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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (7 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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«Iván Petrovich falleció hoy súbitamente coratán esperamos disposiciones tepelio martes».

Así estaba en el telegrama: «
tepelio
» y una palabra incomprensible «
coratán
»; la firma era del director de la compañía de operetas.

—¡Palomito mío! —exclamó entre sollozos Oleñka—. ¡Vanechka, querido mío! ¿Para qué te habré yo encontrado? ¿Para qué te habré yo conocido y amado? Y ¿Por qué dejaste sola a tu pobre y desgraciada Oleñka?

El sepelio de Kukin se realizó el martes, en Moscú, en el cementerio de Vagañkovo; Oleñka regresó a casa el miércoles y apenas entró en su dormitorio cayó sobre la cama y comenzó a llorar en voz tan alta que se la oía en la calle y en las casas vecinas.

—¡Amorcito! —decían las vecinas, persignándose—. Amorcito, Olga Semionovna, ¡cómo se desespera la pobre!

Tres meses después, Oleñka regresaba un día de misa, triste, vestida de riguroso luto. Por casualidad, caminaba a su lado un vecino suyo, Vasily Andreich Pustovalov, encargado del depósito de maderas del mercader Babakaiev. También él salía de la iglesia; llevaba un sombrero de paja y un chaleco blanco con cadenita de oro, y más parecía un terrateniente que un comerciante.

—Cada cosa tiene su orden, Olga Semionovna —decía en tono reposado y con compasión en su voz—. Si alguno de nuestros íntimos se muere es porque Dios lo desea así, y en estos casos debemos recordarlo y resignarnos.

Después de acompañar a Oleñka hasta la puerta de su casa, él se despidió y siguió su camino. Durante el resto del día, su reposada voz resonó en los oídos de Oleñka y apenas cerraba ella los ojos se le aparecía su oscura barba. Por lo visto, ella a su vez le causó impresión, ya que poco tiempo después fue a visitarla una señora de edad, a quien ella apenas conocía y quien, no bien se había sentado a la mesa, se puso a hablar sin tardanza acerca de Pustovalov, en el sentido de que era una persona buena y seria y que cualquier mujer estaría muy contenta, casándose con él. Tres días más tarde el mismo Pustovalov le hizo una visita; se quedó poco tiempo, unos diez minutos, y habló poco, pero Oleñka lo quería ya, lo quería tanto, que no pudo pegar ojo en toda la noche, ardía como si tuviera fiebre y a la mañana siguiente mandó llamar a la señora de edad. Al cabo de poco tiempo se comprometieron; luego celebraron la boda.

Después del casamiento las cosas marcharon bien. Habitualmente él permanecía en el depósito de maderas hasta la hora de almorzar, luego iba a hacer diligencias y lo reemplazaba Oleñka, quien quedaba en la oficina hasta la noche, escribiendo las cuentas y despachando las mercaderías.

—El precio de la madera sube ahora cada año un veinte por ciento —decía ella a los compradores y a sus conocidos—. Figúrese, antes vendíamos maderas locales, pero ahora Vanechka tiene que viajar todos los años a las provincias de Moguilev para buscar madera. ¡Y qué tarifas! —exclamaba, cubriéndose ambas mejillas con las manos, en señal de terror—. ¡Qué tarifas!

Le parecía que desde tiempos remotos se dedicaba a comerciar en madera, que lo más importante y lo más necesario en la vida era la madera y que había algo íntimo y conmovedor en las palabras: viga, estaca, tabla, listón, alfarjía, rollizo, tirantillo, costero… Por las noches soñaba con montañas enteras de tablones y de tirantes; con interminables caravanas de carros que transportaban madera a largas distancias; soñaba que todo un regimiento de troncos, del tamaño de doce por cinco, atacaba el depósito de madera en una acción de guerra, y que los troncos, las vigas y los costeros se golpeaban, emitiendo el sonoro ruido de madera seca; todos caían y de nuevo se levantaban encaramándose unos sobre otros; Oleñka dejaba escapar un grito y se despertaba, mientras Pustovalov le decía con ternura:

—Oleñka, ¿qué tienes, querida? ¡Persígnate!

Sus pensamientos eran los mismos que los de su marido. Si él opinaba que en la habitación hacía calor o que los negocios marchaban con cierta lentitud, lo mismo pensaba ella. Su marido no era afecto a las diversiones y en los días festivos se quedaba en casa; ella hacía lo mismo.

—Ustedes siempre están en casa o en la oficina —les decían sus conocidos—. ¿Por qué no van alguna vez al teatro o al circo?

—Vanechka y yo no tenemos tiempo para ir al teatro —respondía ella con dignidad. Somos gente de trabajo y no estamos para estas cosas. Y además ¿qué hay de bueno en estos teatros?

Los sábados iban a oír Las Vísperas, los días de fiesta a misa y, regresando de la iglesia, caminaban juntitos, con rostros enternecidos; los dos olían bien y el vestido de seda de ella producía un agradable murmullo; en casa tomaban té con pan de leche y con toda clase de dulces, luego comían un pastel. Todos los días, a mediodía, en el patio de la casa y aun en la calle flotaba un sabroso olor a
borsch
[5]
, cordero asado o pato; en los días de vigilia olía a pescado y no se podía pasar cerca del portón sin sentir ganas de comer. El
samovar
[42]
en la oficina siempre estaba con agua hirviente y a los clientes se les convidaba con té y rosquillas. Una vez por semana los esposos iban a la casa de baños y volvían caminando juntitos, los dos con rostros colorados.

—Estamos bien, gracias a Dios —decía Oleñka a sus conocidos—. ¡Ojalá que todos vivan como nosotros!

Cuando Pustovalov partía a la provincia de Moguilev para traer madera, ella lo extrañaba mucho, no podía dormir por las noches, lloraba. A veces la visitaba el veterinario militar Smirnin, hombre joven, que alquilaba un pabellón de su casa. Le contaba alguna historia o jugaba con ella a los naipes y esto la divertía. Especialmente interesantes resultaban los relatos de su propia vida familiar; estaba casado y tenía un hijo, pero se hallaba separado de su mujer porque ella lo había engañado; ahora la odiaba y le enviaba mensualmente cuarenta rublos para la manutención del niño. Escuchándolo, Oleñka suspiraba y meneaba la cabeza, y sentía lástima por él.

—¡Que Dios guarde a usted! —decía, despidiéndolo, mientras lo acompañaba con la bujía hasta la escalera—. Gracias por haber compartido mi aburrimiento y que la Reina de los cielos le dé a usted mucha salud…

Imitando a su marido, se expresaba siempre en forma digna y juiciosa; el veterinario desaparecía detrás de la puerta, cuando ella lo llamaba para decir:

—Sabe, Vladimir Platonich, debería usted de hacer las paces con su mujer. Debería de perdonarla, aunque sea por el hijo… El chico, seguramente, ya entiende todo.

Y cuando regresaba Pustovalov, le contaba a
mecha voz
acerca del veterinario y de su desdichada vida familiar, y los dos suspiraban, meneando la cabeza, y hablaban sobre el chico, que, seguramente, extrañaba a su padre; luego, por un extraño correr del pensamiento, ambos se colocaban ante los iconos y, haciendo profundas reverencias, rogaban a Dios que les mandara hijos.

Y así vivieron los Pustovalov en paz, en amor y en completa concordia durante seis años. Pero una vez, en invierno, Vasily Andreich, después de beber té caliente en el depósito, salió sin la gorra a despachar madera, tomó frío y cayó enfermo. Lo atendían los mejores médicos de la ciudad, pero la enfermedad se impuso y él murió al cabo de cuatro meses. Y de nuevo Oleñka quedó viuda.

—¿Por qué me has abandonado, palomito mío? —sollozaba después del entierro—. ¿Cómo voy a vivir ahora sin ti, sola y desgraciada? Buena gente, tengan piedad de mí que soy una huérfana…

Llevaba vestido negro con crespones y desechó para siempre el sombrerito y los guantes; salía pocas veces y sólo lo hacía para ir a la iglesia o a visitar la tumba de su marido; vivía en su casa como una monja. Y sólo al transcurrir seis meses, se quitó los crespones y comenzó a abrir los postigos de las ventanas. A veces se la veía ir al mercado con su cocinera, pero cómo vivía ahora en su casa y qué pasaba ahora allí, de eso sólo podían hacerse conjeturas. Algunos, por ejemplo, adivinaban algo porque la habían visto tomar el té en su pequeño jardín, en compañía del veterinario, quien le leía el periódico en voz alta, y aun porque, al encontrarse en el correo con una dama conocida, Oleñka le había dicho:

—Nuestra ciudad carece de un adecuado control veterinario y ésta es la causa de muchas enfermedades. En todo momento se oye hablar de que la gente se enferma por causa de la leche y porque se contagian de los caballos y de las vacas. En realidad, hay que cuidar la salud de los animales domésticos de la misma manera como se cuida la de las personas.

Repetía las ideas del veterinario y sobre cualquier asunto tenía ahora la misma opinión que tenía él. Era evidente que no podía pasar ni siquiera un año sin cariño y que encontró su nueva dicha en un ala de su propia casa. A otra mujer en su lugar la hubieran juzgado con severidad, pero nadie podía pensar mal de Oleñka, pues todo era muy claro en su vida. Ni ella ni el veterinario revelaban a nadie el cambio que se había operado en sus relaciones; más aun, trataban de ocultarlo, pero no lo lograban, ya que Oleñka no podía tener secretos. Cuando lo visitaban los colegas del regimiento, ella, sirviéndoles el té o la cena, se ponía a hablar de la peste de los vacunos, de la perlesía, de los mataderos de la ciudad, mientras que él se sentía terriblemente confundido y, una vez retirados los visitantes, la cogía por la mano y le susurraba, enojado:

—¡Te he pedido ya que no hables de lo que no entiendes! Cuando los veterinarios conversamos entre nosotros, hazme el favor de no entrometerte. ¡Al final, esto ya resulta tedioso!

Ella lo miraba, sorprendida y alarmada, y le preguntaba:

—Volodechka ¿y de qué quieres que hable?

Y lo abrazaba, con lágrimas en los ojos, suplicándole que no se enojara, y ambos eran dichosos.

Empero, esta dicha no fue larga. El veterinario se había ido junto con su regimiento, se había ido para siempre, ya que el regimiento había sido trasladado muy lejos, poco menos que a Siberia. Y Oleñka quedó sola.

Esta vez estaba ya completamente sola. Su padre hacía tiempo ya que había muerto y su sillón se hallaba tirado en el desván, cubierto de polvo y con una pata menos. Ella estaba más delgada y menos bella, y en la calle los transeúntes ya no la miraban como antes ni le sonreían; por lo visto, habían pasado ya sus mejores años, se había quedado atrás, y comenzaba ahora una nueva vida desconocida, en la cual mejor era no pensar. Al anochecer, Oleñka se sentaba en el pórtico y desde el Tívoli llegaba a sus oídos la música y el estallido de los cohetes pero eso ya no suscitaba en ella ninguna clase de ideas. Paseaba su mirada indiferente por el patio vacío, sin pensar ni desear nada, y luego, al llegar la noche, iba a dormir; en los sueños se le aparecía su patio desierto. Comía y bebía como por obligación.

Pero lo fundamental, y lo peor, era no tener ninguna opinión. Ella veía los objetos que la rodeaban y comprendía todo lo que pasaba alrededor de ella, pero no podía formar su opinión sobre ningún asunto ni sabía tampoco de qué hablar. ¡Y qué terrible resulta no tener ninguna opinión! Se ve, por ejemplo, una botella en pie, o si está lloviendo, o bien un
mujik
[28]
está viajando en su carro, pero para qué está allí la botella o la lluvia, o el
mujik
y qué sentido tienen, eso ni se sabe ni se sabría explicar, aunque le dieran a uno mil rublos. En los tiempos de Kukin y de Pustovalov y más tarde con el veterinario Oleñka podía explicarlo todo y hubiera podido dar su opinión sobre cualquier asunto, ahora, en cambio, sus pensamientos y su corazón estaban tan desiertos como su patio. Y sentía miedo y amargura, como si hubiera comido ajenjo hasta hartarse.

Poco a poco, la ciudad se ensanchaba en todas direcciones; el arrabal gitano era una calle, y en el sitio donde antes tenían ubicación el parque Tívoli y los depósitos de madera, crecieron edificios y se formó una red de callejuelas. ¡Cuán rápido corre el tiempo! La casa de Oleñka se tornó más oscura, el techo está oxidado, el cobertizo tiende a inclinarse hacia un costado y todo el patio exterior se halla cubierto de maleza y de ortigas. La misma Oleñka está más vieja y más fea; en verano permanece sentada en el pórtico, y su alma, igual que antes, está vacía; sólo hay en ella un tedio y un leve sabor a ajenjo. En invierno ella se queda sentada junto a la ventana, contemplando la nieve. Y cuando llega un soplo de primavera, cuando el viento trae el tañido de las campanas de la catedral, y los recuerdos del pasado de golpe invaden su mente, su corazón se oprime con dulzura y le hace derramar abundantes lágrimas, pero sólo por un instante; luego vuelve el vacío y uno no sabe para qué vive. Bryska, la gatita negra, buscando mimos, ronronea suavemente, pero estas caricias gatunas no conmueven a Oleñka. ¿Acaso es esto lo que ella necesita? Si tuviera un amor que se apoderara de todo su ser, su alma, su mente; que le diera ideas, dirección a su vida; que calentara su sangre aletargada… Y ella echa a la negra Bryska de sus rodillas, diciéndole con fastidio:

—Vete, vete… ¡Nada tienes que hacer aquí! Y así día tras día, año tras año, sin ninguna alegría y sin ninguna opinión. Con lo que decía Mayra, la cocinera, estaba ya todo dicho.

Al anochecer de un caluroso día de julio, cuando por la calle arreaban un rebaño y nubes de polvo llenaban el patio, de pronto alguien golpeó en el portón. Oleñka misma fue a abrir y apenas miró al visitante quedó atónita: en la calle estaba el veterinario Smirnin, ya canoso y vestido de civil. De repente ella recordó todo y, sin poder contenerse, rompió a llorar y apoyó la cabeza sobre el pecho de él; sin decir una palabra, presa de una fuerte agitación, no se dio cuenta cómo habían entrado en la casa y cómo se habían sentado a la mesa para tomar el té.

—¡Palomito mío! —murmuraba, temblando de alegría—. ¡Vladimir Platonich! ¿De dónde lo trae Dios?

—Quiero instalarme aquí definitivamente —contaba él—. Pasé a retiro y quiero probar suerte aquí; anhelo una vida libre y estable. Además, ha llegado el momento de mandar a mi hijo al colegio de secundaria. Ha crecido. Me he reconciliado con mi mujer ¿sabe?

—¿Y dónde está ella? —preguntó Oleñka—.

—Está en una hostería, junto con mi hijo, mientras yo ando buscando un apartamento.

—Dios mío, y ¿por qué no toma mi casa? ¿Acaso no sirve para vivir? Ay Dios, si yo no pienso cobrarles… —se agitó Oleñka y volvió a llorar—. Ustedes vivirán aquí… para mí es suficiente el pabellón. ¡Qué alegría, Dios mío!

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