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Authors: Brad Ferguson

Tags: #Ciencia ficción

Una bandera tachonada de estrellas (6 page)

BOOK: Una bandera tachonada de estrellas
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—Señor Sulu, ganemos un poco más de altitud —ordenó Decker—. Quiero que lleguemos a la altura de la azotea. Prepárese para dar una vuelta en torno al edificio.

Trabajando al unísono, Sulu y DiFalco llevaron suavemente la sección de mando al mismo nivel de la cumbre del edificio, en torno a la cual comenzaron a describir un círculo.

—Máxima lentitud —continuó Decker—. Sulu, echemos una mirada al área recreativa… Haga un travelling. Veamos si podemos reconocer a alguien.

—Sí, señor —repuso Sulu—. Vista de travelling. Aumento tres.

Un aumento tres era suficiente para conseguir que los rasgos de las personas del área recreativa fueran perfectamente visibles. La sección de mando estaba aproximándose al lado norte del Almirantazgo, pero la gente que estaba en ese sitio de la azotea era relativamente escasa y Decker no vio a ningún conocido.

Cuando el platillo pasó el extremo sur, la multitud más numerosa que estaba allí apareció ante su vista. «El almirante Nogura —pensó Decker con deleite—. Y justo al lado de él, Jim Kirk. Estamos recibiendo toda una despedida.»

—Timón, aminore un poco la velocidad cuando pasemos ante el almirante Kirk —ordenó Decker—. Navegante, mientras lo hacemos, haga parpadear las luces en un saludo de capitán.

DiFalco hizo lo ordenado y el capitán contempló la imagen mientras Nogura, Kirk y los demás integrantes de la muchedumbre les devolvían el saludo a la manera antigua: llevándose las yemas de los dedos de una mano a la ceja, de forma lenta al subirla y más rápidamente al bajarla. A Decker le pareció que Kirk mantenía el saludo durante más tiempo que los demás, aunque sólo fuese durante una fracción de segundo. Dentro de la Flota Estelar, los saludos militares hechos con la mano, muy raramente ofrecidos a alguien, significaban una cortesía muy relevante.

Tras uno o dos minutos, DiFalco informó:

—Capitán, ya hemos dejado atrás el Golden Gate y ahora nos estamos aproximando a Point Bonita.

—Perfecto —replicó Decker, y se repantigó en su asiento—. Señor Sulu, dejémonos de perder tiempo. Llévenos hasta el punto de partida. Motores de impulso a plena potencia.

—Motores de impulso a plena potencia —repitió Sulu a modo de acuse de recibo.

La multitud de espectadores estaba dispersándose, pero Kirk continuaba mirando mientras el platillo iniciaba su larga carrera hacia el Pacífico. Nogura observaba a Kirk. Los dos hombres permanecieron allí, callados, incluso después de que el platillo hubiese desaparecido en la limpia vastedad cobalto del cielo occidental.

—Ha sido una bonita partida, Jim —comentó finalmente Nogura—. Impresionante.

Los ojos de Kirk no se apartaron del horizonte. —Sí, señor. Sin duda lo ha sido.

—¿La hecha de menos?

La brusquedad de la pregunta de Nogura desconcertó a Kirk al principio, pero dio media vuelta y se obligó a mirar al anciano almirante fijamente a los ojos mientras le respondía.

—Tengo un buen trabajo, almirante —le contestó—. No me quejo. De hecho, tengo que comenzar con la renovación de la
Endeavor
. Todo está a punto, por supuesto, pero he aprendido muchísimo del proyecto de la
Enterprise
. Creo que podré reducir el factor tiempo todavía más.

—Mmm… —fue el único comentario de Nogura, y la mirada que le echó a Kirk puso de manifiesto que se daba cuenta de que Kirk no había respondido a la pregunta formulada, pero que no iba a insistir para que lo hiciese—. De hecho, tenemos que hablar de eso, Jim. En mi despacho. ¿Tiene un minuto?

La frase no sonaba como una orden directa, pero Jim conocía bien a Nogura. Lo conocía lo suficientemente bien como para adivinar por el tono de su voz que el almirante de la Flota realmente quería hablar de otra cosa que no era la
Endeavor
.

—Desde luego, señor.

Mientras seguía a Nogura y Riley, Kirk se sintió extrañamente leve, como si —al igual que en el caso de la
Enterprise
— se hubieran roto todas las ataduras a la Tierra, y ya no hubiese nada que lo retuviera allí.

3

Para economizar combustible y reducir al mínimo el desgaste y la tensión sobre los motores de impulso, la sección de mando de la
Enterprise
describiría tres calmadas órbitas ascendentes para alcanzar el muelle espacial Cuatro. G’dath no tenía planeado mantener a la clase sentada allí durante casi cuatro horas y media mientras el platillo realizaba ese recorrido. En cuanto Mundo Noticias confirmó que el platillo había llegado sano y salvo al punto de partida y que estaba ascendiendo hacia la órbita, G’dath se levantó y ordenó al aparato de trivisión que se apagara.

—Confío en que todos hayan aprendido algo de esta transmisión —dijo G’dath. La mayoría de los estudiantes asintió rápidamente con la cabeza ante aquella frase, pero algunos no reaccionaron… el caso más notable de los cuales fue Joey Brickner, que estaba contemplando el día soleado a través de la ventana, con aire ausente.

G’dath se sentía decepcionado. Había abrigado la esperanza de que la conversación mantenida con la señora Brickner hubiese sido transmitida al hijo de ésta, y que eso provocaría un cambio en la actitud de Joey. Un estudiante klingon, en circunstancias similares, habría sabido prepararse para ser puesto a prueba por su profesor a la primera oportunidad… y G’dath había observado, durante los años que llevaba dando clases en la Tierra, que los estudiantes humanos no eran muy diferentes. Tal vez, se dijo, Joey estaba mirando por la ventana con el fin de ordenar sus pensamientos, de reflexionar sobre lo que había aprendido. En cualquier caso, G’dath había decidido averiguarlo.

—Señor Brickner —intervino el profesor, señalando a su víctima—, por favor, póngase de pie y cuéntenos todo lo que ha aprendido de este interesante acontecimiento.

Tuvo buen cuidado de emplear lo que él consideraba un tono muy tranquilo. Aunque no hubiera sido un klingon, el tono imperioso de su voz habría intimidado a cualquiera. Profunda y resonante, llenaba el aula de clase y no dejaba espacio para otra identidad. El inglés no era el segundo idioma de G’dath; era el undécimo, y lo hablaba perfectamente, con acento norteamericano. A su llegada a aquel planeta, se había enterado de la creencia de los terrícolas respecto a que todos los klingon tenían voces roncas y ásperas. Por lo tanto, se había tomado el trabajo de educar la suya, así que ahora parecía la de un actor que había aprendido impostación y dicción con una sucursal americana de la Royal Shakespeare Company.

Quedó inmediatamente claro que las reflexiones del muchacho nada tenían que ver con el lanzamiento de la
Enterprise
. El desdichado Brickner estaba en pie, cambiando nerviosamente su peso de un pie a otro, y con su semblante pálido y cubierto de pecas teñido de rojo. Durante un momento miró con desamparo a G’dath, la boca abierta y los ojos también abiertos de par en par. Cuando recobró la voz, preguntó con timidez:

—Eh, ¿podría repetir la pregunta, doctor G’dath?

Al comienzo de la frase, puede que dos o tres estudiantes profirieran risillas contenidas, pero ahora en el aula reinaba un silencio mortal. Cualquier estudiante que se atreviera a reírse de otro se encontraría con que su propia preparación sería puesta a prueba.

—No, no puedo —le respondió G’dath.

El hecho de que Brickner no respondiera a la primera llamada de atención significaba que estaba sucediendo algo grave, ya fuese en su situación personal, o con su actitud. G’dath tomó nota mental de hablar más tarde con el muchacho al respecto. En el entretanto, advirtió que Carlos Siegel estaba asintiendo con la cabeza, y tenía una expresión pensativa, absorta. Por lo que hacía a su habilidad para sacar deducciones y abstraer, Siegel era el mejor estudiante de la clase.

—Por favor, siéntese, señor Brickner. Señor Siegel, ¿puede contarnos algo?

Joey Brickner se dejó caer en su asiento, aplastado por la derrota, y Siegel, un joven de cabello oscuro y piel olivácea, de quince años de edad, se levantó. A pesar de toda su brillantez intelectual, Siegel era innegablemente tímido y detestaba hablar ante la clase, aunque G’dath podía ver que intentaba con gran ahínco ocultar su nerviosismo.

—Da la impresión de que la Flota Estelar tenga una prisa horrorosa por tener el asunto terminado —comentó en una voz tan baja que todos los demás tuvieron que esforzarse para oírlo—. Esa señora habló de ahorrar toda clase de tiempo y dinero en el proyecto.

Alguien de la clase rió disimuladamente. G’dath echó una gélida mirada furiosa en dirección a aquel sonido… en dirección a Ira Stoller, naturalmente.

—Puede que usted piense que lo que acaba de decir el señor Siegel es gracioso, pero ha dado precisamente en la única cosa de importancia que ha sido mencionada en toda esa transmisión. Muy bien, señor Siegel. Por favor, tome asiento.

La silla de G’dath raspó contra el suelo al levantarse él del escritorio. Comenzó a pasearse lentamente de arriba para abajo por el frente del aula.

—Consideremos los motivos que pueden existir para apresurar el acabado de una nave estelar. ¿Qué creen ustedes que significa eso? ¿Señor Stoller?

Stoller tragó audiblemente y se retorció en su pupitre; su largo rostro de piel pálida se tiñó de rojo, y G’dath sintió compasión por él a causa de aquella piel blanca que todo lo revelaba.

—No estoy seguro…

—Por favor, póngase de pie cuando le dirija la palabra a la clase, señor Stoller.

El consejo de educación había desaconsejado que se le permitiera a Stoller ingresar en la clase, sobre la base de que tenía un historial disciplinario problemático, pero G’dath había insistido. No le tenía miedo a los problemas disciplinarios, y Stoller tenía una buena mente inventiva. Sencillamente necesitaba aprender disciplina para aplicarla en una determinada dirección durante el tiempo suficiente para lograr resultados. No le hizo falta mucho tiempo a G’dath para averiguar la verdadera objeción que el consejo no había tenido el valor de expresar en voz alta: que Stoller odiaba a los klingon.

G’dath decidió considerar aquel hecho como una oportunidad.

Stoller se puso de pie sobre sus largas piernas delgadas.

—Lo siento, señor. Eh…, creo que la Flota Estelar tiene prisa, necesita que la nave vuelva a servicio con bastante rapidez.

—Sin duda. ¿Y por qué podría ser eso?

Stoller vaciló.

—Vamos, vamos, señor Stoller —lo animó G’dath—. ¿Por qué podría ser eso?

—Bueno —respondió Stoller con un destello de desafío—, puesto que me lo pregunta, doctor G’dath, la Federación está preocupada a causa de los klingon.

—¿De verdad? ¿Qué le hace pensar eso?

El rostro de Stoller se contrajo a causa del esfuerzo que él hacía para reprimir una afectada sonrisa de odio.

—Bueno, casi entramos en guerra con ustedes hace algunos años, por si lo ha olvidado.

—¿Ustedes, señor Stoller? Creo que quiere usted decir «ellos», ¿no le parece? Por mi parte, nunca me he trabado en combate con la Federación. En el futuro, por favor, intente pintar sus blancos con un pincel menos ancho.

La expresión de Stoller se volvió hosca, y G’dath sonrió. Él sabía que su sonrisa no era un espectáculo bonito, así que la dejó desvanecerse rápidamente.

—Sin embargo, dejando de lado ese punto, tiene usted toda la razón —prosiguió G’dath—. Hace unos seis años, la Federación y el imperio estuvieron a punto de entrar en guerra. La lucha acabó poco después del comienzo de las hostilidades a causa de la intervención organiana, y la tregua declarada entonces quedó pronto formalizada en el Tratado de Paz Organiano. Ese tratado continúa estando en vigencia. Dicho en pocas palabras, el tratado declara que el imperio no puede atacar a la Federación, ni viceversa, sin que eso constituya una invitación para que intervengan los organianos. Tome asiento, señor Stoller. De pronto parece estar cansado.

Una mano se levantó en el fondo de la clase. Esta vez, G’dath hizo un esfuerzo para no sonreír. De todos sus alumnos, Ricia Greene era la que más le gustaba, por el simple hecho de que no le tenía miedo. Incluso Stoller, a pesar de toda su arrogancia, estaba claramente aterrorizado por el hecho de que G’dath fuera un klingon; pero Ricia no le temía a nadie, tal vez porque poseía la capacidad de ver más allá de lo superficial, lo que había debajo de la fachada. La frente de color marrón claro de la jovencita estaba fruncida a causa de la concentración, aunque G’dath no veía cómo era posible eso cuando tenía los oscuros cabellos tan estirados recogidos en la nuca. La señorita Greene pertenecía al grupo racial terrícola llamado negro, aunque su piel era varios tonos más clara que la de G’dath.

—¿Señorita Greene?

—Doctor G’dath, respecto a lo que ha mencionado el señor Stoller acerca de que la Federación tiene miedo de los klingon: ¿por qué íbamos a tener miedo de ellos, si los organianos están evitando que estalle una guerra entre nosotros? Sin embargo, todo el mundo parece sufrir de paranoia por lo que se refiere a los klingon.

—¿Paranoia por lo que se refiere a la totalidad de los klingon, señorita Greene?

La cara de G’dath, difícil de interpretar para un ser humano en cualquier caso, carecía ahora de expresión.

El fruncimiento de la frente de Greene se hizo más profundo.

—Con todo el respeto, doctor G’dath, no puede provocarme. Me refiero a la clase guerrera… la influencia ultraconservadora que domina el imperio.

G’dath acabó por sonreír, esta vez con mucho afecto. Le gustaba cuando sus estudiantes se defendían correctamente, a pesar de que la mayor parte de ellos no parecía advertirlo.

—Muy bien. Amplíe su mente, señorita Greene. Piense en lo que acaba de decir. Dígame por qué la gente tiene miedo de los klingon, como ha dicho usted, si los organianos están evitando que comiencen una guerra con nosotros.

La respuesta de ella fue rápida.

—Creo que la gente tampoco confía en los organianos.

—¡Ajá! —gritó G’dath, dando una palmada de júbilo. Ricia dio un respingo en su asiento y parpadeó, sobresaltada—.¡Sí! Ha dado usted con la razón, señorita Greene. —G’dath estaba contento—. ¡Excelente!

G’dath dejó de pasearse y se encaró con la clase, erguido en toda su estatura, con los pies muy separados y los brazos en jarras; era su habitual postura de dominación, y en aquel momento dominaba verdaderamente.

—La Federación no confía en que los organianos mantengan la paz —declaró—. El imperio, tampoco. Lo más interesante es que las razones que motivan esa falta de confianza son exactamente las mismas a ambos lados de nuestra frontera. ¿Quiere alguien aventurarse a conjeturar cuáles pueden ser esas razones? ¿Señor Sherman?

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