Una bandera tachonada de estrellas (15 page)

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Authors: Brad Ferguson

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Una bandera tachonada de estrellas
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Tendido en la cama, Riley cerró los ojos y evocó a la Anab de un año antes, la Anab cuyos ojos manifestaban amor y preocupación. ¿Qué había dicho?

«Sal de la Flota Estelar. Averigua qué es lo que quieres hacer con tu vida. Deja que ocupe ese puesto alguien que realmente lo quiera. No le estás haciendo ningún favor a Kirk al trabajar para él sin ánimos. Y decidas lo que decidas, hazlo por ti mismo, no porque yo u otra persona piense que deberías hacerlo.»

Él quería trabajar para Kirk, quería ser el mejor oficial que pudiera.

Pero en aquel momento, en el fondo sabía que le importaba un comino Kirk, o la Flota Estelar, o cualquier otra cosa. Sin Anab, nada tenía importancia. En un nuevo arranque de autocompasión, se dijo que estaba trabajando para Kirk —y que continuaría trabajando para él—, sólo porque no sabía qué quería en verdad. Tal vez, después de todo, él se había quedado en la Flota Estelar sólo para complacerla a ella.

Riley navegó a la deriva por los recuerdos de ella y finalmente se durmió. Puesto que era sábado, no había puesto la alarma despertador, pero en un momento dado captó borrosamente la brillante luz del sol que entraba por la ventana, y le preguntó la hora al ordenador con un gruñido.

08.00

Se repitió la hora para sí, rodó perezosamente sobre un lado y enterró la cara en la almohada. Estaba flotando una vez más al límite de la inconsciencia, cuando el pánico lo atravesó como una espada. Abrió los ojos de golpe.

08.00. Tenía que encontrarse con el almirante a las 08.00 en el estudio de Mundo Noticias.

Riley saltó de la cama, preocupado no ya por si él quería permanecer en la Flota Estelar, sino por si el almirante Kirk le permitiría hacerlo.

Al cabo de veinte minutos, se había duchado, vestido y llegado al vestíbulo de recepción de Mundo Noticias, donde lo recibió la productora del programa —una pelirroja menuda, esbelta y activa llamada Jenny Hogan—, la cual lo condujo hasta el lugar en el que lo aguardaba el almirante Kirk.

La sala verde, la había llamado la productora, pero cuando la puerta se abrió, Riley tuvo el tiempo justo para advertir (con la objetividad de un alma condenada) que las paredes eran de color gris amarronado. Y luego su mirada se encontró con la del almirante. Kirk había estado sentado a una mesa, tomando un desayuno de tocino y huevos, y estudiando con calma su libreta de notas electrónica. La expresión de su rostro era perfectamente compuesta —ni siquiera frunció el entrecejo—, pero cuando Riley le vio los ojos, se detuvo en seco.

—Entre, señor Riley —le pidió Kirk—. Quiero que esa puerta esté cerrada.

Fue la suavidad del tono —más suave de lo que Riley lo había oído hasta entonces— lo que convenció al joven oficial de que Kirk no estaba solamente irritado, sino furioso. Y, aun así, pensó, una parte de la fría dureza de los ojos del almirante no tenía absolutamente nada que ver con él. Y Riley supo que no había sido el único en pasar una noche de insomnio.

De todos los momentos en los que podía hacer enfadar a Kirk, había escogido el peor.

—Sí, señor. —Riley avanzó tres pasos; la puerta se deslizó hasta cerrarse—. Almirante, le pido disculpas. Me he quedado dormido, señor. Me doy cuenta de que…

—¿Se da cuenta —dijo Kirk, en el mismo tono mortalmente quedo—, por supuesto, que el haberse quedado dormido no es una excusa aceptable? Señor Riley, llega usted con veinte minutos de retraso.

—Sí, señor. —Riley sintió que un calor le subía por las mejillas y el cuello, y supo que estaba poniéndose rojo como la grana; agradeció la barba que ocultaba una parte del rubor—. No era mi intención el presentarlo como una excusa, señor. Soy consciente…

—¿Es usted consciente de que yo dependía de que usted estuviese aquí a las ocho de la mañana con el fin de ayudarme a preparar esta entrevista?

—Sí, señor.

—Entonces, ¿dónde está su libreta de notas?

El labio inferior de Riley cayó al proferir él un grito ahogado. En su desesperada lucha por llegar al estudio de Mundo Noticias, había olvidado por completo coger la libreta electrónica en la que estaban todas las notas que había tomado sobre el proyecto
Dart
y la reparación de la lanzadera
Enterprise
. La sangre que segundos antes le había subido a la cara, descendió ahora hasta la boca de su estómago.

—Dios mío. —Cerró los ojos—. Señor, yo… me doy cuenta de que esto es inexcusable. Yo…

—Riley —dijo Kirk con un suspiro, y Riley abrió los ojos. La expresión del almirante fue durante un momento, no más, de profundo cansancio—. No estoy interesado en presenciar un despliegue de remordimiento. Sólo necesito esa información sobre el proyecto
Dart
, y no me importa cómo la consiga. La quería para ayer. ¿Está claro?

—Sí, señor. Se la traeré de inmediato, señor —respondió Riley sin tener ni la más remota idea de cómo iba a hacerlo, y retrocedió hasta salir por la puerta.

Cuando volvió a cerrarse, Kirk suspiró otra vez. El día anterior había renunciado a las dos cosas más queridas de su vida, y no le quedaba paciencia para Riley. Fueran cuales fueren los problemas con los que se enfrentaba Kevin, no podían justificar un retraso de veinte minutos. Kirk había pasado una noche de insomnio, y sin embargo había conseguido llegar al estudio de Mundo Noticias a las ocho de la mañana exactamente, ostensiblemente alegre, con la mente alerta y preparado para la entrevista.

Tal vez había juzgado mal a su jefe de personal desde el principio; no habría esperado aquello de alguien de la capacidad de Riley. En un instante, cuando Kevin entró en la sala por primera vez, Kirk había sentido la tentación de despedirlo. Después de todo, dentro de poco estaría más atareado que nunca, y necesitaba tener a su lado a alguien en quien pudiese confiar en lo relativo a los detalles.

La puerta volvió a abrirse y por ella entró una rubia de elevada estatura, lo que resultó una interrupción agradable en el hilo de los pensamientos de Kirk.

—Buenos días, almirante. Soy Nan Davis. —Le tendió una mano.

Kirk la reconoció de inmediato.

—Por supuesto. Usted solía presentar Nan’s Newsnight en Centaurus. Miraba su programa de noticias con mucha regularidad siempre que estaba allí. Ella le sonrió.

—Un admirador… Gracias.

Ambos se sentaron a la mesa y Davis cogió una tostada.

—¿Me permite?

—Adelante.

—Gracias. —Mordió un trozo—. He estado demasiado atareada para desayunar. ¿Sabe, me hubiera gustado tener la oportunidad de entrevistarlo cuando la
Enterprise
regresó de su misión. Hubo algunas preguntas que nadie llegó a formular… preguntas cuyas respuestas me gustaría oír.

—¿De veras? —Kirk se sirvió otra taza de café—. Bueno, hoy soy todo suyo. ¿Café?

Ella negó con la cabeza.

—Ya he tomado demasiado. En cuanto a la entrevista, tocaremos los puntos más importantes, no se preocupe. ¿Lo tiene todo preparado?

—Todo preparado —respondió Kirk.

—¿Nervioso? —Ella le dirigió una mirada socarrona.

Kirk sonrió.

—Nunca. Pero sí le diré que siento un poco de curiosidad por saber qué preguntas va a formularme acerca de la misión.

Ella le dedicó una sonrisa misteriosa.

—Lo averiguará muy pronto. Simplemente recuerde las palabras de Oscar Wilde: «En la antigüedad teníamos el potro de tormento. Ahora tenemos la prensa». ¿Puedo utilizar su servilleta?

Kirk se la dio.

—En realidad, estoy deseando esta entrevista. El proyecto
Dart
merece toda la atención que pueda…

—¡Guau! —Ella miró su crono—. Me alegro de que quiera usted hablar de ello, pero guárdelo para cuando estemos en el aire, por favor. La verdad es que tengo que salir corriendo. Siempre quedan millones de detalles de los que hay que encargarse antes del programa. ¿Me ha quedado alguna migaja? —le preguntó ella, mientras le presentaba el rostro para que se lo inspeccionara.

—Está limpia como una patena.

Los dos se pusieron en pie. —Nos vemos luego —dijo Kirk.

—Cuente con ello. —Davis salió a toda velocidad por la puerta que permaneció abierta al regresar Riley. Se detuvo apenas entrar y se puso firme.

—Tengo la información que me ha pedido, almirante. Kirk se dio cuenta de que su enojo había desaparecido.

De mala gana, comentó:

—No voy a preguntarle cómo la ha conseguido, Riley. Ahora, tómese una taza de café. Parece necesitarla.

—Gracias, almirante. —Riley se acercó a la mesa y se sirvió una taza—. ¿Quiere usted un poco, señor?

—No, gracias.

Riley vaciló mientras servía el café. Sin mirar a Kirk, dijo: —No volverá a suceder, señor. Nunca. —Había un deje de ruego en su voz.

Kirk permaneció un momento en silencio.

—¿Tengo su palabra al respecto, Kevin?

—Sí, señor.

—Muy bien, entonces.

Los hombros de Riley se elevaron y hundieron unos siete centímetros.

—Gracias, almirante.

—No vuelva a mencionármelo. Nunca.

Riley se volvió y le entregó a Kirk la libreta electrónica.

—Mis notas sobre el proyecto
Dart
, señor.

Kirk prefirió hacer caso omiso del logotipo de Mundo Noticias que estaba grabado en el lomo de la libreta. Si Riley la había cogido «prestada» del escritorio de alguien para realizar una transferencia rápida de datos de su terminal del Almirantazgo, que así fuera. Kirk apreciaba el arte de la improvisación.

—Bien —comenzó Kirk—. Repasemos esto juntos; todavía nos queda tiempo. Siéntese.

—Sí, señor.

Una vez que comenzaban, trabajaban bien juntos… pero, por supuesto, se conocían desde hacía mucho tiempo.

El Jimmy Kirk de catorce años, que viajaba con su madre y su hermano mayor Sam, comenzaba una escala programada en el remoto mundo colonia Tarsus IV. Los Kirk aguardaban un vuelo de transbordo que los llevaría a reunirse con el padre de Jimmy. La familia volvería a estar junta por primera vez desde hacía tres años, y todos estaban deseando el momento del encuentro.

Antes de que llegara el vuelo, no obstante, los Kirk se hallaron en medio del alboroto que acompañó la rápida infestación de las plantaciones de la colonia y la comida almacenada por lo que más tarde daría en llamarse la Plaga Tarseana. La cual se propagó por todas partes como el fuego a través de la yesca. Convirtió en incomible más del noventa por ciento de las provisiones alimenticias.

Se redactaron informes, y Tarsus IV se halló repentinamente sometido a una estricta cuarentena impuesta por la Federación. Las agencias de socorro enviaron rápidamente suministros de comida, pero cualquier tipo de ayuda para la población que ya estaba muriendo de hambre tardaría semanas en alcanzar aquel lugar remoto, e incluso cuando llegara, la plaga atacaría sin duda los alimentos en cuanto fuesen descargados, y los estropearía casi todos. Las instalaciones de estasis, la irradiación y el empaquetamiento especial podían dificultar, pero no impedir, la propagación de la plaga.

La colonia aún tenía sus animales de granja y una pequeña cantidad de grano en buenas condiciones almacenado, pero era demasiado poco para mantener a todos los habitantes. El gobernador Kodos decidió que, para salvar a sólo la mitad de la población de la colonia, la otra mitad —unos cuatro mil hombres, mujeres y niños— tendría que sacrificarse. Kodos estaba dispuesto a arriesgarse a que la mitad superviviente de la colonia pudiese vivir con la comida muy racionada durante el tiempo suficiente como para que llegara ayuda o se encontrara algo para contrarrestar la plaga.

Kodos y sus colaboradores de mayor confianza llevaron a cabo una lotería secreta. Quien decidía qué colonos iban a morir era el ordenador normalmente utilizado para dirigir el tráfico de superficie de la capital. Luego Kodos tuvo que buscar los suficientes oficiales de la policía colonial y reservistas dispuestos a obedecer sus órdenes y llevar a cabo el plan. En esto, Kodos se fió de su instinto y los seleccionó acertadamente. El gobernador sólo tuvo que eliminar a cuatro oficiales mientras buscaba a los aproximadamente treinta que necesitaba para realizar los arrestos y ejecuciones. Kodos lamentó la necesidad de aquellas cuatro muertes iniciales, pero necesitaba mantener la seguridad y, reflexionó, esas muertes salvarían otras cuatro vidas. Las cuentas quedarían equilibradas.

Puesto que eran forasteros en aquel planeta, los Kirk y sus compañeros turistas no jugaban papel alguno en los planes de Kodos. Se limitaron a confinarlos en sus habitaciones de hotel y racionarles la comida. Esperaron y, al igual que a todos los que estaban en Tarsus IV, la inanición se apoderó lentamente de ellos.

Alrededor de dos semanas después del comienzo de la crisis, Sam se puso enfermo. Jimmy, tan hambriento como el resto de ellos, decidió salir a hurtadillas del hotel y buscar comida. No se le ocurrió que cualquier alimento que quedase estaría bajo vigilancia armada, ni que pudiera ser peligroso el simple hecho de andar por la calle. Sólo sabía que su madre tenía mucha hambre y que su hermano había enfermado, y quería ayudarlos. Era lo que su padre habría esperado que hiciese.

Jimmy eludió con facilidad a los agentes de la policía colonial apostados alrededor del hotel, y se encaminó hacia el centro de la ciudad. No apartaba los ojos de los agentes ni de otros adultos potencialmente peligrosos. Jimmy era rápido y atlético por naturaleza. A pesar de estar débil por el hambre, tenía unas reservas de energía considerables.

Jimmy no encontró ni una pizca de comida, a pesar de que buscó por todas partes durante horas. Recorrió la ciudad escabulléndose por las calles secundarias y los callejones y, cuando era necesario, por los tejados.

En un momento, cuando estaba revolviendo un montón de basura que había en un callejón, Jimmy estuvo a punto de ser descubierto por un grupo de agentes de la policía colonial que escoltaban a una fila de gente por la calle a la que daba el callejón. Jimmy se lanzó tras el montón de basura y los observó.

Todos parecían dirigirse hacia el centro de la ciudad. Aquella gente era llevada como si fueran delincuentes, pero a Jimmy no le pareció que fueran tal cosa. Algunos de ellos eran niños pequeños que iban dando traspiés tras los adultos. Y algunos de los adultos llevaban bebés o niños muy pequeños en los brazos.

Los agentes de policía no lo habían visto, pero una mujer joven del grupo descubrió su presencia. Jimmy vio que llevaba un chiquillo dormido en los brazos. La observó mientras la mujer le murmuraba algo al hombre que tenía a su lado. El hombre miró en dirección a Jimmy, parpadeó y se encogió de hombros. La mujer le dijo algo más y, pasado un momento, el hombre asintió lentamente con la cabeza. Jimmy vio que se lamía los labios.

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