–Entonces, razone, hombre. Los terrícolas son diferentes genéticamente de nosotros. Virtualmente somos especies distintas. No podemos interfecundarnos.
–No ha sido probado.
–Bien, pues existen datos genéticos. Los de Darrel. Los de Santirix. Compárelos. Si mi ex marido no fuera su padre, las diferencias genéticas le harían inconfundible.
–Los datos genéticos no están a disposición de todo el mundo. Lo sabe de sobra.
–Amadiro no es tan esclavo de consideraciones éticas. Tiene influencia para verlos ilegalmente... ¿O teme que contradigan su hipótesis?
–Sea cual fuere su motivo, señora, no traicionará jamás el derecho de un aurorano a la intimidad.
–Pues váyase al espacio y ahóguese en el vacío –dijo Gladia–.
Si su Amadiro se niega a convencerse, ya no es asunto mío. Usted, por lo menos, debería convencerse y su trabajo consiste en convencer a Amadiro. Si no puede hacerlo y su carrera no progresa como usted desearía, por favor, tenga la seguridad de que es enteramente cosa suya y no mía.
–No me sorprende. No esperaba más. En cuanto a este asunto estoy convencido. Yo sencillamente esperaba que pudiera darme usted algo tangible para convencer al doctor Amadiro. No lo ha hecho,
Gladia se encogió de hombros, despectiva.
–Utilizaré otros métodos –dijo Mandamus.
–Me alegra que los tenga.
Mandamus añadió en voz baja, como sin darse cuenta de que no estaba solo.
–Yo también. Todavía me quedan métodos más poderosos.
–Estupendo. Le sugiero que trate de chantajear a Amadiro. Debe de tener mucho con qué chantajearle.
–No sea loca.
–Puede marcharse ahora mismo. Creo que he soportado de usted todo lo que deseo soportar. ¡Fuera de mi casa!
Mandamus alzó los brazos.
–Espere. Le dije al principio que había dos razones para visitarla: una personal y otra estatal. He dedicado demasiado tiempo a la primera, debo rogarle cinco minutos para discutir la segunda.
–No le voy a conceder más de cinco minutos.
–Hay alguien más que desea verla. Un terrícola o, por lo menos, un miembro de uno de los mundos colonizados, un descendiente de la Tierra.
–Dígale que ni los terrícolas ni sus descendientes colonos están autorizados en Aurora, y despídale. ¿Qué tengo yo que ver con él?
–Desgraciadamente, señora, en los últimos siglos el equilibrio de poder ha variado algo. Los terrícolas tienen más mundos que nosotros, y siempre han dispuesto de mayor población. Poseen más naves aunque éstas no sean tan avanzadas como las nuestras y debido a su escasa longevidad y a su fecundidad, están aparentemente más dispuestos a morir que nosotros.
–Lo último no lo creo.
–¿Por qué no? –sonrió Mandamus–. Ocho décadas significan menos que cuarenta. En todo caso, debemos tratarlos correctamente, mucho mejor que en tiempos de Elijah Baley. Si le sirve de consuelo, es la política de Fastolfe la que creó esta situación.
–A propósito, ¿por boca de quién habla? ¿Es Amadiro el que ahora se ve obligado a ser correcto con los colonos?
–No, en realidad es el Consejo.
–¿Y viene en nombre del Consejo?
–No oficialmente, pero me han pedido que la informe..., no oficialmente, de esta petición.
–Y si veo a ese colono, ¿para qué? ¿Para qué quiere verme?
–Esto es lo que no sabemos, señora. Contamos con que usted nos lo diga. Usted tiene que recibirle, averiguar qué quiere, e informarnos.
–¿Quién es "nos"?
–El Consejo, como le he dicho. El colono llegará aquí, a su casa, esta noche.
–Parece asumir que no tengo elección y que debo aceptar la posición de informadora.
Mandamus se levantó. Claramente había terminado su misión.
–No va a ser una "informadora". No debe nada a ese colono. Simplemente informará a su gobierno, como leal ciudadana de Aurora, dispuesta e, incluso, ansiosa de poder hacerlo. No querrá que el Consejo suponga que su nacimiento solario ha mermado de algún modo su patriotismo.
–Señor, he sido ciudadana de Aurora por más de cuatro veces su edad.
–Indudablemente, pero nació y creció en Solaria. Es usted una peculiar anomalía, una aurorana nacida en el extranjero, y esto es difícil de olvidar. Y resulta especialmente cierto, pues el colono desea verle más que a otra persona de Aurora, precisamente por haber nacido en Solaria.
–¿Y cómo lo sabe usted?
–Es fácil de suponer. La identifica como a "la mujer solariana". Nosotros sentimos curiosidad por saber qué significa eso para él..., ahora que Solaria no existe.
–Pregúnteselo.
–Preferimos preguntárselo a usted después de que usted se lo pregunte a él. Debo pedirle permiso para retirarme ahora y darle las gracias por su hospitalidad.
Mandamus se dirigió hacia la entrada que conducía a la puerta principal, seguido de cerca por sus robots.
Se detuvo antes de abandonar la estancia, se volvió, y dijo:
–Casi se me había olvidado.
–¿El qué?
–El colono que desea verla tiene un apellido que, por curiosa coincidencia, es Baley.
Primera parte AURORA
Con robótica cortesía Daneel y Giskard acompañaron a Mandamus y a sus robots fuera de la propiedad. Aprovechando que estaban fuera, recorrieron los jardines para asegurarse de que los robots inferiores estaban en sus puestos, y tomaron nota de las condiciones climáticas (nublado y un poco más frío de lo que correspondía a la estación)
Daneel dijo:
–El doctor Mandamus ha admitido abiertamente que los mundos de los colonos son ahora más fuertes que los de los espaciales. No esperaba que lo hiciera.
–Ni yo –asintió Giskard–. Estaba seguro de que los colonos aumentarían su poder comparado con el de los espaciales, Elijah Baley lo predijo hace muchas décadas, pero no veía cómo podría determinar cuándo se haría patente para el Consejo aurorano. Me parecía que la inercia social mantendría al Consejo firmemente convencido de la superioridad espacial mucho después de que ésta desapareciera, pero no podía calcular cuánto tiempo seguirían engañándose.
–Me asombra que el colega Elijah lo previera hace tanto tiempo.
–Los seres humanos piensan sobre ellos mismos en una forma que nosotros no podemos. – De haber sido Giskard humano, la observación hubiera podido parecer envidiosa o nostálgica, pero al ser un robot, era simplemente real. Y prosiguió: –He tratado de adquirir más conocimientos, aunque no de la forma de pensar, sino leyendo detalladamente historia de la humanidad. Estoy seguro de que en el largo recuento de los acontecimientos humanos debe de haber, escondidas, unas leyes para la humanidad equivalentes a las tres leyes de la robótica.
–Gladia me dijo una vez –observó Daneel– que era una esperanza imposible.
–Puede que así sea, amigo Daneel, pero aunque tengo la impresión de que estas leyes de la humanidad deben existir, no puedo encontrarlas. Cada generalización que intento plantear, por más amplia y sencilla que sea, contiene numerosas excepciones. No obstante, si esas leyes existieran y yo pudiera encontrarlas, comprendería mejor a los seres humanos y estaría más seguro de que estoy obedeciendo mejor las tres leyes.
–Si el colega Elijah comprendía a los seres humanos, debía conocer las leyes de la humanidad.
–Presumiblemente, pero las conocía a través de algo que el ser humano llama intuición, una palabra que no comprendo, ilustrando un concepto del que no sé nada. Es de presumir que se encuentra más allá de la razón y yo sólo dispongo de la razón.
Eso y los recuerdos.
Los recuerdos que naturalmente no funcionaban según los sistemas humanos. Carecían de la rememoración imperfecta, de la impresión borrosa, de la adición y sustracción dictadas por anhelos y egoísmos, por no hablar de los deseos, lagunas y retrocesos que transforman el recuerdo en horas interminables de soñar despierto.
Se trataba de la memoria robótica marcando los acontecimientos exactamente como habían ocurrido, pero de un modo ampliamente acelerado. Lo segundos se funden en nanosegundos, de modo que los días se reviven con tan rápida precisión que no cabe un hueco perceptible en la conversación.
Como había hecho innumerables veces anteriormente, Giskard revivió su visita a la Tierra, buscando comprender la capacidad de prever el futuro de Elijah Baley, sin encontrarla nunca.
¡Tierra!
Fastolfe llegó a la Tierra en una nave aurorana, con un cargamento completo de compañeros de viaje, tanto humanos como robots. Sin embargo, una vez en órbita, solamente Fastolfe condujo el módulo al aterrizaje. Le habían puesto inyecciones para estimular su mecanismo de inmunización y llevaba los necesarios guantes, lentes de contacto y tapones en la nariz. Como consecuencia se sintió perfectamente a salvo, pero ningún otro aurorano estuvo dispuesto a seguirle como parte de una delegación.
Fastolfe no se molestó, le parecía (como más tarde explicó a Giskard) que le recibirían mejor si llegaba solo. Una delegación traería a los terrícolas recuerdos de los malos días (para ellos) de la Ciudad espacial, cuando los espaciales disponían de una base permanente en la Tierra y dominaban directamente el mundo.
Pero se llevó consigo a Giskard. Llegar sin ningún robot era impensable, incluso para Fastolfe; llegar con más de uno hubiera creado un tenso malestar entre los terrícolas antirrobots que deseaba visitar y con los que intentaba negociar.
Para empezar, se entrevistaría con Baley, su enlace con la Tierra y su gente. Ésa era la excusa racional para el encuentro. La verdadera razón era que Fastolfe deseaba intensamente volver a ver a Baley; ciertamente le debía mucho.
(Que Giskard quería ver a Baley, y que para ello tensó ligeramente la emoción y el impulso en el cerebro de Fastolfe para que la visita se llevara a cabo, Fastolfe no pudo saberlo ni siquiera imaginarlo.)
Baley esperaba en el momento de aterrizar y con él un pequeño grupo de funcionarios de la Tierra, así que transcurrió un tedioso espacio de tiempo durante el cual tuvo que someterse al protocolo y a las cortesías.
Pasaron horas antes de que Fastolfe y Baley pudieran retirarse. No hubiera ocurrido tan pronto de no ser por la intervención callada e imperceptible de Giskard. Con sólo un pequeño toque en las mentes de los más importantes de los funcionarios que se aburrían visiblemente (siempre resulta más seguro dedicarse a acentuar una emoción ya existente; de este modo, no se puede dañar).
Baley y Fastolfe se sentaron en un pequeño comedor privado que generalmente estaba disponible para altos cargos del gobierno. Podían marcarse los platos en un menú computarizado y les servían unos portadores también computarizados.
Fastolfe, sonriendo, exclamó:
–Muy avanzado, pero estos portadores no son sino robots especializados. Me sorprende que la Tierra los utilice. Por supuesto, no son de manufactura espacial.
–No, no lo son –respondió Baley gravemente–. Son de cosecha propia, por decirlo así. Éstos se utilizan solamente para altos cargos, y es la primera vez que los disfruto. Pero no pienso volver a hacerlo.
–Algún día tendrá un alto cargo y los disfrutará diariamente.
–Jamás –dijo Baley.
Colocaron los platos delante de cada uno; el portador era lo bastante sofisticado como para ignorar a Giskard, que permanecía de pie, impasible, detrás de la silla de Fastolfe.
Por un momento Baley comió en silencio y después comentó.
–Es un placer volver a verle, doctor Fastolfe.
–Ese placer es igualmente mío. No he olvidado que hace dos años, cuando estuvo en Aurora, me libró de la sospecha de destrucción del robot Jander, y la volvió limpiamente sobre mí excesivamente confiado oponente, el buen Amadiro.
–Aún me estremezco cuando lo pienso –dijo Baley–. Y saludos a ti también, Giskard. Confío en que no te hayas olvidado de mí.
–Eso sería del todo imposible, señor –respondió Giskard.
–Bien, doctor, confío en que la situación política de Aurora continúe siendo favorable. Las noticias que tenemos aquí parecen confirmarlo, pero no confío en los análisis de la Tierra sobre los asuntos de Aurora.
–Puede confiar... de momento. Mi partido mantiene un firme control del Consejo. Amadiro hace una oposición sorda, pero sospecho que tardará años, antes de que su gente se recupere del golpe que les propinó usted.
Pero ¿cómo están las cosas aquí en la Tierra? ¿Y las de usted?
–Bastante bien. Dígame, doctor Fastolfe. –El rostro de Baley se contrajo ligeramente como turbado. –¿Ha traído con usted a Daneel?
Fastolfe contestó lentamente:
–Sí, pero he tenido que dejarle a bordo. Pensé que no sería político llegar acompañado por un robot que parece un ser humano. Con lo contraria a los robots que se ha vuelto la Tierra, tuve la impresión de que un robot humanoide parecería una provocación deliberada.
–Le comprendo –suspiró Baley.
– ¿Es verdad que su gobierno planea prohibir el empleo de robots en las ciudades? –preguntó Fastolfe.
–Sospecho que no tardará en ocurrir. Habrá un período de gracia, naturalmente, para minimizar los inconvenientes y la pérdida económica. Los robots se reservarán para el campo, donde son necesarios a la agricultura y a la minería. También allí paulatinamente se irán eliminando; el plan contempla que no haya robots en ninguno de los mundos nuevos.
–Ya que menciona los mundos nuevos, ¿ha abandonado ya su hijo la Tierra?
–Sí, hace unos meses. Recibimos noticias suyas. Llegó bien a su nuevo mundo con algunos centenares de colonos, como se llaman a sí mismos. Tiene cierta vegetación natural y una atmósfera baja en oxígeno. Probablemente, con el paso del tiempo se vuelva como la Tierra. Entretanto, se han montado unas cúpulas, se ha hecho un llamamiento para nuevos colonos y todo el mundo está ocupado en terraformarlo. Las cartas de Bentley y algún contacto ocasional por hiperondas son esperanzadores, pero no impiden que su madre le eche mucho de menos.
–¿Y usted irá, Baley?
–No estoy muy seguro de que vivir en un mundo extraño, bajo una cúpula, sea mi idea de la felicidad, doctor Fastolfe. No tengo ni la juventud ni el entusiasmo de Ben, pero pienso que tendré que ir dentro de dos o tres años. En todo caso, ya he advertido al Departamento de mi intención de emigrar.
–Me imagino que esto les preocupará.
–En absoluto. Dicen estar preocupados, pero se alegran de deshacerse de mí. Soy demasiado notorio.