Al día siguiente el doctor Raguin moría de un ataque de apoplejía. Era el fracaso no ya de una vida, sino de una ideología, de una concepción del mundo. El propio Chéjov veía el país entero —y así lo dice en su correspondencia— como una «isla de Sajalín», un infierno en el que millones de hombres se consumían en las condiciones más inhumanas. Tenía conciencia de que cada uno era personalmente responsable de la vida de toda Rusia.
La violencia debía ser combatida. La no resistencia al mal tolstoiano se había derrumbado como doctrina. Así lo ve el doctor Andrei Efímich. Ya recluido en la sala número seis, dice a Iván Dmítrich Grómov:
«Somos débiles, querido… Yo me mostraba indiferente, razonaba con buen ánimo y sensatez, pero, desde que la vida ha puesto en mí su mano grosera, me siento decaído… sumido en la postración… Somos débiles, no valemos para nada…».
«No se puede seguir viviendo así». Tal es la conclusión a que Chéjov llega en los últimos años del siglo. Esto afirma por boca de uno de sus personajes, en «
El grosellero
» (1898). Las pasadas ilusiones de la
inteliguentsia
se han desmoronado. Hay que buscar nuevas rutas, una nueva concepción del mundo y una actitud nueva ante la vida. Hay que hacer, hay que mostrarse activo. Qué y cómo, no está claro, sin embargo.
Ese mismo espíritu preside el teatro chejoviano. Sus cuatro grandes obras —
La gaviota, El tío Vania, Las tres hermanas y El jardín de los cerezos
— se hallan inspiradas por la insatisfacción. El mundo viejo se viene abajo; hay que cambiar, hay que mirar la vida con otros ojos. No basta alimentar nobles ideales, que en un ambiente de podredumbre no pasan de ser utópicas aspiraciones. Hay que hacer algo para que toda Rusia se convierta en un jardín.
Es un teatro que sigue vivo porque se asienta en los mejores anhelos humanos. El hombre quiere la belleza y el bien. Pero ni lo uno ni lo otro nos caerán del cielo: hay que conquistarlos. Sin una gran idea, no es posible vivir; la vida equivale entonces a la muerte, dice el propio Chéjov. Y esa gran idea hay que ganarla y materializarla en hechos.
Chéjov murió el 2 de julio de 1904 en el balneario alemán de Banderweiler, adonde había llegado poco antes en un último intento de combatir la tuberculosis que desde mucho atrás minaba su organismo. Aún hay un rasgo que muy bien podría pertenecer a uno de sus cuentos humorísticos. Lo refiere Gorki. La llegada de su cadáver a la estación de Moscú, en un vagón con el rótulo «OSTRAS FRESCAS», coincidió con la del cuerpo de un general
[1]
muerto en la guerra ruso-japonesa. La banda de música dispuesta para el general siguió el féretro de Chéjov hasta que se pudo aclarar el equívoco. Quedaron los pocos acompañantes de los restos mortales del escritor, algunos de los cuales le hubieran podido servir muy bien como ilustración de la estupidez humana que tanto había combatido.
«
Recuerdo
—dice Gorki—
a dos abogados moscovitas que parecían unos novios, con sus botas nuevas y sus corbatas de vivos colores. Al marchar detrás de ellos, oí que uno hablaba de la inteligencia de los perros, mientras que el otro describía las cualidades de su casa de campo y las hermosas vistas que la rodeaban. Una mujer, con traje malva y sombrilla de encaje, decía excitada a un viejo: “¡Qué simpático era, qué ingenioso!” El viejo carraspeó escépticamente varias veces
».
J. LAÍN ENTRALGO
Leyendo las obras de Antón Chéjov, sentimos la impresión de vivir uno de esos días melancólicos, avanzado el otoño, cuando el aire es tan transparente, que los árboles desnudos, las casas angostas y los hombres se destacan nítidos. Todo es extraño, solitario, inmóvil, sin fuerza. Están desiertas las lejanías profundas y azules, se confunden con el cielo pálido, y sombrean siniestramente la tierra recubierta de un barro helado. El espíritu del autor, semejante al sol de otoño, ilumina con cruel claridad los senderos, las calles tortuosas, las casas pequeñas y sucias, dentro de las cuales seres miserables se sofocan de aburrimiento y pereza, aunque llenando el ambiente con absurda y soñolienta agitación. He aquí, caminando como un ratón gris, la Queridita, una mujer que sabe amar inmensa y servilmente. Y a su lado, la triste Olga de Tres hermanas, también sabe amar y se somete sin replicar a los caprichos de la mujer, vulgar y depravada, de su perezoso hermano; ante sus ojos, ve romperse la vida de sus hermanas y ella no hace más que llorar, incapaz de prestar una ayuda; sin una palabra de protesta ante tal mediocridad.
He aquí la patética Ranevsky y los otros propietarios de la Cerisaie (Cerezal) egoístas como niños, seniles como ancianos. No murieron a tiempo y gimen; nada ven ni comprenden de cuanto los rodea; parásitos impotentes a cogerse de nuevo a la vida. El vulgar estudiante Trafimov habla elocuentemente de la necesidad de trabajar, y vive ocioso, burlándose estúpidamente de Varia que trabaja sin descanso para asegurar el bienestar de los inútiles.
Verchinine imagina la belleza de la vida en trescientos años más, sin darse cuenta de que a su alrededor todo se descompone y que Solenny se prepara, por aburrimiento e idiotez, a asesinar al buen barón Toussenbach.
Ante nuestros ojos desfila una interminable caravana de hombres y mujeres, esclavos del amor, de la estupidez, de la flojera, de la codicia por los bienes terrenales; dominados por el sombrío temor a la existencia, sienten una angustia confusa y llenan su vida con discursos incoherentes sobre el porvenir; no ven su puesto en el presente.
A veces, en medio de esta masa gris salta una chispa: es Ivanov o Treplev que han adivinado su misión y mueren.
Muchos de entre ellos se detienen a soñar en la belleza de la vida dentro de doscientos años más, pero ninguno se pregunta: ¿quién la embellecerá si nosotros no hacemos más que soñar?
Ante esta multitud aburridora e insulsa de seres impotentes, pasó un hombre grande, inteligente y observador; miró los opacos habitantes de su país, y con una sonrisa triste, de reproche suave pero profundo, con un gesto de horrible decepción, dijo sinceramente:
¡Vuestra vida es mala, señores!
Hace cinco días que permanezco involuntariamente en cama, a causa de una fiebre. La deprimente lluvia finlandesa riega la tierra como un polvo húmedo. En el fuerte de Inno truenan los cañones en maniobras. En la noche, su lengua alargada barre las nubes con sus disparos: es un espectáculo abominable que nos impide olvidar el diabólico maleficio de la guerra.
He leído a Chéjov. Si él no estuviera muerto, desde hace diez años, la guerra lo habría muerto después de envenenarlo con el odio por la humanidad.
Recuerdo su entierro. El ataúd del escritor, «tan tiernamente querido» por Moscú, era conducido en un carro sucio, sobre cuya puerta se leía en grandes caracteres: «Para Ostras». Algunos, de la pequeña comitiva que se reunió en la estación para recibir los restos del escritor, siguieron el cuerpo del general Keller, que devolvían de Manchuria, y se sorprendieron de oír que enterraban a Chéjov con música militar. Comprendido el error, algunas personas de mal humor se pusieron a rezongar.
No más de cien personas acompañaron el entierro de Chéjov. Recuerdo especialmente a dos abogados; llevaban zapatos nuevos y vistosas corbatas; parecían recién casados. Uno de ellos, V. A. Maklakof, hablaba de la inteligencia de los perros; el otro, farsanteaba con su villa y la belleza de los alrededores, mientras una dama de morado, bajo una sombrilla de encajes, convencía a un anciano de anteojos:
—¡Ah! ¡Era extraordinariamente agradable y espiritual!
El anciano tosía con aire incrédulo. Un policía gordo, majestuoso, montado sobre un caballo blanco encabezaba el convoy. Todo esto, y aun otros detalles, eran de una vulgaridad cruel y contrastaban con la memoria de un grande y excelente artista.
En una carta dirigida al viejo A. Souvorine, decía Chéjov:
«Nada hay más aburridor, es decir, menos poético, que esta lucha prosaica por la existencia que destruye el goce de vivir y nos inclina a la apatía».
Estas palabras expresan un estado de alma netamente ruso, pero que, generalmente, no era el de Antón Pavlovitch. En Rusia, donde todo abunda menos el amor al trabajo, la mayoría de los hombres piensan así. El ruso admira la energía, pero no cree en ella. Un escritor activo —un Jack London, por ejemplo— es imposible en Rusia.
Naturalmente, los libros de London se leen mucho, pero no veo que inciten a la acción al ruso; solamente exaltan su imaginación. En este sentido Chéjov no es muy ruso. Para él, desde su juventud, la lucha por la vida era una inquietud cotidiana: debía procurarse un gran pedazo de pan. A estas preocupaciones sin alegría consagró todas las fuerzas de su juventud, y podemos con razón admirarnos de que haya conservado su buen humor. La vida se le presentaba como una fastidiosa aspiración por la saciedad y el reposo; sus grandes dramas y tragedias quedaban ocultos bajo el tosco espesor de las cosas cotidianas. Y sólo pudo observar con mirada penetrante la esencia de estos dramas cuando se sintió liberado de la preocupación de proveer a los que lo rodeaban.
Jamás he visto un hombre que, tan intensa y totalmente como Antón Pavlovitch, haya sentido la importancia del trabajo como fundamento de la civilización; ello se manifestaba en los menores detalles de su vida familiar, en la selección de objetos y en el noble cariño por ellos, y que extraño al deseo de acaparar no se cansa de admirar en ellos las creaciones del espíritu humano. Le gustaba construir, hacer jardines y embellecer la tierra; él sentía la poesía del trabajo. ¡Con qué conmovedora solicitud vigilaba el crecimiento de los árboles frutales y de los arbustos que había plantado! Mientras hacía construir su casa en Aouta, decía:
—Si cada uno hiciera lo que pudiera en su propiedad, ¡qué hermosa sería la tierra!
Como trabajaba en una obra sobre Basile Bouslaev, le leí el presuntuoso monólogo de Basile:
«¡Hola! ¡Si tuviera más fuerza!
Con mi cálido aliento derretiría las nieves.
Daría la vuelta al mundo, sembrando la tierra entera.
Habría caminado un siglo, y construido ciudades.
¡Levantaría templos, plantando por todas partes jardines!
Habría adornado la tierra como una moza.
Y estrechándola como una joven esposa,
habría levantado la tierra hasta mi pecho.
La habría alzado y ofrecido al Señor:
¡Mira, Señor, lo que es ahora la tierra!
¡Cómo la ha embellecido Basilio!
Tú la lanzaste al espacio como una piedra,
y yo he hecho una preciosa esmeralda.
Mírala, Señor, y regocíjate,
¡De verla resplandecer tan verde al sol!
Te la regalaría, señor…
¡
Pero la amo demasiado
!»
Este monólogo agradó a Chéjov. Tosiendo ligeramente me dijo emocionado:
—¡Está bien… verdadero, muy humano! Esto contiene precisamente «el sentido de toda la filosofía»: el hombre ha convertido la tierra en un lugar habitable, también conseguirá hacerla acogedora. —Y con un gesto de obstinación, repitió—: ¡Sí, lo conseguirá!
Luego me pidió que le leyera las fanfarronadas de Basile; escuchaba mirando por la ventana, y aconsejó:
—Los dos últimos versos están de más. Es inútil fanfarronería.
Raras veces hacía alusiones a su obra literaria, a disgusto, casi con vergüenza y tal vez con tanta reserva como para hablar de León Tolstoi. Sólo en sus momentos de alegría llegaba a exponer un tema, siempre humorístico.
—Escuche, voy a escribir una novela sobre una profesora atea admiradora de Darwin y convencida de la necesidad de luchar contra los prejuicios y las supersticiones del pueblo. Pero a medianoche se dirige a los baños para hacer allí cocer un gato negro y sacarle la clavícula: el hueso que atrae al hombre y le inspira el amor. Sí, sí, ese hueso tiene esa propiedad.
Hablaba de sus obras como si se tratara de comedias y creo que estaba sinceramente persuadido de ello. Probablemente Savva Morozov lo había oído decir, pues declaraba: «debían ser puestas en escena como comedias líricas».
Chéjov seguía con gran interés el movimiento literario y se mostraba especialmente benévolo con los «principiantes». Leía con sorprendente paciencia los voluminosos manuscritos de Lazarewsky, Oliger y muchos otros.
—Necesitamos más escritores —decía—. La literatura no es más que una novedad en nuestras costumbres y sólo destinada a la «élite». En Noruega hay un escritor por cada 226 habitantes y nosotros contamos uno por un millón.
A veces la enfermedad lo ponía hipocondríaco y aun, misántropo. En tales momentos era caprichoso en sus juicios y duro con los hombres.
Un día, sacudido por una tos seca, me dijo mientras jugaba con el termómetro:
—Vivir para morir no es muy divertido, pero vivir sabiendo que se ha de morir prematuramente, es un absurdo…
En otra ocasión, sentado cerca de una ventana abierta y mirando a lo lejos el mar, exclamó con inesperada irritación:
—Estamos acostumbrados a vivir en la esperanza del buen tiempo, de una hermosa cosecha, de una agradable aventura, de enriquecernos o de ser nombrados prefecto de policía. Pero la esperanza de hacerse más inteligente, no la percibo entre los hombres. Nos decimos que con otro zar las cosas mejorarán, y que en doscientos años más serán aún mejores, pero nadie hace nada por que la mejoría llegue mañana. En resumen, la vida se hace cada día más complicada y se dirige ella misma, no sabemos dónde. Mientras tanto los hombres se embrutecen y se alejan más y más de ella.
Reflexionó un instante y arrugando la frente agregó:
—Parecen mendigos, inválidos en una procesión.
Era médico, y la enfermedad de un médico es siempre más aflictiva que la de sus clientes; éstos no hacen más que sentir, mientras que el médico tiene además nociones de la destrucción de su organismo. Es uno de los casos en que se puede decir que el conocimiento lo acerca a la muerte.
Cuando reía, sus ojos eran hermosos, acariciadores y dulces como los de una mujer. Y su risa casi silenciosa era particularmente agradable. Hacía gozar realmente su risa. No conozco a nadie que sea capaz de reír como él, «intelectualmente». Jamás lo hacían reír las anécdotas groseras.
Con esa risa afectuosa y cordial me decía:
—¿Sabe usted por qué Tolstoi se muestra tan variable con usted? Es porque está celoso: se imagina que Soulerjitsky quiere a usted, más que a él. Sí, sí. Ayer me dijo: