Esto suena razonable. Pero como se trata de un asunto demasiado discutido en el mundo de las letras, me aventuraré a citar algunos comentarios que hice, años atrás, durante una conferencia en la Liga Nacional del Libro. Un día leí, siguiendo mi costumbre, la página de uno de los mejores semanarios dedicados a comentar la literatura. En esta ocasión el crítico empezaba su artículo sobre una obra de ficción recientemente publicada con las palabras: «Mr. Fulano de Tal no es un mero cuentista». La palabra «mero» se me atragantó y ese día, como hicieran Paolo y Francesca en otra ocasión, no leí más. Este crítico es un conocido novelista y, aunque no he tenido la fortuna de leer ninguno de sus libros, no dudo que son admirables. Pero por su comentario no puedo menos que concluir que en su opinión un novelista debe ser algo más que un novelista. Parece obvio que, aunque con algunas dudas, él acepte la noción, prevaleciente entre los escritores de hoy, de que en el convulso estado del mundo en el que vivimos resulta frívolo para un autor escribir novelas destinadas únicamente a ayudar al lector a pasar unas cuantas horas agradables. Tales obras son, como bien lo sabemos, rechazadas por «escapistas». Esta palabra, al igual que potboilers podría muy bien ser suprimida del diccionario de los críticos. Todo arte es escapista, tanto las sinfonías de Mozart como los paisajes de Constable. ¿Acaso leemos los sonetos de Shakespeare o las odas de Keats por algo distinto al agrado que nos proporcionan? ¿Por qué debemos pedir al novelista más de lo que pedimos al poeta, al compositor o al pintor? De hecho, no hay nada a lo que pueda llamarse un «mero» cuento. Aunque en ocasiones al escribir un cuento un autor no tenga otra intención que hacerlo legible, es probable que sin proponérselo haga una crítica a la vida. Cuando Rudyard Kipling en su
Plane Tales of the Hills
escribió acerca de los civiles indios, los oficiales jugadores de polo y sus esposas, lo hizo con la inocente admiración de un joven periodista de origen modesto deslumbrado ante lo que él consideraba glamour. Es extraño que en su época nadie viera la dura crítica que hacían al poder supremo estos cuentos. Nadie puede leerlos ahora sin darse cuenta de lo inevitable que era que los británicos renunciaran a su control sobre la India. Igual sucede con Chéjov. Objetivo como trató de ser, con la única intención de describir la vida tal como es, sus cuentos no pueden leerse sin advertir que la brutalidad y la ignorancia de la que escribió, la corrupción, la miserable pobreza de los pobres y la despreocupación de los ricos, debían inevitablemente llevar a una revolución sangrienta.
Me imagino que mucha gente lee obras de ficción puesto que no tiene nada más que hacer. Leen por placer, y está bien que lo hagan, aunque gentes diferentes buscan al leer diferentes tipos de placer. Uno de ellos es el placer de reconocerse. Los lectores contemporáneos de
Barchester Chronicles de Trollope
las leen con una íntima satisfacción puesto que retratan el tipo de vida que ellos llevaron. En su mayoría los lectores pertenecen a la clase media alta de la que tratan estas crónicas. Sentían la misma autocomplacencia que experimentaban cuando Mr. Browning les decía: «Dios está en su cielo. Todo va bien en la tierra». El tiempo ha dado a estas novelas el atractivo del género. Las encontramos divertidas, y hasta emocionantes (¡qué bueno era vivir en un mundo en el que la vida para las gentes acomodadas era tan fácil, y todo resultaba tan bien al final!) y poseían el mismo tipo de encanto de aquellas pinturas anecdóticas de mediados del siglo XIX con sus barbados caballeros de sombrero de copa y frac, y sus lindas damitas de sombrero y crinolina. Otros lectores buscan en esas novelas lo extraño y novedoso. Las novelas exóticas tienen siempre sus partidarios. La mayoría de la gente lleva una vida prodigiosamente aburrida, y es un alivio a la monotonía de la existencia absorberse por un rato en un mundo de azar y peligrosas aventuras. Sospecho que los lectores rusos de los cuentos de Chéjov encontraban en él un placer muy diferente al que encontraban sus lectores del mundo occidental. Ellos conocían muy bien las condiciones de la gente que él tan vívidamente describe. Los lectores ingleses encuentran en sus cuentos algo nuevo y extraño, horrible y a menudo depresivo, pero presentado con una verdad impresionante, fascinante e incluso romántica.
Sólo los ingenuos pueden suponer que una obra de ficción pueda suministrarnos información confiable sobre temas que nos interesan y que pueden moldear nuestra conducta. Precisamente por la naturaleza misma de su facultad creadora el novelista es incompetente para tratar con tales asuntos; él no se debe a la razón sino al sentimiento, a la imaginación y a la inventiva. Es parcial. Los temas que el escritor escoge, los personajes que crea y su actitud hacia ellos están condicionados por su parcialidad. Aquello que escribe es expresión de su personalidad y manifestación de sus instintos, sus emociones, sus intuiciones y su experiencia. Él carga los dados, a veces sin saber cómo, a veces sabiéndolo muy bien; y luego emplea toda la habilidad para evitar que el lector lo descubra. Henry James insistía en que el escritor de ficción debía dramatizar. Eso quiere decir, aunque tal vez de manera no muy lúcida, que el escritor debe arreglar de tal manera los hechos que atrape y mantenga la atención del lector. Esto, como es bien sabido, fue lo que James hizo consistentemente, pero, por supuesto, no es el modo como un trabajo de valor científico o informativo se escribe. Si el lector está preocupado por los apremiantes problemas de su época, debe leer, como Chéjov lo aconsejaba, no cuentos ni novelas, sino aquellas obras que específicamente tratan de ellos. El verdadero objetivo del escritor de ficción no es instruir sino divertir.
Los autores llevan vidas oscuras. No son invitados a la mesa del alcalde, ni se los nombra ciudadanos honorables de las ciudades. Tampoco tienen el honor de quebrar botellas de champaña contra el casco de un trasatlántico pronto a zarpar en su viaje inaugural. Las multitudes no se agolpan, como sucede con las estrellas de cine, para verlos salir de su hotel y saltar dentro de un Rolls Royce. No se les invita a inaugurar bazares en ayuda de nobles damas venidas a menos, ni se les ve ante una aclamante muchedumbre entregando la copa de plata al ganador de individuales en Wimbledon. Pero tienen sus compensaciones. Desde tiempos inmemoriales, los hombres favorecidos por el don creador han adornado mediante sus obras de arte el feo negocio de la vida. Como puede verlo cualquiera que visite Creta, las copas, las tazas y los cántaros fueron decorados, no para hacerlos más útiles, sino más agradables a la vista. A través de los tiempos los artistas han encontrado satisfacción completa produciendo obras de arte. Si el escritor de ficción es capaz de hacerlo, hace todo lo que razonablemente puede demandársele. Es un abuso utilizar la novela como púlpito o estrado.
WILLIAM SOMERSET MAUGHAM
A Alexéi M. Peshkov (Máximo Gorki).
Yalta, 3 de diciembre de 1898.
Me pregunta cuál es mi opinión sobre sus cuentos. ¿Qué opinión tengo? Un talento indudable, y además un verdadero y gran talento. Por ejemplo, en el cuento
En la estepa crece
con una fuerza inhabitual, e incluso me invade la envidia de no haberlo escrito yo. Usted es un artista, una persona sabia. Siente a la perfección. Es plástico, es decir, cuando representa algo, lo observa y lo palpa con las manos. Eso es arte auténtico. Esa es mi opinión y estoy muy contento de poder expresársela. Yo, repito, estoy muy contento, y si nos hubiésemos conocido y hablado en otro momento, se hubiese convencido del alto aprecio que le tengo y de qué esperanzas albergo en su talento.
¿Hablar ahora de los defectos? No es tan fácil. Hablar sobre los defectos del talento es como hablar sobre los defectos de un gran árbol que crece en un jardín. El caso es que la imagen esencial no se obtiene del árbol en sí, sino del gusto de quien lo mira. ¿No es así?
Comenzaré diciéndole que, en mi opinión, usted no tiene contención. Es como un espectador en el teatro que expresa su entusiasmo de forma tan incontinente que le impide escuchar a los demás y a sí mismo. Especialmente esta incontinencia se nota en las descripciones de la naturaleza con las que mantiene un diálogo; cuando se leen, se desea que fueran compactas, en dos o tres líneas. Las frecuentes menciones del placer, los susurros, el ambiente aterciopelado y demás, añaden a estas descripciones cierta retórica y monotonía, y enfrían, casi cansan. La falta de continencia se siente en la descripción de las mujeres («
Malva
», «
En las balsas
») y en las escenas de amor. Eso no es oscilación y amplitud del pincel, sino exactamente falta de continencia verbal. Después es frecuente la utilización de palabras inadecuadas en cuentos de su tipo. Acompañamiento, disco, armonía: esas palabras molestan. […] En las representaciones de gente instruida se nota cierta tensión, como si fuera precaución; y esto no porque usted haya observado poco a la gente instruida, usted la conoce, pero no sabe exactamente desde qué lado acercarse a ella. ¿Cuántos años tiene usted? No lo conozco, no sé de dónde es ni quién es, pero tengo la impresión de que aún es joven. Debería dejar Nizhni [Nizhni-Novgorod] y durante dos o tres años vivir, por así decirlo, alrededor de la literatura y los círculos literarios; esto no para que nuestra generación le enseñe algo, sino más bien para que se acostumbre, y siente definitivamente la cabeza con la literatura y se encariñe a ella. En las provincias se envejece pronto. Korolenko, Potapenko, Mamin [Mamin-Sibiriak], Ertel, son personas excelentes; en un primer momento, quizás le resulte a usted aburrido estar con ellos, pero después, tras dos años, se acostumbrará y los valorará como merecen, y su compañía le servirá para soportar la desagradable e incómoda vida de la capital.
ANTÓN CHÉJOV
A Mijail P. Chéjov, Taganrog,
6 y 8 de abril de 1879.
Haces bien en leer libros. Acostúmbrate a leer. Con el tiempo, valorarás esa costumbre. ¿La señora Beecher Stow [novelista norteamericana, autora de
La cabaña del tío Tom
] te ha arrancado unas lágrimas? La leí hace tiempo y he vuelto a leerla hace unos seis meses con un fin científico, y después de la lectura sentí la sensación desagradable que sienten los mortales que comen uvas pasas en exceso… Lee los siguientes libros:
Don Quijote
(completo, en siete u ocho partes). Es bueno. Las obras de Cervantes se encuentran a la altura de las de Shakespeare. Aconsejo a los hermanos que lean, si aún no lo han hecho,
Don Quijote y Hamlet
, de Turguéniev. Tú, hermano, no lo entenderás. Si quieres leer un viaje que no sea aburrido, lee
La fragata Palas
, de Goncharov.
A Dmitri V. Grigoróvich,
Moscú, 28 de marzo de 1886.
Su carta, mi querido y buen bienhechor, me ha impactado como un rayo. Me conmovió y casi rompo a llorar. Ahora pienso que ha dejado una profunda huella en mi alma. […]
Todas las personas cercanas a mí siempre han menospreciado mi actividad de escritor y no han cesado de aconsejarme amistosamente que no cambiara mi ocupación actual por la de escritor. Tengo en Moscú cientos de conocidos, entre ellos dos decenas que escriben, y no puedo recordar ni a uno sólo que haya visto en mí a un artista. En Moscú existe el llamado «círculo literario». Talentos y mediocridades de cualquier pelaje y edad se reúnen una vez por semana en el reservado de un restaurante y dan rienda suelta a sus lenguas. Si fuera allí y les leyera una parte de su carta, se reirían de mí. Tras cinco años de deambular por los periódicos he logrado compenetrarme con esa opinión general de mi insignificancia literaria. En seguida me acostumbré a mirar mis trabajos con indulgencia y a escribir de manera trivial. Esa es la primera razón. La segunda es que soy médico y siento una gran pasión por la medicina de modo que el proverbio sobre las dos liebres [«El que sigue dos liebres, tal vez cace una, y muchas veces, ninguna»] nunca quitó tanto el sueño a nadie como a mí. Le escribo todo esto sólo para justificar un poco ante usted mi gran pecado. Hasta ahora he mantenido, respecto a mi labor literaria, una actitud superficial, negligente y gratuita. No recuerdo ni un solo cuento mío en el que haya trabajado más de un día. «
El cazador
», que a usted le gusta, lo escribí en una casa de baños. He escrito mis cuentos como los reporteros que informan de un incendio: mecánicamente, medio inconsciente, sin preocuparme para nada del lector ni de mí mismo… He escrito intentando no desperdiciar en un cuento las imágenes y los cuadros que quiero y que, sabe Dios por qué, he guardado y escondido con mucho cuidado. […]
Disculpe la comparación, pero ha actuado en mí como la orden gubernamental de «abandonar la ciudad en 24 horas», esto es, de pronto he sentido la imperiosa necesidad de darme prisa, de salir lo antes posible del lugar donde me hallo empantanado… Estoy de acuerdo en todo con usted. El cinismo que me señala, lo sentí al ver publicado «
La bruja
». Si hubiera escrito ese cuento no en un día, sino en tres o cuatro, no lo tendría… Me libraré de los trabajos urgentes, pero me llevará tiempo… No es posible abandonar el carril en el que me encuentro. No me importa pasar hambre, como ya pasé antes, pero no se trata de mí. Dedico a escribir mis horas de ocio, dos o tres por día y un poco de la noche, esto es, un tiempo apenas suficiente para pequeños trabajos. En verano, cuando tenga más tiempo libre y menos obligaciones, me ocuparé de asuntos serios.
No puedo poner mi verdadero nombre en el libro, porque ya es tarde: la viñeta ya está preparada y el libro, impreso. Mucha gente de Petersburgo me ha aconsejado, antes que usted, no echar a perder el libro con un pseudónimo, pero no les he hecho caso, probablemente por amor propio. No me gusta nada mi libro [
Cuentos abigarrados
se publicó bajo el pseudónimo de Antosha Chejonté]. Es una vinagreta, un batiburrillo de trabajos estudiantiles, desplumados por la censura y por los editores de las publicaciones humorísticas. Creo que, después de leerlo, muchos se sentirán decepcionados. Si hubiera sabido que usted me lee y sigue mis pasos, no lo habría publicado. La esperanza está en el futuro. Sólo tengo 26 años. Quizás me dé tiempo a hacer algo, aunque el tiempo pasa deprisa. Le pido disculpas por esta carta tan larga. […] Con profundo y sincero respeto y agradecimiento.
ANTÓN CHÉJOV