Los siete chicos están reunidos en el jardín, y tras varias propuestas por fìn han decidido lo que van a comer. Alan sostiene el teléfono en la mano, esperando a que el resto le diga las
pizzas
que tiene que pedir:
—A mí me gusta la hawaiana —señala Miriam, que está sentada sobre las piernas de Armando. Tras una larga sesión de besos y arrumacos, han hecho el amor en la habitación y ahora están hambrientos.
—A mí, con que tenga mucho queso, me vale —añade su novio.
—Claro y luego no habrá quien te bese.
—¿No me besarás?
—No.
Los dos se miran a los ojos, muy serios, pero al instante sonríen y se dan un nuevo beso.
—A mí me da lo mismo —indica Cris, desganada.
Ella sabe lo que ha pasado arriba, en aquel dormitorio; entristecida, trata de no pensar demasiado en ello.
—Yo no tengo hambre. Pedid lo que queráis, ya cogeré algún trozo. A Mario también le gusta la hawaiana —dice Diana, que después del encuentro en el baño parece más animada.
Su novio está sentado a su lado y la observa, pero no dice nada. Tiene cosas más importantes en las que pensar que en un trozo de pizza. Continúa preocupado por Diana. Mareos, vómitos... Si no fuera porque lo hicieron ayer por primera vez, pensaría que está embarazada. ¿Y si lo está? No, eso no puede ser. Pero es que los síntomas son muy sospechosos. Quizá por eso está tan rara. Ella, antes de salir con él, mantenía habitualmente relaciones sexuales con otros chicos. O eso es lo que cree, ya que no han hablado mucho de ese tema. Pero si va a tener un hijo, se lo habría dicho ya, ¿no? Tal vez le da miedo contárselo por lo que tuera a pensar. Uff. Se va a volver loco. Desde que salió del cuarto de baño no ha dejado de darle vueltas. Y cuanto más piensa, más confuso está.
—¿Y tú, Paula? ¿De qué quieres que pida las pizzas? —le pregunta Alan.
—También me da igual. Comeré de lo que las pidáis. No tengo ninguna predilección.
—¿Ni por mí?
—Por ti, menos. Prefiero la pizza.
Alan ríe con fuerza. Le gusta cuando Paula saca el carácter y utiliza la ironía para defenderse.
—¿Prefieres un trozo de pizza a un beso mío?
—Por supuesto, ¿lo dudabas?
—No es que lo dude. Es que estoy convencido de que te mueres por besarme.
—Bah.
La chica gira la cabeza hacia otro lado. La está empezando a poner nerviosa. ¿Qué pretende ese creído?
—Cuando traigan las
pizzas
lo comprobamos. ¿Quieres?
—No te voy a besar, Alan —insiste, sin mirar hacia él.
—No seas cría, solo es un beso de nada.
La chica se vuelve de nuevo hacia el francés y lo atraviesa con la mirada. ¿A qué juega?
—Parecéis dos enamorados —comenta Miriam, sonriente.
—A lo mejor uno de los dos lo está. ¿No, Paula? —concluye Alan con una de sus sonrisas, y marca el número de la pizzeria—. ¿Entonces pido dos familiares, una hawaiana y otra cuatro quesos?
Mientras, Miriam y Armando asienten con la cabeza y el resto lo acepta también, Paula se ha enfadado de verdad. ¿Qué ha querido decir con aquello de que uno de los dos está enamorado y con todo lo demás? ¿Una cría? Se ha pasado de la raya. Está muy molesta. Y ante la sorpresa de todos se levanta de la silla y entra en la casa.
Cruza el salón y sube por las escaleras pensando en lo imbécil que es aquel chico cuando se lo propone. Suelta aquello sin darle importancia y luego habla de pizzas como si nada. Es un capullo. Siempre con dobles sentidos, con indirectas... Está harta.
Camina deprisa hasta su habitación y cierra la puerta.
Busca en su mochila el tabaco y el mechero. Está nerviosa. Se mete un cigarro en la boca y lo enciende. ¿Qué sabrá ese sobre qué es estar enamorado? Lo que es sentir amor por una persona, necesitarla, morirte por ella... Abre la ventana y expulsa el humo con fuerza.
La puerta de la habitación se abre. Es Cris.
—¿Estás bien? —pregunta, entrando sin cerrar completamente.
—¿Cómo le voy a dar una oportunidad a ese estúpido?
—Bueno...
—¿Tú ves normal que me hable de esa manera?
—Estaba bromeando, ya le conoces.
Paula echa la ceniza del cigarro por la ventana y vuelve a dar una calada.
Miriam entra también en el dormitorio y se queda con la boca abierta cuando ve a su amiga fumando.
—¡Dios! ¿Qué estás haciendo?
—Fumar. ¿No lo ves?
—Pero ¿desde cuándo fumas?
—Desde abril.
—¿Fumas desde abril? —pregunta desconcertada.
—¡Sí! —exclama.
—Desde... aquello.
Miriam se sienta en la cama. Aún no puede creer lo que está viendo. Nunca hubiera imaginado que Paula se enganchara al tabaco. Pero, con todo lo que vivió en aquellos días, algo así se podía esperar.
Una noche de abril, en un lugar de Disneyland-Paris.
Están juntos otra vez. En la habitación 601. Solos. Como aquel último viernes en el que sucedió todo. Aquel cumpleaños que Paula y Ángel jamás podrán olvidar.
Sus padres, por una vez, han sido comprensivos. O casi. A Paco no le parecía demasiado bien que no fuera a cenar con ellos la última noche en Francia después de que el director del hotel los hubiera invitado. Pero Mercedes enseguida ha dicho que sí, que podían ir a hablar tranquilos arriba. Ella sabe por lo que su hija ha pasado en la última semana de clases y, aunque desconoce los detalles, algo grave tuvo que suceder entre ellos. Ha visto a Paula triste como nunca antes, e incluso ha suspendido dos asignaturas. Ahora, en aquel lugar mágico, es un buen momento para que lo solucionen.
—No deberías haber venido —opina la chica, que se sienta en la cama.
Ángel lo hace a su lado. Está guapísima con aquel vestido y un cosquilleo le recorre por todo el cuerpo cada vez que la mira.
En el ascensor ninguno de los dos ha dicho nada. Ni se han mirado.
—Están siendo unos días muy duros para mí —indica el periodista.
—¿Crees que para mí no?
—Imagino que también. Pero fuiste tú la que tomó la decisión de no seguir adelante con lo nuestro.
Paula resopla. Tiene razón. Fue ella la que dio el paso, la que no quiso hacer el amor la noche de su cumpleaños. La que le abandonó en la habitación, dejándole allí solo. La que estaba confusa entre dos amores. Y la que intentó alejarse poco a poco para tratar de desaparecer de su vida.
—Lo sé. Pero venir hasta aquí ha sido una locura.
—Tenía que hablar contigo y no podía esperar más —dice, suspira y la mira directamente a los ojos—. Te quiero.
«Te quiero»: lo que estaba temiendo oír. ¿Y qué le contesta? ¿Que también? Sí, claro que le quiere. Mucho. Muchísimo. Pero no responde nada. Se levanta de la cama y entra en el cuarto de baño. Ángel la sigue.
—Deberías haberte quedado en España.
—¿Y perderte del todo? No podía permitirlo.
—Esto es un error, Ángel.
—¿Por qué? ¿No me quieres? ¿Ya no me quieres?
—No es eso.
Los ojos de Paula brillan llorosos. Demasiada presión. Demasiadas dudas.
—¿Y qué es?
—No lo sé, Ángel.
—¿Te ha pasado algo? ¿Fuimos demasiado rápido?
No tiene respuestas. No sabe qué decir. Es difícil explicarle a alguien lo que sientes si ni tan siquiera tú misma lo comprendes.
La chica abre el grifo y se echa agua fría en la cara. Luego se seca con una toalla. Ángel la contempla expectante. Necesita respuestas. Pero, sobre todo, la necesita a ella.
—No sé qué me pasa —dice apartando la toalla de su rostro. Está llorando—. No sé qué es lo que me pasa. Todo sigue igual. Igual que aquel día. Igual, Ángel. Te quiero. Dios sabe que te quiero. Pero no sé qué es lo que me pasa.
Las lágrimas resbalan por su mejilla. Desconsolada, se tapa con las manos, pero él no lo permite y se las aparta. La obliga a mirarle. Paula no quiere, pero Ángel persigue su mirada. Quiere que le mire a los ojos. Y por fin se rinde.
—Te quiero, Paula —murmura.
El chico la abraza rodeándola con fuerza. Se aprietan el uno contra el otro. Como aquella primera vez, como aquel día en el que se conocieron. Aquel día en el que se besaron junto a la fuente. Y ahora, en ese mismo instante que están viviendo juntos, de nuevo juntos, sus labios se acercan lentamente y se unen. Se unen en un beso pasional, intenso, sensual, que se transforma rápidamente en algo más sexual. Las lenguas se pelean por imponerse. Y las manos se capturan en un fundido emocional.
Ángel y Paula se arrastran el uno al otro. Casi pisándose. Hasta que caen al suelo de la habitación donde siguen los besos. Más cortos, más seguidos, más incisivos. Están fuera de sí. Y de nuevo se ponen de pie, buscando ansiosos la cama. La chaqueta del periodista vuela por los aires y después su camisa. Las manos de la chica acarician con frenesí su torso ancho y joven. Y las de él las imitan buscando el interior de aquel vestido blanco inmaculado. Los besos son ahora en el cuello, y en los lóbulos de las orejas, y por toda la cara. Desatados. Impregnados de la tensión acumulada en esos días.
—Quiero... —dice ella en voz baja, casi inaudible, mientras siente la pierna de Ángel bajo su vestido rozando sus muslos.
—¿Qué quieres?
—Quiero que lo hagamos ahora —susurra.
—¿Segura? —sabe la respuesta.
—Sí. Segura.
Y gime y se agita al sentir la rodilla del chico entre sus muslos bajo la tela blanca. Él se detiene un instante, la mira a los ojos una vez más. Y la vuelve a besar agarrando con una mano su cintura y con otra ayudándole a bajar la ropa interior. Sus braguitas se deslizan por sus largas piernas y aterrizan sobre sus pies. Y entonces la excitación de ambos aumenta, es máxima, como sus besos. Paula le desabrocha el pantalón y hace que descienda hasta el suelo. Luego empuja a Ángel contra la cama y acude hasta él, tumbándose encima y atrapando sus manos. Cuerpo sobre cuerpo. Desarbolados. Sorprendidos. Siendo como nunca habían sido. Recuperando lo que un día comenzaron y no llegaron a finalizar. Sintiéndose amantes. Sin excusas, sin reparos, sin miedos, sin pensar en nada más. Sin darse cuenta de que aquello que estaban protagonizando pertenecía más al bando de la pasión que al del amor. Y muy pronto lo iban a comprobar.
Un día de finales de abril, en un lugar apartado de la ciudad
«Los chicos se enamoran más de ti / y tengo celos. / Los chicos se enamoran más de ti, / hasta los feos»: es la letra de la canción que está sonando ahora mismo en el equipo de música que Alan ha sacado al jardín. Diana observa a Paula, que lleva un buen rato sin decir nada. Parece enfadada. «¿Por qué los chicos se enamoran más de ti? ¿Por qué?»Mario mastica a su lado un trozo de
pizza
hawaiana. Tampoco parece demasiado contento. Sin embargo, cuando se cruzan su mirada y la de su amiga, se sonríen. Entonces le hierve la sangre por dentro y quiere gritarle que lo deje en paz, que es su novio. ¡Que se busque a otro!
—¿Me das un poquito de esa de ahí? —le pregunta Miriam a Armando.
—Claro. Toma.
Le acerca la porción de la
pizza
a los cuatro quesos y la mayor de las Sugus le da un gran mordisco.
—¿Eso es un poquito?
—No te quejes. Solo le he dado un mordisquito.
—¡Vaya mordisquito!
La chica acerca de nuevo su boca al trozo de
pizza
que su novio sostiene en la mano y lo vuelve a morder.
—¡Mi
pizza
!
—Nuestra
pizza
. —Y, con la boca llena, le da un beso en los labios.
Cristina los contempla resignada. Poco a poco empieza a acostumbrarse, aunque sigue afectándole. Pero no le queda otra. Al menos, ha podido disponer de un ratito con Armando cuando fueron a por las cervezas. Sonríe para sí al pensar en ello, pero de nuevo se entristece cuando la pareja se besa delante de todos.
—Estoy lleno —dice Alan levantándose la camiseta y tocándose el estómago.
—Yo también —señala Diana.
—Pero si tú no has comido nada —comenta Miriam—. Apenas te he visto comer un trocito.
—¿Qué pasa? ¿Que me vigilas?
—No te vigilo. Pero estoy enfrente de ti y he visto lo que has comido.
—Pues debes plantearte muy seriamente ponerte gafas —replica Diana.
—No me hables así, que no te he dicho nada malo —se defiende Miriam.
—Te has metido en lo que no te importa.
El resto mira el enfrentamiento sin decir nada hasta que Cristina interviene.
—Vamos, chicas, dejadlo ya.
—Pues que no se meta en mi vida.
—Ahora tu vida también es la mía. Estás saliendo con mi hermano.
El tono de voz de Miriam es demasiado brusco y todos se dan cuenta de que el asunto se va a poner muy feo.
—Ah, es eso. Ahí querías llegar, ¿no?
—Vamos, parad. —Ahora es Paula la que se mete por medio. Sabe que aquella conversación no llevará a nada bueno.
—Solo digo que la novia de Mario, sea la que sea, me incumbe porque en cierta manera pertenece a mi familia.
—Claro. Y tú preferías a otra, ¿verdad? A una que tuera más lista, más guapa, menos experimentada... ¿No? Alguien como Paula.
—¿Qué?
—¿Qué?
Miriam y Paula reaccionan casi al mismo tiempo. Mario mira a su novia desconcertado y Cristina se frota los ojos con las manos. No las debería haber dejado llegar hasta ahí.
—Venga. Todos estaríamos más contentos si yo siguiera tirándome a todo tío que pasara por mi lado y Mario estuviera con Paula.
—Todos, no —señala Alan con una sonrisa.
—¡Tú cállate! —le grita Mario al francés, que se encoge de hombros y se echa hacia atrás en su asiento—. ¿Por qué dices eso, Diana?
—¡Eso pregunto yo! —interviene también Paula.
—Porque es la verdad. La dura realidad.
—La realidad es que tú y Mario sois pareja y yo estoy sin novio —le corrige Paula.
La Sugus de manzana se levanta de la silla y mira a su chico, luego a su amiga.
—Haríais muy buena pareja. ¿Por qué no lo intentáis?
Mario no sabe qué decir. Aquello le ha venido completamente de sorpresa. Diana lleva unos días muy raros, muy inestable, pero no imaginaba que llegaría a tanto.
—La mejor pareja la hacéis vosotros dos. Os queréis —dice Paula, levantándose y acercándose a su amiga para abrazarla. Pero Diana no está para abrazos y se aleja hacia el otro lado de la mesa.
—Es cierto. Mi hermano y tú hacéis muy buena pareja —añade Miriam, que se siente un poco culpable por haber empezado aquella discusión.