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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (3 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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«Yo no puedo ser sincero con Gorki, no sé por qué, pero no puedo. Me disgusta que Souler viva con él. Gorki es un hombre malo. Parece un seminarista a quien han obligado a tomar el hábito, y esto lo ha puesto furioso contra todos. Tiene el alma del observador, de los hebreos; ha llegado, no se sabe de dónde, a tierra extranjera, a Canaan; observa todo, anota todo, y lo lleva a su dios. Y su dios es un monstruo de la especie de las ondinas o las sílfides de los campesinos».

Contándome esto, Chéjov terminó riendo hasta llorar y prosiguió, secándose los ojos:

Yo le contesté: «No, Gorki es bueno». Y él insistió «No, no, yo sé. Tiene una nariz de pato y sólo los desgraciados o los malos pueden tenerla. Desde luego, las mujeres tampoco lo quieren y ellas son como los perros: olfatean a los hombres buenos. Souler, sí, posee el don de amar desinteresadamente. En ello, es genial. Saber amar, es saberlo todo».

Y Chéjov repitió:

—Sí, el viejo está celoso… ¡Qué ser admirable!…

Siempre que hablaba de Tolstoi, tenía en los ojos una sonrisa particular, imperceptible, tierna y confusa. Bajaba la voz como hablando de algo irreal y misterioso que exigía palabras prudentes y suaves.

Más de una vez deploró que no hubiese cerca de Tolstoi un Eckermann que anotara cuidadosamente los pensamientos incisivos, inesperados y aun contradictorios del viejo sabio.

—Usted debería encargarse de ello —aconsejaba a Soulerjitsky—. Tolstoi lo quiere tanto, habla a menudo y muy bien de usted.

De Souler, ha dicho Chéjov:

—Es un niño sabio…

Lo cual es muy exacto.

Un día, en mi presencia, Tolstoi expresaba a Chéjov su admiración por una de sus novelas, creo que por Queridita:

«Es como un encaje tejido por una joven casta. Había antaño, solteronas bordadoras que ponían en su trabajo los sueños de toda su vida. Entrelazaban en sus encajes todos sus sueños de amor puro y vago».

Tolstoi hablaba emocionado, con lágrimas en los ojos. Aquel día, Chéjov tenía temperatura; estaba sentado, con manchas rojas en las mejillas, la cabeza inclinada, y limpiaba cuidadosamente sus anteojos. Largo rato permaneció en silencio, luego suspiró y dijo confundido:

—Está llena de faltas.

Mucho se puede escribir sobre Chéjov, pero sería necesario un estilo neto y muy fino, y yo no me siento capaz. Convendría escribir de él como él mismo escribió su
Estepa
, una novela perfumada, liviana, de una melancolía tan rusa y tan soñadora, una de esas novelas que se escriben para sí mismo.

Reconforta el recuerdo de semejante hombre: inmediatamente el valor vuelve a la vida y toma un sentido claro.

El hombre es el eje del mundo.

¿Y sus vicios, sus defectos? dirán.

Estamos todos hambrientos de amor por la humanidad, y cuando se tiene hambre, aun el pan crudo, parece bueno.

MÁXIM GORKI

Chéjov y el cuento corto
I

En Rusia, dos generaciones de escritores habían venido creando un tipo de cuento completamente distinto. El cuento corto era allí, algo en realidad nuevo. Es singular el que tomara tanto tiempo a esta variedad de la narrativa breve alcanzar el mundo occidental. Es cierto que los cuentos de Turgueniev fueron leídos en traducciones francesas. Turgueniev fue aceptado por los Goncourt, por Flaubert y por los círculos intelectuales en los que ellos se movían dada su majestuosa presencia, la amplitud de sus medios y sus aristocráticos orígenes; y sus trabajos fueron apreciados con el moderado entusiasmo con que los franceses han mirado siempre las producciones de autores extranjeros. Su actitud ha sido como la que el doctor Johnson asumía en sus prédicas respecto a la mujer: «No está bien hecha, pero es sorprendente que haya sido hecha». No fue hasta cuando Melchior de Vogué publicó su libro La novela rusa, en l886, que la literatura rusa tuvo algún efecto sobre el mundo literario de París. Con el tiempo (creo que en 1905), algunos cuentos de Chéjov fueron traducidos al francés y recibieron una aceptación favorable. En Inglaterra continuaba conociéndoselo muy poco. A su muerte, en l904, era considerado como el mejor escritor de su generación. La Enciclopedia Británica en su undécima edición, publicada en 1911, pudo de él decir únicamente: «A. Chéjov mostró considerables dotes en sus narraciones breves». Fría alabanza. Sólo cuando Mrs. Garnett publicó en trece pequeños volúmenes una selección de su extensa obra, los lectores se interesaron en él. A partir de entonces el prestigio de los escritores rusos en general, y el de Chéjov en particular, ha sido enorme. Se transformó notablemente la composición y la apreciación del cuento corto. Los lectores agudos se apartan con indiferencia de aquellos cuentos técnicamente «bien hechos», y a los escritores que aún los escriben para el deleite de la gran masa del público, se los tiene muy poco en cuenta.

La vida de Chéjov ha sido escrita por David Magarschak. Se trata de una vida de logros a pesar de las terribles dificultades: pobreza, deberes onerosos, mal ambiente y pésima salud. De este interesante y bien documentado libro extraigo lo que narro a continuación. Chéjov nació en 1860. Su abuelo fue un siervo que ahorró suficiente dinero para comprar su libertad y la de sus tres hijos. Uno de ellos, de nombre Pavel, con el tiempo abrió una tienda en Taganrog, en el mar de Azof, se casó y tuvo cinco hijos y una hija. Anton Chéjov fue el tercero. Pavel era inculto y tonto, vano, egoísta, brutal y hondamente religioso. Muchos años después Chéjov escribió refiriéndose a él:

«Recuerdo que papá comenzó a educarme cuando yo tenía cinco años, o, para decirlo más claro, a azotarme cuando sólo tenía cinco años. Me azotaba, me tiraba las orejas, me golpeaba en la cabeza, de modo que la primera pregunta que se me ocurría al despertarme en las mañanas era: ¿seré golpeado nuevamente hoy? Me prohibieron todo juego o diversión. Tenía que asistir en la mañana y en la tarde a los oficios religiosos, besar las manos de sacerdotes y de monjes, leer en casa los salmos… Cuando tuve ocho años, debía atender la tienda, trabajar como muchacho de mandados, todo lo cual afectó mi salud, pues me golpeaban casi a diario. Luego, cuando fui enviado a la escuela secundaria, estudiaba hasta la comida, y de ese momento en adelante, debía encargarme de la tienda».

Cuando Anton Chéjov cumplió dieciséis años, su padre, consumido por las deudas y temeroso de caer en prisión, huyó a Moscú, ciudad en la que sus dos hijos mayores, Alexander y Nicolás, estudiaban en la universidad. Anton quedó en Taganrog, continuó sus estudios, y se mantuvo lo mejor que pudo ayudando niños retardados. Cuando, tres años después, se graduó y le fue otorgada una beca de veinticinco rublos al mes, se reunió con sus padres en Moscú. Decidido a ser médico, ingresó en la Escuela de Medicina. Era entonces un joven alto, de algo más de un metro con ochenta, cabellos castaño claro, ojos cafés y labios firmes y llenos. Encontró a su familia viviendo en el piso bajo de una casa situada en un suburbio infestado de prostíbulos. Antón trajo consigo a dos condiscípulos suyos para que se alojaran con su familia; éstos pagaban entre ambos cuarenta rublos al mes, un tercer inquilino otros veinte, y con los veinticuatro de Chéjov sumaban ochenta y cinco rublos, suma con la que debían proveer comida para nueve personas y pagar el arriendo. Pronto se mudaron a un apartamento más grande en la misma escuálida calle. Dos de los pensionistas ocupaban un cuarto, otro tenía uno más pequeño para él solo, Anton y dos de sus hermanos un tercero, su madre y su hermana el cuarto, y el quinto, que hacía las veces de sala y comedor, era la habitación de sus hermanos Alexander y Nicolás. Pavel, su padre, había conseguido por fin un empleo de treinta rublos al mes en un almacén, donde debía alojarse, de modo que por un tiempo se vieron libres del estúpido y despótico hombre que había hecho de sus vidas una carga.

Anton tenía el don de improvisar divertidas historias que, según cuentan, hacían reír a carcajadas a sus amigos. Dada la situación desesperada de su familia, resolvió intentar escribirlas. Escribió una y la mandó al semanario petersburgués
El vuelo del dragón
. Una tarde de enero, al regresar de la Escuela de Medicina, compró un ejemplar y se encontró con que su cuento había sido aceptado. Le iban a pagar cinco copecs por línea. Debo recordar al lector que el rublo equivalía a dos chelines, y que cien copecs eran un rublo, de modo que el pago ofrecido era de aproximadamente un penique por línea. A partir de entonces, Chéjov envió a El vuelo del dragón un cuento casi semanalmente, pero muy pocos fueron aceptados; no obstante, logró colocarlos en los diarios de Moscú, aunque lo que pagaban era casi nada; los diarios pendían de un hilo, y en ocasiones sus colaboradores, si querían recibir su paga, debían aguardar en la oficina hasta que los voceadores regresaran con el producto de las ventas hechas en la calle. Fue un editor petersburgués, de apellido Leykin, quien dio a Chéjov su primera oportunidad. Dirigía un diario llamado Fragmentos, y encargó a Chéjov escribir un cuento semanal de cien líneas, a ocho copecs la línea. Se trataba de un periódico humorista, y cuando en ocasiones Chéjov le enviaba un cuento serio, Leykin se quejaba de que eso no era lo que sus lectores querían. Aunque los cuentos que escribió gustaron y le ganaron cierta reputación, las limitaciones impuestas, tanto en cuanto a su extensión como a su tema, lo irritaban; para satisfacerlo, Leykin, quien parece haber sido un hombre bondadoso y amable, obtuvo que la Gaceta de Petersburgo le solicitara un cuento semanal, más largo y de tipo diferente, con el mismo precio de ocho copecs la línea. ¡Entre 1880 y 1885, Chéjov escribió más de trescientos cuentos!

Se trataba de potboilers. El diccionario de Oxford nos dice que ésta es una palabra que se aplica despreciativamente a una obra literaria o de arte que se ejecuta con el propósito de ganarse la vida. Es un término que debería expulsarse del vocabulario de los cronistas literarios. Yo diría, más bien, que el joven autor que descubre que siente una creativa urgencia de escribir (y por qué la tiene es un misterio tan impenetrable como el origen del sexo), puede pensar que esto le reportará renombre, pero seguramente muy rara vez piensa que le reportará dinero; y pensar de este modo demuestra que es listo, pues en sus comienzos es muy improbable que se lo reporte. Pero cuando decide convertirse en un escritor profesional y ganarse así su existencia, no puede ser indiferente al dinero que su talento pueda proporcionarle. El motivo por el cual escribe no debe importar a sus lectores.

Mientras Chéjov escribía este estupendo número de historias, trabajaba también en la Escuela de Medicina para obtener su diploma. Sólo podía escribir en las noches, después de la dura jornada del hospital. Las condiciones en que escribía eran difíciles. Los inquilinos se habían ido, y los Chéjov se mudaron a un apartamento más pequeño.

«Pero en el cuarto contiguo —escribía a Leykin—, el niño de un pariente (de su hermano Alexander) llora, en el otro papá lee en voz alta a mamá un cuento de Leskov, alguien ha echado a andar nuestra vitrola y está sonando Bella Helena».

«… Mi cama la ocupan los parientes que están de visita, quienes a cada minuto me interrumpen para hablarme de medicina. ¡El niño está berreando! He tomado la determinación de jamás tener hijos. Creo que los franceses tienen tan pocos por tratarse de un pueblo literato…».

Un año más tarde, en carta a su hermano menor Iván, escribió:

«Gano más dinero que cualquiera de tus tenientes del ejército, pero no tengo un céntimo, ni comida decente, ni un cuarto propio donde pueda realizar mi trabajo… en este momento estoy sin una moneda, y espero con ansiedad que llegue primero del mes, día en que recibiré sesenta rublos de Petersburgo, los que gastaré de inmediato».

En 1884 Chéjov tuvo una hemorragia. En su familia había tuberculosis hereditaria, y él no pudo ignorar lo que aquello significaba, pero por temor a que sus sospechas se confirmaran no permitió que un especialista lo examinara. Para calmar a su angustiada madre, le dijo que la hemorragia se debía a que se le había roto un vaso sanguíneo en la garganta y que no tenía nada que ver con la tuberculosis. Hacia el final del año aprobó los exámenes finales y se doctoró en medicina. Algunos meses después reunió algo de dinero para ir por primera vez a Petersburgo. No había atribuido ninguna importancia a sus cuentos; los había escrito por dinero y decía que ninguno de ellos le había tomado más de un día el escribirlo. A su llegada a Petersburgo descubrió, para su sorpresa, que era famoso. A pesar de que se trataba de cuentos ligeros, las personas inteligentes de Petersburgo, a la sazón el centro cultural de Rusia, los encontraban frescos, vívidos y originales. Lo recibieron con calidez. Le hicieron sentir que se lo miraba como uno de los más talentosos escritores de su época. Los editores lo invitaron a colaborar con sus periódicos con mejor remuneración de la que hasta entonces había obtenido. Uno de los más distinguidos autores lo instó a que abandonara el tipo de cuentos que hasta entonces había escrito y se decidiera a escribir otros más serios.

Chéjov se impresionó, pero jamás intentó convertirse en un escritor profesional. «La medicina, decía, es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante»; regresó pues a Moscú con la intención de ganarse la vida como médico. Debe admitirse que hizo poco por ejercerla prósperamente. Adquirió muchas amistades y éstas le enviaban pacientes, pero muy rara vez le pagaban las consultas. Era alegre y encantador, y con su sonora y contagiosa risa tuvo gran éxito entre los círculos bohemios que frecuentaba. Le encantaba dar fiestas y asistir a fiestas. Bebía copiosamente, pero salvo en los matrimonios, días de santo (el equivalente ruso de los nacimientos) y fiestas de la iglesia, rara vez se emborrachaba. Las mujeres lo encontraban atractivo, y tuvo varios amoríos. Sin embargo, no fueron importantes. Con el correr del tiempo visitó frecuentemente Petersburgo y viajó aquí y allá por Rusia. Cada primavera, dejando que sus pacientes se cuidaran solos, trasladaba a toda su familia en coche al campo, y allí se quedaba hasta el otoño. Tan pronto se supo que era doctor, los pacientes llegaban por manadas a consultarlo y, por supuesto, no le pagaban. Para ganar dinero se veía obligado a escribir cuentos. Éstos eran cada vez más y más exitosos y se los pagaban bien, pero él era incapaz de vivir de ellos. En una de sus cartas a Leykin escribió:

«Me pregunta qué hago con mi dinero. No llevo una vida disipada, no me visto como un dandy, no tengo deudas, y ni siquiera mantengo una querida (el amor lo obtengo gratis), y sin embargo me quedan sólo cuarenta rublos de los trescientos que recibí de usted y de Savorin antes de la Semana Santa, y todavía debo pagar mañana cuarenta».

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