calcetines a sus hermanos, ir de compras al mercado, y cuando alguien se ponía a elogiar su belleza, juventud y elegantes modales, le parecía que todo el mundo se daba cuenta de su sombrerito barato y de sus zapatos con agujeros disimulados con tinta. Y de noche las lágrimas y la inquieta, obsesionante idea de que al padre, a causa de su vicio, no tardarían en echarlo del colegio y que él no lo soportaría y moriría, como su madre. Pero entonces algunas damas conocidas se empeñaron en buscarle un hombre bueno. Al poco tiempo encontraron a este Modest Alekseich, que no era joven ni buen mozo, pero que tenía dinero. Tenía en el banco unos cien mil rublos y era dueño de una hacienda, entregada en arriendo. Era un hombre de principios morales y bien mirado por sus superiores; nada le costaría, según le habían dicho a Ania, conseguir una carta de recomendación de parte de su excelencia para el director del colegio y aun para el curador, para que no dejaran cesante a Piotr Leontich…

Mientras ella recordaba estos detalles se oyó de pronto una música, que penetró por la ventanilla junto con el ruido de voces. El tren se detuvo en un apeadero. Detrás del andén, entre la multitud, alguien tocaba con brío el acordeón y un barato y chillante violín, mientras que desde las
dachas
[23]
, bañadas por la luz de la luna, por encima de los altos abedules y álamos, llegaban los sones de una banda militar: seguramente se realizaba allí una velada danzante. Sobre el andén paseaban los veraneantes y los que venían de la ciudad para pasar un día tranquilo y respirar aire puro. Entre ellos se encontraba Artynov, el dueño de todo este lugar de descanso, un ricachón alto y corpulento, de cabello negro y con cara de armenio; tenía ojos saltones y vestía un traje extraño. Llevaba una camisa, desabrochada sobre el pecho, y altas botas con espuelas; desde sus hombros bajaba una capa negra que se arrastraba por la tierra como la cola de un vestido de gala. Tras él, inclinando sus afilados hocicos, iban dos perros de caza.

Las lágrimas brillaban aún en los ojos de Ania, pero ella no pensaba ya en su madre, ni en el dinero, ni en su boda, sino que estrechaba las manos a los colegiales y a los oficiales conocidos, reía alegremente y saludaba de prisa:

—¡Buenas noches! ¿Cómo le va?

Salió a la plataforma y se situó bajo la luz de la luna de modo que la vieran entera, con su magnífico vestido y su sombrero nuevo.

—¿Por qué estamos parados aquí? —preguntó.

—Porque hay un apeadero aquí —le respondieron—. Están esperando el tren correo.

Al darse cuenta de que la estaba mirando Artynov, ella entornó los ojos con coquetería y empezó a hablar en francés en voz alta, y, porque su propia voz resonaba tan agradablemente, se oía la música y la luna se reflejaba en el estanque, porque con tanta avidez y curiosidad la miraba Artynov, ese conocido donjuán y enredador; y porque todo el mundo estaba animado, de repente sintió alegría, y cuando el tren se puso en marcha y los oficiales conocidos la despidieron con un saludo militar, ella ya estaba canturreando la polca cuyos sones le enviaba aún la banda militar que atronaba a lo lejos, detrás de los árboles; y volvió a su compartimiento con la sensación de que en este apeadero la habían convencido de que sería dichosa sin falta, ocurriera lo que ocurriese.

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